ENTORNOS, Vol. 29, No. 2, Noviembre 2016
La Violencia en Colombia
Prólogo para la edición del año 2005 editada por Taurus-Alfaguara
Violence in Colombia
Prologue for the year 2005 edition edited by Taurus-Alfaguara
Orlando Fals Borda
Este libro tormentoso y atormentado que llega a sus manos luego de cuarenta años de su primera edición recoge la tragedia del pueblo colombiano desgarrado por una política nociva de carácter nacional y regional y diseñado por una oligarquía que se ha perpetuado en el poder a toda costa, desatando el terror y la violencia. Esta guerra insensata ha sido prolífica al destruí lo mejor que tenemos: al pueblo humilde. Por periodos sucesivos, la violencia y el terror vuelven a levantar su horrible cabeza enmarañada de Medusa, como copia casi fiel de lo ocurrido antes; y ahora, al adentramos en el nuevo siglo, la tragedia tiende a repetirse paso a paso de manera irresponsable. Por eso, en un gesto simbólico de protesta y de esperanza al mismo tiempo, La violencia en Colombia se publica otra vez y con otro auspicio, repitiendo su angustiado grito de denuncia y atención.
Conviene ver este ya decrépito fenómeno de la violencia múltiple como un conjunto de hechos, eventos y procesos repulsivos, vinculados en el espado/tiempo, para apreciar y entender, de manera diferendal, su sentido y ponderar sus letales efectos en la vida colectiva, por regiones, clases sodales e individuos. Para ello, se han empleado los métodos de investigadón social regulares y partidpativos de observación e inferencia. Los resultados de estas tareas investigativas, que arrojan mucha luz al respedo, han venido acumulándose desde hace alrededor de cuarenta años, si tomamos como punto de partida el análisis interdisdplinario de este libro, publicado en 1962 como "estudio de un proceso social".
Hace poco se dio un paso importante en este campo. En 2003 apareció un esfuerzo enciclopédico de examen y autoexamen de la violencia en circunstancias nacionales y locales, realizado por un excelente equipo del CINEP conformado por Fernán González, Ingrid Bolívar y Teófilo Vásquez, titulado La violencia política en Colombia: de la nación fragmentada a la construcción del Estado. Este trabajo supera valiosos esfuerzos similares anteriores, como el de los "violentólogos" del IEPRI de la Universidad Nacional, producido en 1987, y avanza en planteamientos que rompen la rutina descriptiva y parcial de amplia circulación entre nosotros, y que no ha llevado a ninguna solución de los problemas de fondo implicados.
El hecho es que ha habido mucha teoría y muy poca práctica eficaz sobre la violencia y sus efectos. El libro del CINEP tiende a romper esta estéril secuencia, y por eso lo tomo como punto de partida para el presente prólogo. Entre otras cosas, ahorra la revisión de la literatura pertinente, sin la cual no es fácil esta tarea de prologuista que amablemente me confiaron los editores de Taurus.
Conviene enfatizar la necesidad de declarar la "suficiente ilustración" sobre el asunto que nos interesa, y pasar a enfocar y trabajar la acción resolutoria. Para esto es obvio que hayamos logrado una visión lo más clara y fidedigna posible de los procesos de la violencia monstruosa, que ha venido multiplicándose e imbricando facetas y líneas diferentes de los unívocos conflictos políticos de los años veinte y treinta del siglo XX. Hay poco más que aprender sobre los orígenes y desarrollos de nuestra oceánica tragedia colectiva. Ya nos hemos dado suficientes golpes de pecho, quizás siempre sinceros, prometiéndonos las soluciones necesarias para ganar la justicia económica y la paz social, sobre lo que hay suficiente consenso. Pero aquellas soluciones nunca llegaron.
Los últimos estudios realizados sobre este campo hicieron bien en privilegiar la línea cognitiva y revisar la literatura publicada. En ésta sobresalen conocidas tesis sobre la naturaleza de nuestra peculiar violencia, tesis a veces mal tomadas como "paradigmas", que no lo son porque éste es un concepto relacionado más con la coherencia de epistemes e interpretaciones de modelos en entornos naturales y culturales concretos. Ello no quiere decir que despachemos las visiones de conjunto de los fenómenos de la violencia, porque existen en verdad parámetros, patrones y contextos discemibles de aquellos eventos, que llegan determinados por nuestra realidad específica: la de los trópicos y subtrópicos con sus gentes y culturas, medios y recursos que son solo nuestros y que han obtenido su significación entre nosotros desde que el mundo es mundo.
Entre las tesis, hipótesis y constructos verosímiles disponibles sobre la violencia colombiana se encuentran la del "agrietamiento estructural" que presenté en el último capítulo de la publicación de 1962, que en parte recogen González, Bolívar y Vásquez; la de las "reivindicaciones regionales", como contraviolencia ante poderes nacionales o externos que no las reconocen; la de "causas objetivas" o "estructurales", como la pobreza y explotación generalizadas y la riqueza sin conciencia social que llevan a guerras justas; la de "factores subjetivos" relacionados con la ideología y la elección racional o revolucionaria de actores armados, como las guerrillas; la de las "frustración de expectativas", como la de los campesinos y colonos marginales; la de las "crisis total o parcial del Estado", o del Estado débil, y la falta de legitimidad en el monopolio de la fuerza; la del progresivo "carácter multidimensional" de la "espiral de la violencia"; la de la existencia de una "cultura y de una genética de la violencia", aplicable según regiones; la del "desfase" entre la dirección político-ideológica y la conducción militar popular; la de la "inexistencia de espacios públicos o institucionales de resolución de conflictos"; la de la "crisis moral" y la "ruptura generacional", por impacto de fuerzas extrañas que llevan a una "violencia patológica" con mafias, genocidios y sicarios; la de la "relación entre la expansión capitalista y el conflicto armado", con el consiguiente armamentismo y los ejércitos como interés creado; etcétera, etcétera.
¿Qué inferencia podría hacer un observador sobre la situación descrita y sus interpretaciones? No necesita ninguna teoría compleja o gran abstracción intelectual para concluir que somos una sociedad que ha perdido el rumbo, agrietada en sus estructuras e instituciones. Del Macondo tranquilo y dinámico en sus sutilezas y magias surrealistas queda poco, así ese mito hubiera reflejado, en su momento, la cerrada estructura gamonalesca local que tiende a persistir. Era de esperarse por el paso del tiempo.
Lo que no esperábamos es que la era postmacondiana del Frente Nacional se hubiera convertido, por arte y parte de nuestros dirigentes, en un infierno vivo, en un mundo descompuesto y harapiento. Los culpables de la clase política tradicional siguieron en el poder sin merecerlo, mientras se asesinaba impunemente a dirigentes nuevos que prometían recuperar la dignidad nacional y la práctica libertaria, impulsando el genocidio repetido del pueblo y la matanza a discreción.
Ahora, con el Gobierno actual y su progresivo desmonte de la Constitución Política, estamos repitiendo la dosis de manipulación mediática, persecución, autoritarismo y mesianismo que creíamos superados desde el nefasto Gobierno fascistoide/corporativista de Laureano Gómez y la "dictablanda" de Turbay Ayala y Camacho Leyva.
Los ciclos de violencia y terror se han venido repitiendo así con autores y actores redivivos que apenas cambian de nombre o apelación, pero que siguen haciendo los mismos crímenes, de caso los comienzos del siglo XX cuando dispusieron la represión a muerte de los revolucionarios socialistas. Sucesivas generaciones de matones, "pájaros", "chulavitas", "cóndores" y Convivires, másautodefensasparamilitaresynarcotr aficantes, hicieron de las suyas con la culpable protección encubierta del Estado.
La oligarquía responsable de estos repetidos crímenes de lesa patria podía frotarse las manos de satisfacción ante este asedio represor, continuado por decenios. Pero eso no por tiempo indefinido. Porque lo extraño y admirable de estos años fatales de Gobiernos oligárquicos sin entrañas es que la población mayoritaria colombiana lo haya soportado respondiendo y alcanzando algunas importantes victorias. El desastre nacional habría sido mayor si los del pueblo del común, los trabajadores incansables y productivos, no hubieran actuado en defensa propia y logrado revivir, con realista olfato práctico, el acumulado que recibieron de los heroicos socialistas de los años veinte y la heredad transmitida por los grupos fundantes antiguos y aún presentes, todos con su extraordinaria capacidad de aguante y de protesta inteligente y justa contra los grupos dominantes.
El cuadro general que hoy puede dibujarse muestra la conformación de un ethos de resistencia, con parámetros de rebusque y de protesta civil que han desplazado a las anteriores cosmovisiones ligadas a la sacralidad pasiva y a la señorial estructura de castas que provienen de la época colonial y de la Primera República y que sirvieron para perpetuar tan odiosa dominación. Semejante desarrollo ha producido grandes cambios estructurales, pero también retrocesos y rupturas: hoy se cuentan por millones los desplazados de sus tierras y hay otro tanto de migrantes en el exterior con un increíble escape de capitales. Y hubo intentonas secesionistas en regiones apartadas como Tumaco, Jurado y Arauca. Sólo los más aguantadores y rebeldes, o los más idealistas y patrióticos, nos hemos quedado en el "bello país colombiano", sobrellevando el lastre criminal de la oligarquía bipartidista y combatiéndola en diversos frentes con resultados aún inconclusos.
El ethos de la resistencia, tan firmemente asentado sobre los antiguos fundamentos etnoculturales, puede hacemos repensar en nuestra resurrección. Pero para llegar con confianza a estas metas valoradas, debemos hacemos la juiciosa pregunta a que invita nuestro genetista de cabecera, Emilio Yunis, en su libro ¿Por qué somos así? El basa su respuesta en la diversidad de nuestro mosaico cultural, geográfico y social, para caracterizar al colombiano como resultado de una "endogamia cultural" de origen regional que nos hace inseguros y pendencieros. No obstante, para Yunis la unidad nacional y la diversidad regional siguen siendo compatibles. Nuestros genes no la impiden. Y la violencia tampoco se transmite por los genes sino por la cultura y la comunicación social. Se ha transmitido, desgraciadamente, de arriba abajo, desde diversas entidades, desde las mansiones y los palacios, desde la Atenas Suramericana.
Y así volvemos al principio. Con tales características políticas, culturales y genéticas es dable encontrar en Colombia fórmulas de reconstrucción social y de reparación del tejido social afectado por la violencia, como se ha hecho en otros países. Es posible todavía concebir una patria común viable, e incluso la sola patria extensa con nuestros vecinos que querían los Libertadores, y confiar en una mejor suerte para todos. Así podremos responder mejor a los embates que diariamente recibimos y sufrimos de países avanzados, de empresas multinacionales abusivas y de doctrinas perjudiciales para las mayorías trabajadoras, como las delneoliberalismo que de manera increíble, aunque disimuladas por vergüenza, siguen campantes todavía entre nosotros por voluntad de clase consular.
Hay pronunciamientos pertinentes y fórmulas viables como la de las Comisiones de la Verdad. Pero hay aspectos más generales, Observo, para empezar, una particularidad interesante en aquellas hipótesis que antes resumí. Con algunas excepciones notables (las de Pécaut, Deas y Oquist) las interpretaciones ofrecidas pueden reconocerse como endógenas. Por supuesto, hay rasgos de Marx y de escuelas alemanas y francesas de pensamiento social crítico, pro pasan por un saludable tamiz local, lo que es positivo para la eventual articulación activa de una cosmovisión propia ya hacia un ethos raizal de mejor textura. La formación o fomento de esta cosmovisión, que estaría ya cercana a un paradigma alterno, abierto y práctico sobre la sociedad colombiana del futuro, es absolutamente necesaria, en mi opinión, para orientar e impulsar bien la etapa práctica que nos saque del infierno de la descomposición estructural y del deterioro personal a que nos ha llevado el bipartidismo oligárquico, el del Partido Único Hermafrodita que bien describió Alfredo Iriarte.
Mis compatriotas sabe que desde el comienzo de mi desempeño como catedrático, escritor y activista político he venido proclamando la necesidad de conjugar el pensamiento con la práctica en el terreno, para infundir a la acción el germen fecundante de la teoría político-social, que siempre ha de ir y venir entre la reflexión personal y la agitación popular. Es en este doble contexto en donde me he venido encontrando con la metodología de la Investigación-Acción Participativa, conocida más como IAP, y que se aplica desde hace ya algún tiempo de manera convincente en muchos países. Las experiencias sociales y políticas en las que he tomado parte, siempre en busca de mayores niveles de inclusión en una sociedad mejor, me han llevado a respetar y valorar cada vez más los estamentos fundantes de nuestra sociedad tropical, que en otros textos he llamado "pueblos o grupos originarios"1.
Se trata de aquellos pueblos de la vieja estirpe precolombina, como los indígenas y los negros cimarrones, a los que se añadieron después los campesinos payeses y artesanos antiseñoriales provenientes de Hispania, y los colonos de la frontera agrícola. De su sabiduría contextual/ experiencial y de la defensa autonómica de us sociedades he confirmado que un socialismo propio o autóctono es posible aquí y en toda América Latina, como nos lo enseñaron antes Mariátegui y Arguedas, y entre nosotros Joaquín Pablo Posada, Francisco de Heredia, María Cano, Jorge Zalamea Borda, Antonio García Nossa y Gerardo Molina; un socialismo distinto del humanismo renacentista y superior al socialismo europeo que hemos visto fracasar. Que no es copia de otros sistemas análogos del mundo y que nos aleja de la politiquería sangrienta y manipuladora. En cambio, de aquellos grupos originarios fincados en nuestro medio tropical se destila un ethos no violento que es el que podemos recuperar, revivir y transmitir ahora, un ethos no violento que subyace en la informalidad de sus comunidades libertarias, díscolas o anarquistas y que no impidió establecerse y organizarse aislada y democráticamente, a su manera, ajenos a códigos europeos sobre el "contrato social" deformados por caudillos y gamonales locales y nacionales.
Estas saludables posibilidades prácticas de origen propio, quizás ya maduradas y mejor ordenadas y vinculadas en el todo nacional, han sido examinadas de manera suficiente por muchos colegas. Sobresalen las propuestas sobre política general de Estado y la prioridad debida a las zonas marginales campesinas, indígenas y negras que reviven la necesidad de las reformas estructurales allí y en viejo país ocupado aún por latifundios, reforzados y ampliados por narcotraficantes y paramilitares. Sólo deseo a mis jóvenes colegas una mejor suerte en la recepción de us ideas por parte de la dmgencia colombiana, que la que nos correspondió a monseñor Germán Guzmán Campos, a Eduardo Umaña Luna y a mí cuando nos atrevimos a publicar, sin tapujos, aquella incómoda e inesperada Monografía No. 17 de la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional.
Ella nació de una charla mía informal con el padre Camilo Torres Restrepo, sobre la importancia de ir a mirar los archivos que monseñor Guzmán guardaba en su despacho parroquial de El Líbano (Tolima). Allá nos fuimos, manos a la obra. Se trataba de los documentos en que había quedado recogido el trabajo de la Comisión Investigadora Nacional de las Causas de la Violencia, creada por el decreto del presidente Alberto Lleras, a los que estaba faltando el indispensable complemento de un análisis y una evaluación. Esta tarea se hizo en las facilidades de la Facultad con monseñor Guzmán defendido con licencia eclesiástica, permiso gubernamental y aporte privado institucional.
Pero la publicación de los resultados, que incluyó la importante contribución sociojurídica de Umaña Luna, constituyó una de nuestras más grandes frustraciones. Esperamos demasiado de lo que sería el libro a los ojos del país. Todo lo contrario. A los autores se nos insultó en forma soez durante meses continuos en el Senado de la República. Algunos nos amenazaron de muerte y otros hicieron todo lo que estaba en sus manos para desacreditar, sepultar y acallar la edición. Monseñor Guzmán hubo de colgar los hábitos y murió en el exilio; pero nos dejó el impresionante catálogo de recomendaciones al final del segundo tomo, que sería saludable volver a considerar. Umaña Luna fue desplazado poco a poco de sus posiciones oficiales y universitarias; pero escribió para el segundo tomo sus impresiones sobre códigos raizales de conducta cívica y política, y sobre otros asuntos importantes que los legisladores deberían estudiar. A mí me correspondió en el segundo tomo la "Introducción" que detalla la feroz reacción con la que fue recibida nuestra bien intencionada contribución a la paz. Hay que volver a mirar las espantosas fotografías del primer tomo: no sirvieron para disuadir a los criminales actuales o en potencia, porque las vimos repetidas en formas y con técnicas más evolucionadas, las motosierras por ejemplo, excelentes para un museo imaginario del horror en la historia de Colombia.
Hubiéramos esperado una superior dosis de inteligencia y patriotismo en los dirigentes, más compasióny comprensión enlas Iglesias, una mayor generosidad en los poderosos. Por un corto periodo tuve estas expectativas que pudieron convertirse en cooptación. Pero la desilusión resultante me ha llevado a cifrar aquellas esperanzas en la juventud y en una nueva izquierda democrática realmente comprometida con las transformaciones radicales que necesitamos y que no se asuste con el futuro ni se detenga en medias tintas. Allí estoy y supongo que allí "me quedaré" hasta cuando el cuerpo aguante.
Finalmente, espero que esta edición de Taurus reviva la esperanza del cambio profundo para nuestro país. Hay síntomas positivos en los nuevos movimientos, partidos y frentes sociales y políticos que luchan contra la oligarquía explotadora, el belicismo, las dictaduras y el personalismo, por el estado social de derecho que prescribe la Constitución de 1991 hoy atacada por mandatarios y viejos caudillos que están traicionando la formal tradición civilista del país, los mismos que, como aprendices de brujos, iniciaron e impulsaron la violencia buscando afirmarse en el poder.
Hace medio siglo le echaron candela al monte y hoy no la pueden apagar porque el conflicto que en primera instancia se azuzó como cosa de partido prendió un anhelo de reformas elementales, como la agraria y la territorial, sin las que ya no es posible conseguir la adhesión sincera del campesinado con el orden económico-social. Aún así, todavía echan combustible a la guerra ahora rebautizada como "terrorismo", olvidando cincuenta años de sentirla y de llorar a un millón de muertos. El observador puede entonces preguntarse: ¿será ahora otra vez la repetición de los fatales ciclos de violencia del pasado? Ojalá que no. ¿Podremos ver restaurados con seriedad en nuestro léxico común y en la conducta cotidiana valores esenciales como la honestidad, la sinceridad y la integridad? Ojalá que sí.
A los amantes de la paz social se nos ha ocurrido contestar, entre otros medios y por reafirmar lo cognitivo, con la figura relativamente novedosa del "caudillo anticaudillo", la que exalté en mi Historia doble de la Costa con el presidente Juan José Nieto, porque éste es el tipo de dirigente constructivo y humano que manda obedeciendo el querer de las mayorías víctimas de sistemas dominantes. ¡Suficiente con los caudillos de la laya que todavía tenemos!
Apelar, pues, a los valores originales formativos mencionados y lanzarlos hacia el presente y el futuro como izquierda democrática con pegante socialista, me parece que va en la dirección correcta, para alimentar, con toda credibilidad, el altruismo u la inclusión, las redes de solidaridad humana, la cooperación vital y la creatividad de antaño. Hay que enorgullecerse por este positivo capital histórico y natural de base del que todavía disponemos pero tenemos que volver a civilizamos y desarrollar otra mentalidad y otra actitud ante la vida, con una cosmovisión a tono con necesidades éticas actuales de reconstrucción, justicia y convivencia.
Por eso, en últimas evoco la memoria de los ancestros y sus deidades anfibias, fiesteras y pacíficas. A ellas, y ante todo a ellas, podemos ahora entregamos, si queremos llegar a la nueva era de progreso y de paz y a la nueva sociedad. Ya ésta no parece ser la Nueva Jerusalén en su ensangrentado recinto, como algunos cristianos todavía quieren, ni ninguna mala copia de la vieja Europa sodaldemócrata o del Norte fanático y ensimismado, porque las guerras contemporáneas, todas exógenas, no nos corresponden, -el mar de las eternas guerras punitivas todavía irresolutas-, que ese Dios, ya desarmado, se asesore de nuestros sencillos y accesibles mohanes, los del toque amigo y el abrazo fraterno, para que vuelvan a cantar con alegría y libertad los mochuelos de los Montes de María.
Creo que el nuevo ethos humanista y no violento del socialismo autóctono, que es el paradigma de la apertura, la participación, la tolerancia y la paz, podría resolver por fin nuestro conflicto de medio siglo, y abrir un futuro satisfactorio para las próximas generaciones de colombianos. No veo otro camino cierto y recto. Quieran el Santo Huevo, el Changó, Xué y Ninha-Thi seguimos protegiendo desde sus panteones de manglares y de páramos.
La "Generación de la violencia" a la que tuve el infortunio y también el privilegio del reto de pertenecer -en formidable compañía, quiero reconocerlo- está a punto de desaparecer. Con todo respeto asumo su vocería para declarar que no queremos dejar nuestro legado tal como queda, tan incompleto, a la siguiente generación de colombianos. Recuérdennos como una antiélite luchadora que trató de estar a la altura histórica. El proceso de cambios aquí propuesto viene en parte de lo que intentamos, pero requiere una mayor persistencia. Requiere una reconstrucción y u renacer plenos: el Kaziyadu de los Huitotos, y sobre todo una más clara decisión y empuje para desalojar del poder a los responsables de la violencia, a los reanimadores de la guerra, a los genuflexos adoradores de los imperios que nos atrofian.
Por eso, con el inolvidable dirigente de la antiélite creadora, Camilo Torres, miembro eximio de mi generación, hay que recordar que "la lucha es larga: comencemos ya"2.
Bogotá, enero de 2005
1 La idea de "pueblos o grupos originarios" con valores esenciales enraizados en nuestro contexto tropical parte de la Premisa 3 de la Introducción a mi libro Ante la crisis del país, publicado por Ancora y Panamericana en mayo de 2003. Fue elaborada sucesivamente así: en el libro Por qué el socialismo ahora, publicado por la Fundación Nueva República en agosto siguiente, con la colaboración de Jorge Gantiva y Ricardo Sánchez; en el ciclo del Centro de Estudios Sociales de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional, con la conferencia "Posibilidad y necesidad de un socialismo autóctono en Colombia" (septiembre de 2003); y como material formativo para la Escuela de Cuadros del Frente Social y Político, "Cómo elaborar un cemento ideológico para Alternativa Democrática" (enero de 2004). Cf. Luis E. Mora Osejo y O. Fals Borda, La superación del eurocentrismo, Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, Bogotá, 2003.
2 Agradezco al valiosa colaboración y crítica de borradores de este prólogo recibidas de mis respetados y queridos colegas Carlos Gaviria Díaz, Miguel Eduardo Cárdenas, Carlos Jiménez Gómez, David Sánchez Juliao y Jorge Gantiva Silva, en cuyas ejecutorias sigo esperanzado como adalides de una nueva filosofía y pedagogía políticas que necesitamos en nuestro país para reconstruir la sociedad y dignificar el Estado.