Reseña
ENTORNOS, Vol. 29, No. 1, Junio 2016
La Universidad de la Ignorancia
Renán Vega Cantor, La universidad de la ignorancia. Capitalismo académico y mercantilización de la educación superior, Ediciones Ocean Sur, 2015, 546 páginas.
Introducción
“El conocimiento en su versión actual de ‘mercancía ficticia’ constituye un elemento clave para entender las nuevas fuentes de acumulación del capitalismo. Es en este terreno donde la universidad está desempeñando un rol específico como institución facilitadora de estos procesos de mercantilización y valorización del conocimiento. Y lo está a través de múltiples y diversas vías: la venta de patentes, la transferencia de resultados de investigaciones a empresas privadas, la comercialización de tecnologías, la creación y empresas de base tecnológica, la creciente integración en parques tecnológicos, etc.”.
Joseba Fernández et al., “De la nueva miseria en el medio universitario”, en Joseba Fernández González, Miguel Urbán Crespo y Carlos Sevilla Alonso (Coordinadores), De la nueva miseria. La universidad en crisis y la nueva rebelión estudiantil, Editorial Akal, Madrid, 2013. p. 31.
I
Cuando finalizaba la Segunda Guerra Mundial, el pensador húngaro Karl Polanyi publicó La Gran Transformación, una obra en la que estudia el proceso de imposición de la lógica mercantil propia del capitalismo en diversos lugares del mundo, donde señala sus contradicciones e indica que las grandes catástrofes de la primera mitad del siglo XX (las dos guerras mundiales y la gran depresión de la década de 1930) mostraron los límites reales de la utopía reaccionaria de implantar un mercado autorregulado. En términos de doctrina económica, el liberalismo era la ideología que justificaba la expansión mercantil, a nombre del Homo economicus y su individualismo acendrado, que hablaba de un mercado perfecto que se expandía y regulaba sin control alguno –salvo el de la sibilina “mano invisible”– para solucionar todos los problemas de la economía. En ese análisis sobresale la recuperación de la categoría de mercancía, que había sido notablemente desarrollada por Karl Marx –aunque Polanyi no reconozca que su obra está influida por el autor alemán- para entender el funcionamiento del capitalismo. En concreto, Polanyi acuña la noción de “mercancías ficticias” con referencia a que el capitalismo convierte en mercancías cosas que jamás habían sido producidas para su venta, como el trabajo (mejor sería decir la fuerza de trabajo), el dinero y la tierra. Esta noción de “mercancía ficticia” es muy discutible, puesto que todas las mercancías serían ficticias, porque tienen un origen social, aunque la visión fetichista las haga ver –como sucede especialmente con el dinero– como si fueran un producto natural y eterno que siempre ha acompañado la existencia humana. Al margen de esta crítica, Polanyi quería mostrar la manera cómo la conversión de la tierra, el dinero y el trabajo en mercancías destruye aquellas formas sociales y culturales que se rigen por una lógica no mercantil. Dicho en sus propias palabras:
La catástrofe que sufre la comunidad indígena es una consecuencia directa del desmembramiento rápido y violento de sus instituciones fundamentales […] Dichas instituciones se ven dislocadas por la imposición de la economía de mercado a una comunidad organizada de forma completamente distinta: el trabajo y la tierra se convierten en mercancías, […] lo que es una forma abreviada para expresar la aniquilación de todas y cada una de las instituciones culturales de una sociedad orgánica1.
Polanyi señalaba que la ficción de ese mercado libre y regulado, que se intentó imponer desde el siglo XIX por parte del liberalismo económico, se liquidó con el resultado de la Segunda Guerra Mundial y era poco probable que en el futuro se fuera a repetir algo parecido, porque consideraba que “la idea de un mercado que se regula a sí mismo era una idea puramente utópica” y por ello ”una institución como esta no podía existir de forma duradera sin aniquilar la sustancia humana y la naturaleza de la sociedad, sin destruir al hombre y sin transformar su ecosistema en un desierto”. En consecuencia, Polanyi sostenía que “de las ruinas del viejo mundo se puede contemplar la emergencia de las piedras angulares del nuevo: la colaboración económica entre los Estados y la libertad de organizar a voluntad la vida nacional”2.
Los acontecimientos de los siguientes cuarenta años parecieron darle la razón al pensador húngaro, porque se implantó un modelo de capitalismo regulado, con un fuerte intervencionismo estatal y con la consolidación de una “economía pública” en la que no primaba la razón mercantil. Aunque ese proceso fuera diferente en los diversos contextos, porque solamente en una parte de Europa se generó el Estado de Bienestar en el sentido estricto de la palabra, en otros lugares se intentó replicar ese modelo de estado intervencionista y de crear instituciones públicas que disciplinaran a las “incontrolables” fuerzas del mercado.
Sin embargo, los hechos posteriores a la crisis de 1973 con la emergencia de un liberalismo más radical que el manchesteriano produjeron una segunda gran transformación que Polanyi nunca imaginó y que, dada la magnitud alcanzada, supera con creces lo acontecido entre 1830 y 1945. En efecto, el neoliberalismo como la lógica dominante del capitalismo realmente existente se caracteriza por la mercantilización de todo lo que existe. Vivimos y soportamos otra gran transformación que ha impuesto, a sangre y fuego, los postulados del (neo) liberalismo económico y su dogma de un mercado que supuestamente se autorregula y actúa de manera “racional” para maximizar las necesidades de los consumidores y satisfacer las demandas de los individuos. Esta doctrina es apologista de la mercancía a la que considera como un producto natural y la razón de ser de la existencia humana.
No sorprende que, al mismo tiempo que se expandió por el mundo el capitalismo y junto con él el neoliberalismo, se haya generalizado la mercancía y el fetichismo que la acompaña. Lo que se encuentra a nuestro alrededor se convierte en mercancía, como si los objetos fueran poseídos por una fuerza diabólica y misteriosa que los convierte en valores de cambio que obliga a los seres humanos a comprarlos y consumirlos: a los bienes comunes de tipo natural (agua, biodiversidad, bosques, mares, playas, paramos, selvas…) se les transforma en mercancías que se compran y se venden, como se demuestra con el comercio de animales, plantas, genes y semillas; el cuerpo humano se convirtió en un artefacto mercantil cual si fuera un engranaje mecánico, al que se le quitan, reparan y remplazan “piezas” cambio de dinero, en una nueva forma de esclavitud que le rinde culto a un modelo de ser humano, que busca la “perfección absoluta”; el deporte es una de las máximas expresiones del reino de lo mercantil, puesto que, así es en el futbol, se cotizan en millones de dólares las piernas masculinas, y sus imágenes son trofeos de éxito en los supermercados y en los centros comerciales; los bienes que antes eran públicos (salud, educación, recreación, cultura, infraestructura…) y eran ofrecidos por los Estados, ahora representan grandes negocios que enriquecen a los viejos y nuevos capitalistas, por ejemplo en los territorios de la antigua URSS; los artefactos tecnológicos, entre los que sobresalen los de la industria microelectrónica, ya no buscan satisfacer la sed de conocimiento desinteresado sino que solo se producen para generar fabulosas ganancias a las grandes multinacionales del sector informático… Tras ese lustroso mundo de las mercancías se esconde una pavorosa explotación de los trabajadores, porque sin ellos no habría producción mercantil, y esto representa algo así como el inframundo, oculto, sucio y miserable del que nunca se habla, porque sólo se exhiben las “impolutas” mercancías en las vitrinas del bazar planetario, dando la impresión de salir de la nada, que no tuvieran historia, ni fueran producidas por seres humanos de carne y hueso. Como si los deslumbrantes aparatos microelectrónicos (celular, phone!, BlackBerry, Smartphone, tabletas…) que cautivan en forma fetichista a los consumidores de todas las edades, clases, étnicas, nacionalidades y géneros, no hubieran sido producidos por trabajadores chinos que se envenenan, contaminan y suicidan en las fábricas de la muerte de ese país; o las materias primas no fueran extraídas por los trabajadores de las minas de coltán en el Congo, que son asesinados por los ejércitos armados de las multinacionales para asegurar que funcionen los celulares.
II
La expansión del capitalismo y del reino de la mercancía que lo acompaña no se detiene y por eso también han llegado a la educación en general y a la universidad en particular. Por esta razón, un análisis serio y riguroso de las transformaciones de la universidad no puede hacerse al margen de las modificaciones del capitalismo ni de la implantación de la lógica mercantil. Si no se hace así, difícilmente puede entenderse lo que sucede hoy en el mundo universitario, puesto que éste no se comprende en sí mismo. Debe recordarse que la universidad está ligada en forma directa al capitalismo, bien como “aparato ideológico de Estado”, bien como un dispositivo que garantiza la reproducción social del capital, bien como productor de fuerza de trabajo calificada para el mercado capitalista o como formadora de “cuadros” de las clases dominantes.
Esto libro se ocupa de estudiar la producción, consumo y adoración de un tipo específico de mercancía: “la educación”, que se vende en diversos empaques y envolturas, como se ofrece cualquier mercancía de uso corriente, llámense salchichas, papas fritas, automóviles, detergentes… En efecto, la educación que se transforma en una mercancía se materializa en la venta de títulos universitarios, de cursos, de textos, de programas informáticos, de capacitación a distancia, de módulos… Es una mercancía singular, que se produce en esa “fábrica del conocimiento” que es la universidad, flexible y subordinada al mandato de los mercados y de los bancos, es decir, a diversas fracciones del capital.
El estudio de la transformación de la universidad pública en una entidad mercantil requiere de diversas tendencias del análisis social, y entre ellas hemos privilegiado la utilización de la crítica de la economía política, porque nos suministra las categorías indispensables para comprender las metamorfosis de la educación universitaria. En este libro se presenta un análisis general para desentrañar cómo opera el modelo de la universidad mercantil. Por esta razón, este no es un estudio de caso, por ejemplo de la universidad colombiana, sino que pretende ir más allá de las descripciones reducidas y parciales que se enfocan en lo que sucede en un país determinado, porque las evidencias empíricas que hemos consultado, nos muestran que estamos asistiendo a la consolidación de un modelo de universidad, que se replica como un clon en el capitalismo del centro y de la periferia, por la sencilla razón que la lógica dominante del capital se rige por los mismos principios de convertir el saber en una fuente de valorización del capital. Para eso, el capitalismo impulsa las recetas neoliberales en la educación, de la misma manera que lo ha hecho con los Planes de Ajuste Estructural, para el conjunto de la economía, y a la cabeza de las cuales se encuentra el Banco Mundial e instancias similares, como la Unesco, cuyo objetivo principal es reducir la educación superior a un mercado, en donde impera la competencia, la maximización del lucro, la proletarización docente y, en general, el sentido común neoliberal.
III
Para consolidar la universidad mercantil se han requerido de una serie de cambios, que involucran aspectos muy diversos, tal y como se estudian en los nueve capítulos de este libro. El punto de partida, en el primer capítulo, se centra en el análisis de la mercancía en general y en particular de la mercancía educativa, para determinar las razones e intereses que explican cómo y por qué la educación paso de ser un bien común y público a convertirse en un bien mercantil. En este mismo capítulo, y contra las mentiras dominantes, se examina el carácter de la universidad como fuerza productivadestructiva y la privatización del conocimiento.
En el segundo capítulo se hace un seguimiento de la nueva división internacional del trabajo educativo, para señalar que aunque la consolidación de la universidad mercantil no respeta fronteras, etnias, ni religiones, si hay diferencias entre dos formas predominantes de universidad, que son complementarias: la universidad empresarial de élite, que tiene sus sedes principales en los países capitalistas centrales, junto con un remedo de la misma que se copia en los países periféricos e instruye a las clases dominantes locales; y la universidad de maquila, predominante en la periferia, como Colombia, que capacita fuerza de trabajo en concordancia con una economía especializada en producir materias primas y en ser la sede de las maquilas ensambladoras de las multinacionales.
En el tercer capítulo se desmitifican los sofismas de la “sociedad de la información” y/o “sociedad del conocimiento”, las muletillas terminológicas –completamente superficiales y vacías– que se emplean para justificar (y no para explicar) los cambios en la educación superior. Se entabla una discusión con la literatura dominante en este terreno, con la finalidad de demostrar la sintonía existente entre el “capitalismo flexible” y desregulado con el proyecto educativo que éste requiere, y para lo cual cuenta con ideólogos y académicos que hablan de la formación de una nueva sociedad –que tendría muy poco que ver con la vieja sociedad industrial y capitalista, supuestamente ya desaparecida– en la que predominaría la producción, circulación y consumo de información y donde los servicios habrían reemplazado a la agricultura y a la industria. Información se hace pasar como sinónimo de conocimiento, y a partir de esa confusión, consciente y premeditada, se pretende que la mercancía fundamental que vende la universidad de nuestro tiempo sea precisamente la información. De ahí el culto que se despliega entre los teóricos de la información a los artefactos microelectrónicos como la panacea milagrosa que va a solucionar los problemas de la educación y va a irradiar saber, como maná caído del cielo, a través del flujo de electrones del mundo virtual que circula a través de internet y de las mal llamadas “redes sociales”.
El capítulo cuarto dilucida con algún detalle lo propio de la universidad mercantil, rastreando sus orígenes en los Estados Unidos. Se resalta la fusión, dominada por la lógica capitalista, entre universidad y empresas, con la finalidad de que la primera sea una simple caja de resonancia de los intereses de estas últimas, para que, como dice la retórica en boga, los conocimientos sean inmediatamente útiles y generan rentabilidad al mercado. También se muestra cómo la universidad mercantil es una institución en la que se proclama una educación de clase, claramente segmentada, porque se anuncia que unos sectores sociales deben dedicarse al trabajo (alienado), la mayoría, y una exigua minoría debe cualificarse para dirigir la sociedad y la economía. La formación para el trabajo alienado es una exigencia del capitalismo flexible de nuestros días, y a ello tiene que adecuarse la universidad, que prepara a los individuos para que sean dóciles y obedientes, y estén capacitados para responder a las competencias que pide el mercado. Por eso, es necesario que la universidad los prepare en poco tiempo y los adiestre en las competencias que les permitan ser trabajadores flexibles, polivalentes y desprovistos de cualquier atisbo de formación crítica.
El capítulo quinto incursiona en el terreno de la nueva lógica discursiva que acompaña a la universidad mercantil, es decir, la imposición de una jerga de tipo corporativo en la educación. Esta retórica tiene cuatro influencias principales: la jerga neoclásica (neoliberal); el vocabulario gerencial; el lenguaje pretendidamente pedagógico; y la basofia de la superación personal. Estas múltiples influencias terminológicas no funcionan por separado, sino que están íntimamente relacionadas, para originar una nueva lengua de la educación en la universidad, que soportamos a diario, cuando se habla de competencias, eficiencia, productividad, excelencia, educación a lo largo de la vida, aprender a aprender, coaching…, que han originado un nuevo sentido común en el ámbito universitario.
El sexto capítulo se ocupa de desentrañar el papel que desempeña la evaluación, como instrumento central para mercantilizar la educación. Cuando se habla de evaluación se alude a los mecanismos de control y fiscalización que se imponen en el seno de las universidades y que afectan a todos los estamentos. Para clarificar su sentido se hace un recorrido histórico del origen poco grandioso de la evaluación educativa, que nos conduce al terreno del determinismo biológico y del racismo, en los cuales se siguen sustentando las evaluaciones que se les imponen a los estudiantes y se han convertido en una práctica universal, como las Pruebas PISA. La evaluación involucra a universidades, profesores, estudiantes, personal administrativo, con el prurito de medir en forma cuantitativa, el rendimiento y la productividad de las universidades. El resultado es perverso, porque se ha impuesto una simulación generalizada y una corrupción interna para alcanzar los estándares cuantitativos que se exigen, para que una institución sea reconocida como de gran nivel y se sitúe en los primeros lugares del ranking educativo nacional y mundial. Algo parecido acontece con los profesores e investigadores a los cuales se les exige productividad, medida en artículos en revistas indexadas, con lo que se produce una explosión de publicaciones, la mayor parte de las cuales nadie lee y no tienen mucha utilidad para el trabajo académico y docente, pero que si generan una diferenciación interna en el seno del profesorado.
El séptimo capítulo habla de las múltiples mascaras de la mercantilización educativa, con el fin de abordar los disfraces que se usan para camuflar y hacer más presentable la venta de mercancías y la obtención de ganancias. En su orden, se pasa revista a cuatro máscaras: la de la reforma y la modernización, la privatizadora, la investigativa y la tecnológica. El término reforma en otro tiempo evocaba avances y superación de lo existente hacia algo un poco mejor, pero ahora es un eufemismo, una mentira, para justificar la privatización, el aumento de matrículas, el cobro de los servicios que ofrece la universidad, la diferenciación entre pregrados y posgrados, la subordinación de las universidades a las empresas, y un largo etcétera. La privatización, uno de los objetivos supremos de la mercantilización, a su vez se oculta con otros disfraces, y por eso se habla de la privatización abierta, para referirse a la conversión de los activos públicos en capital privado de una manera directa y brutal (que es la práctica menos utilizada en la universidad, por las resistencias que eso genera entre estudiantes y, en menor medida, profesores) y de la privatización dulce, que se hace en forma gradual y efectiva. La máscara investigativa se muestra con un halito grandioso de sapiencia y beneficio social. Con la palabra investigación se venden mercancías de muy diversa procedencia, a partir del discutible criterio de productividad, que es prototípico del capitalismo académico, en el cual los investigadores, so pretexto de ser funcionales al mercado y a las empresas, se pliegan a lo que las corporaciones necesitan, con lo cual también se segmenta el mundo de los investigadores. Y la máscara tecnológica hace alusión al despliegue de la parafernalia de aparatos de las multinacionales de la informática y de la microelectrónica para apoderarse del apetecido nicho mercantil de la educación superior, formado por millones de potenciales consumidores en el planeta. Esta máscara tecnológica se ofrece también bajo el disfraz de la reforma, y por eso no sorprende que Bill Gates, Steve Jobs, Nicholas Negroponte, Manuel Castells, Peter Drucker, entre otros, sean al mismo tiempo predicadores de una inédita era tecnológica y de nuevas libertades que necesitan materializarse en la educación, y para ello se exige una rápida y efectiva (contra)reforma educativa y pedagógica que acabe de expropiar a los profesores de sus saberes, para que ahora queden en manos de los tecnócratas que manejan las NTI., con las que se nos anuncian la entrada a un edén de dicha y prosperidad en el que desaparecerá la ignorancia, por obra y gracia de la acción redentora de los fetiches técnicos.
En el octavo capítulo se viaja por el inframundo de la universidad mercantil, del que casi nadie habla, como si no existiese, al de la flexibilización docente y de explotación intensiva del proletariado cognitivo. Se repasan las principales transformaciones experimentadas por los trabajadores en general, para enfatizar que éstos no han desaparecido ni ha sido eliminado el trabajo asalariado –más bien se ha hecho mundial– y que inéditas formas de explotación se mezclan y confunden con las clásicas, en una nueva polisemia laboral, en la que predomina la precarización, el despojo y la indignidad. Estos mismos padecimientos los soportan los trabajadores docentes, quienes viven una doble proletarización: técnica e ideológica, que cada vez los acerca más, en términos objetivos, a los proletarios de otros sectores de la economía capitalista.
En el noveno capítulo se reconstruyen algunas de las luchas que los estudiantes han librado contra la mercantilización en la universidad, concretamente en Chile, Colombia, Canadá, México y Puerto Rico. En esos países, los estudiantes pobres experimentan problemas similares como resultado de la privatización y mercaderizacion educativa, que los han llevado a enfrentar el modelo neoliberal y a proponer otro tipo de educación, que recupere la importancia del valor de uso, de la solidaridad, la igualdad y la fraternidad, como forma de enfrentar la instrucción de clase, competitiva e individualista, que se ha impuesto en la Universidad.
IV
La universidad mercantil no es otra cosa que la universidad de la ignorancia, como se titula este libro, un apelativo que, a primera vista puede resultar fuerte e inadecuado para caracterizar a esa institución, pero que visto con detalle describe de maravillas la catástrofe educativa que padecemos todos aquellos que nos movemos en la órbita de la universidad. Si el asunto se mira desde esta óptica y no desde las nociones burocráticas y vacías –como “sociedad de la información” o “sociedad del conocimiento” – podemos entender por qué hoy las universidades se han convertido en “fábricas de diplomas”, incluidos los digitales que vende la universidad a distancia. Producir y consumir diplomas y otras mercancías educativas lleva a despreciar el conocimiento y el esfuerzo que se necesita para elaborarlo.
Sólo en la universidad de la ignorancia pueden decirse sin vergüenza, y con mucha impunidad, estupideces como aquella de un “licenciado en filosofía” de una universidad de los Estados Unidos: “No leo libros […] Acudo a Google, donde puedo absorber información relevante rápidamente. Sentarse a leer un libro de cabo a rabo no tiene sentido. No es un buen uso de mi tiempo, ya que puedo tener toda la información que quiera con mayor rapidez a través de la web. Cuando aprendo a ser un ‘cazador experimentado’ en internet, los libros son superfluos”3.
En la universidad de la ignorancia el conocimiento no se rige por el criterio de la lentitud, propia de la reflexión y del pensamiento, sino que predomina la razón instrumental de la productividad cuantitativa, que todo lo mide y lo reduce a cifras. De esta manera, se ha impuesto la lógica de las acreditaciones, revistas indexadas, rankings en los que se ubican a las instituciones, profesores, créditos y estudiantes. No importa si en realidad un estudiante ocupa un primer lugar en un examen por sus méritos, esfuerzos y conocimientos adquirido, o porque es el campeón del plagio o se ha aprendido las triquiñuelas indispensables para contestar una determinada prueba.
Los estudiantes de la universidad de la ignorancia han asimilado la “competencia” de darle importancia a sus profesores y cursos de acuerdo con la rentabilidad mercantil, presente o futura que esto les proporcione. En otros términos, de nada sirve ni importa el conocimiento ni el saber, algo que “ha sido aprendido bien, sobre todo por los estudiantes, quienes no reparan ya más en la certeza o incerteza, entusiasmo o aburrimiento que se trasluce en los ojos de sus profesores, sino en el valor de cambio que puedan tener las ideas o los cursos que estos les ‘venden’, y que ellos deben decidir si ‘compran’ o no —como reza la jerga mercantil otrora irónica y hoy incorporada al lenguaje normal de la educación—“4. Esto se expresa en la introducción de los créditos, traídos de las Universidades de Estados Unidos, como lo describe el crítico literario Claudio Magris:
Otra cómica y nefasta deformación ha sido la introducción de los créditos. Los créditos han impuesto una mentalidad avara, según la cual toda actividad del estudiante —desde la lectura de un libro hasta un paseo campestre— debe implicar una utilidad formal e inmediata. Hace unos meses, un estudiante me comentó que habría asistido a un seminario interdisciplinar sobre literatura y ciencia que se daba en la Escuela Superior de Estudios Avanzados de Trieste, si le hubiera proporcionado créditos.
Sorprendido de que no se le hubiese ocurrido la idea de asistir porque el tema le interesara, le pregunté si alguna vez había besado gratis a una chica. Toda inversión es al principio un riesgo; las cosas que se hacen sólo por amor —también leer un libro— son a menudo aquellas que después nos dan más fruto, pero indirectamente; y es ridículo pretender obtener puntos porque se ha leído —se supone con pasión— a Leopardi5.
En la universidad de la ignorancia ya no es importante el sabio en el verdadero sentido de la palabra ni el investigador independiente, porque ahora lo que importa es aquél que le genere ingresos económicos a una universidad. Al profesor lo ha sustituido el burócrata que llena papeles y formularios y tiene contactos fluidos con el mundo extraacadémico en busca de recursos económicos. Hasta tal punto esto se ha convertido en la práctica dominante, al margen del conocimiento de verdad, que los profesores que siguen dictando clase son vistos en la actualidad como un estorbo, como el último escalón de la pirámide universitaria. En esa terrible perspectiva:
Hoy ya no importa si te esfuerzas en enseñar o no te esfuerzas. Los méritos docentes no es que estén en segundo plano: es que han salido por completo de plano. Esta faceta, en comparación con la investigación, ha quedado relegada a una esfera personal, ética, individual: al buen profesor le preocupa enseñar, aunque en realidad nadie –excepto los propios alumnos, con un poco de suerte– vaya a premiar ese esfuerzo. Las autoridades políticas y académicas conceden a esta tarea docente una importancia absolutamente marginal6.
En la universidad de la ignorancia desaparecen los profesores, es decir, las personas que se preocupaban por la formación integral de las personas, y en su lugar se erige una casta de burócratas/investigadores –muchos de ellos obligados por la competencia mercantil y por la presión de las autoridades administrativas de las universidades– cuya preocupación fundamental es la de publicar en revistas indexadas, con la perspectiva de mejorar su salario. Porque las publicaciones también se desenvuelven en el mercado, en el cual se cotiza a nombre de medir y premiar la productividad aquello que se escribe y se investiga, siempre y cuando esto se haga bajo los parámetros establecidos, esto es, en las revistas indexadas y clasificadas. Lo que no se publique allí no existe y tampoco son importantes los libros de autor, que en las universidades están en vías de extinción, por aquello de que dan menos puntos que los artículos de revista. En la universidad de la ignorancia cada vez son menos importantes los libros y, por ello, muchos profesores universitarios jamás en su vida han leído uno completo y en su capital cultural nunca figura ni como remoto proyecto una biblioteca o algo parecido.
En la universidad de la ignorancia se postula que, por los desarrollos tecnológicos, se puede prescindir de la incómoda infraestructura de la educación “tradicional”, en la que se necesitaban aulas, laboratorios, campos deportivos, bibliotecas, salas de conferencias… Como lo dijo uno de los gurúes de la sociedad posindustrial, Peter Drucker, en 1997: “Ya hemos empezado a ofrecer más cursos y clases vía satélite y de manera virtual con unos costes muchísimo más reducidos. Hoy en día, los edificios universitarios han dejado de ser útiles y son totalmente innecesarios”7. Con esta suposición se justifica el desmantelamiento de las universidades públicas, con el pretexto que las instituciones deben buscar sus propios recursos para garantizar su funcionamiento. Y en este ámbito, la manoseada noción de “sociedad del conocimiento” se convierte en un pretexto para obligar a las universidades a modernizar sus redes computacionales, a vender programas de e-learning, que tantas ganancias les suministra a las multinacionales de la educación superior de los Estados Unidos.
En la universidad de la ignorancia no se puede pensar, porque hacerlo ya es algo subversivo, y en consecuencia prima la represión, el control y la sumisión. No resulta extraño que se persiga, como se hace en los Estados Unidos, a quienes siguen aferrados a la reflexión crítica e independiente y se consolide un orden conservador, en el que adquiere importancia el “pensamiento positivo”, con todos sus prejuicios y mentiras. Pensamiento positivo que nos asegura que los sueños pueden hacerse realidad con un poco de buena voluntad y solamente se requiere esfuerzo personal para alcanzar la riqueza, la prosperidad y, en el caso de los países, dejar atrás la pobreza y el subdesarrollo.
En la universidad de la ignorancia se generaliza la segmentación de clase en la educación y aparece en forma paralela una universidad para las clases dominantes y otra, cada vez más abandonada, para algunos sectores de la clase media. Pero, por igual, en ambas se impone la crasa ignorancia, porque las clases dominantes abandonaron cualquier proyecto de “cultura burguesa” y hoy presumen de sus chabacanerías y vulgaridad Made in USA. Al respecto, se puede constatar el nivel intelectual y la sapiencia de presidentes de la República, ministros y gerentes de grandes empresas, a nivel mundial, como lo testificó el caso de George Bush en los Estados Unidos.
Por todo lo anterior, en el capitalismo actual cobra fuerza un proyecto antiilustrado que busca convertir a los miembros de la universidad en un rebaño obediente, plegado al consumo mercantil, políticamente conservador y de derecha, que se someta al orden dominante como si en verdad fuera el fin de la historia. Con esto se quiere simplemente despojar a la población del acceso al conocimiento científico, humanístico, social y artístico, para que quede a merced de las viejas y nuevas formas de dominación, opresión y explotación, algo que se facilita en la universidad de la ignorancia, en donde se “pretende privar a las nuevas generaciones de todo punto de referencia cultural sólido y entregarlas indefensas al influjo del sistema de los medios de comunicación de masas”, con lo cual nos aleja de “la verdadera educación”, una especie de “sistema inmunológico… que le queda al individuo para protegerse de la visión del mundo dominante”8.
V
Este libro se elaboró a partir de una indagación documental sobre la universidad mercantil en diversos lugares del mundo, pero también se incluyó como una fuente directa mi propia experiencia como profesor de una universidad pública de Bogotá durante más de un cuarto de siglo, en donde he podido soportar en carne propia la destrucción de un tipo de universidad –que no era ni mucho menos un paradigma envidiable, por su carácter conservador y retrogrado– que funcionaba relativamente bien y que tenía garantizado un presupuesto adecuado para su tamaño. Eso quedó atrás hace una década y ahora esa universidad especializada en la formación de maestros de enseñanza media y básica sufre todas las carencias de la universidad mercantil (administradores neoliberales y represivas, superpoblación, hacinamiento, deterioro infraestructural, profesores por contrato y mal pagos, segmentación entre profesores que se creen de élite –y presumen de ser investigadores– y el resto, evaluación de la productividad por puntos, revistas indexadas que no lee nadie…). Personalmente he sido testigo y protagonista de esta mutación, y en esta obra de alguna manera sistematizo esa experiencia, aunque en ninguna parte del libro lo haga de una forma explícita. Esa experiencia me ha permitido tener una visión directa de las transformaciones de la universidad pública en un país dependiente, cuyas clases dominantes sueñan con convertirnos en una réplica pobre de Miami y nos han reducido a ser un protectorado incondicional de Estados Unidos, lo cual se manifiesta, entre otras cosas, en nuestro desastroso sistema educativo que para más señas ocupa uno de los últimos lugares en las pruebas neoliberales de evaluación de la OCDE (conocidas como PISA). Los resultados de estas pruebas son una verdadera bofetada al Estado y a las clases dominantes de Colombia, porque los mismos parámetros neoliberales de medición demuestran que no son ni siquiera capaces de “participar competitivamente” en el mercado mundial, a partir de regalar nuestros bienes comunes de tipo natural, de lo que tanto presumen9.
De tal suerte, la educación en este país simplemente reproduce la cultura traqueta que se ha hecho dominante en nuestra sociedad, y para la cual es más importante el futbol, las reinas de belleza, que la desaparición de un hospital, una escuela o una universidad. Y lo mejor de todo radica en que el inquilino de la Casa de Nariño anuncia que Colombia tendrá el mejor sistema educativo de América Latina en el 2025 y alcanzaremos a Finlandia en el 2042. ¡No dice que nuestra educación será similar a la de que tenía Finlandia en el siglo XIX! Todos esos embustes se encubren, para completar, con el sofisma de la sociedad del conocimiento y la incorporación de los NTI al mundo educativo, cuando esto simplemente es un negocio que favorece a mercachifles como Bill Gates y a unos cuantos cipayos criollos. En verdad, el sistema de educación superior de Colombia –público y privado– es una muestra palpable de lo que es la universidad de la ignorancia, acorde, por lo demás, con la cultura traqueta, de la que son genuinos exponentes “notables” individuos del parlamento y del “alto gobierno”, entre ellos los “honorables” miembros de la familia de un ex presidente de la República que, entre muchos de sus crímenes y delitos, ha sobresalido por hacer plagios en la Universidad de los Andes uno y otro por falsificar certificados de la Universidad de Oxford.
Bogotá, febrero de 2015
1 Karl Polanyi, La gran transformación. Crítica del liberalismo económico, Ediciones La Piqueta, Madrid, 1997, p. 260.
2 Ibíd., pp. 26 y 396.
3 Joe O’Shea, diplomado de Filosofía de la Universidad de la Florida, citado en Nicholas Carr, Superficiales. ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes?, Editorial Taurus, Bogotá, 2010, p. 21.
4 Carlos Hoevel, La bolsa o la vida: la universidad bajo el imperio del mercado global, en http://firgoa.usc.es/drupal/node/41336 [Link]
5 Citado en Carlos Hoevel, loc. cit.
6 Javier Mayoral, Profesor, investigador, burócrata, en http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=6618 [Link]
7 Citado en Derek Bok, Universidades a la venta. La comercialización de la educación superior, Universidad de Valencia, Valencia, 2010, p. 112.
8 Sergio Bologna, Crisis de la clase media y posfordismo, Editorial Akal, Madrid, 2006, pp. 204-205.
9 Ver al respecto los diversos análisis que se realizan en Educación y Cultura, No. 102, marzo de 2014, consagrados al tema “¿Evaluar o medir? Límites de la prueba PISA”.