Ensayos

ENTORNOS, Vol. 30, No. 2, Noviembre 2017 

El Rinconcito

Davíd Dellenback




Todo cambia, todo comienza con el lenguaje. Sin los elementos para comunicar, uno no es sino un observador, un niño chiquito; así comenzamos todos. Un buen día resulta que queremos participar, de manera que, desde ese momento empezamos a tomar parte. Cada persona, algún día, busca la forma de cantar su propio canto, de adquirir su propia voz.

Es curioso, el concepto de ‘expatriado.’ Enfatiza ese ‘ex,’ ese ‘ya no es,’ como si uno enunciara que, sobre todo, uno ya no pertenece a algo. Alguna disposición, un estado de ser. A muchos, la vida nos va mostrando que acaso uno es más bien multi-patriado, hasta suprapatriado, y que todos los ‘ex’ los vamos llevando por dentro, vivos y con sus propias histo-rias. Después de todo, como escribió Andrés Caicedo: ¡que viva la música!.

Aunque es cierto que empecé mi vida en el camino como un expatriado, orgullosamente libre de mi ‘país de casualidad’ o ‘de origen’: la usa, como siempre y hasta ahora cariñosamente lo llamo, ese pobre imperio quebrado en su larga encrucijada. Por las cosas de la vida, nos tocó a nosotros en mi generación en el norte tener claro a los 17 años qué postura tener en cuanto a la guerra, no como una cosa teórica sino como algo bastante inminente. Yo entendía bien no solo que jamás iba a portar armas ni vestir uniforme, sino que un ejército compuesto de ‘soldados’ como yo, sería una fuerza fracasada, irrisoria, destinada a perder cualquier contienda. Además, vi nítidamente que lo único que yo representaba para mi querido usa fue un leño más para su maldita guerra en Vietnam, y nada más. Así eran los sueños que ese país confió en mi generación.

No solo por lo de la guerra sino por el desazón generalizado, resulta que desde joven me encontré en el camino en Latinoamérica. Con mi compañero de viaje, nos dirigimos hacia el sur por ser (desde Oregon) más económicamente alcanzable que, por ejemplo, viajar (en avión) a Europa, o a sitios más lejanos. Supe que el camino físicamente conectaba mi tierra del norte con todo el resto del hemisferio; ya sentía la hermandad con los países americanos, aunque no hubiera podido ubicar Colombia, ni los demás países, en el mapa. Me sonaba como una campana; me jalaba hacia adelante. No quería pisar de nuevo la usa. Todo es efímero en esta vida. Incluso las cosas eternas, uno solo las experimenta efímeramente. Leí en Herman Melville, que él que se propone lograr éxito en cosas grandes no debe jamás “esperar las aguas plácidas, que nunca han habido ni habrán”. El momento es lo que es; hay que aprovecharlo.

En México vivimos en un pueblito perdido en el mapa, en una casa arruinada, entre gente extremadamente humilde que trabajaba la tierra. La única meta era aprender español. Nos tocaba alejarnos de los inglés-hablantes. Un día resultó que había una fiesta en un pueblo aledaño (en ese entonces todavía dormido y ensoñado) llamado Tepoztlán, con una fiesta en la que toda la población subía por el camino hacia la cumbre del cerro encima de su pueblo, hasta un templo de piedra construido por los antiguos. Caminamos con ellos también cerro arriba, entre las multitudes, y llegamos a lo que era, para mi, la puerta a un nuevo mundo, a un entorno que arrancó la tela del mundo moderno tapando todo una inmensa realidad, apenas visible entre las neblinas que velan el pasado. Una realidad que, si yo existía, también existía, y que tenía una puerta de entrada ¿O acaso muchas?

Algo me fascinó. Me enganchó. No lo pude entender, pero sentía mi pertenencia, la pertenencia en este nuevo mundo en mi vida. Como buen hijo del educado siglo XX, me puse a estudiar, a buscar textos, evidencias, que me enseñarían lo básico de este mundo ‘precolombino,’ o sea pre-invasión, y de sus puertas de entrada. Aunque siempre he aprendido y sentido más al visitar personalmente los sitios de ruinas y vestigios antiguos, que al indagar en libros y fuentes, los cuales son, sin embargo, también imprescindibles para formar una adecuada visión del pasado. Seguíamos el viaje hacia el sur, por Centroamérica. Vimos antiguas ruinas, entre ellos sitios fantásticos, ciudades de piedra entre la selva, esculturas detalladamente talladas, figuras de otras realidades, escrituras herméticas. Poco a poco fui tejiendo un ‘entender,’ un ‘conocer.’ Un día algún viajero mencionó un sitio en la todavíalejana Colombia, en Suramérica, un lugar llamado San Agustín, lleno de estatuas antiguas misteriosas, piedras talladas que nadie entendía. Tomé nota mental del dato, y me dije que cuando llegara a Colombia no me perdería ese sitio. Mientras tanto, el camino seguía. El sol giraba, el año seguía su rumbo. Ahora vivía otra vida, otros valores.

Hay muchos lugares bellos. También lugares mágicos. Sitios que a uno le hablan íntimamente, en donde uno dice, ‘yo podría vivir aquí’. Si uno viaja, ve muchísimos sitios increíbles, interesantísimos, hermosos, apabullantes. Llenos de fuerte espíritu. Es parte de lo que es uno, y vivirlo es realizar quien es uno. El mundo en verdad es grandísimo, infinito, y el estudiarlo, conocerlo, igualmente: no tiene confines. Las fronteras están marcadas con tiza, los rincones del planeta son innumerables y sus pueblos son hermanos.

Puede ser que uno termine por echar raíces en un pueblo; en todo caso uno reconoce su pueblo, su rincón, su mundo. Con el tiempo, las raíces crecen, se multiplican, lo enriquecen a uno a la vez que lo atan, lo conectan, lo orientan. Reconocí mi pueblo la primera vez que lo vi, aunque por supuesto no lo sabía. La magia es y siempre será para quien la reconoce. Fue una primera visita que sin embargo me dejó con mucha inquietud y con el deseo, la decisión, de volver, de vivir en ese pueblo, de conocerlo. Cosa que hice y que sigo haciendo. Resulto ser mi rincón.

Iniciado en la vida de pueblo, en esos lejanos días—cuando la gente andaba a caballo, bajaba al pueblo los días lunes de mercado, cubría casi todas sus propias necesidades y tenía todo el tiempo del mundo—también me profundicé cada vez más en los mundos tras las puertas que había experimentado por primera vez ese día en el templo de Tepoztlán. Poco a poco llevaba a cabo, a mi manera, el estudio que había concebido (sobre la estatuaria del antiguo Pueblo Escultor del Macizo Colombiano) para poder darme un lente, una participación dentro de esos mundos. Por razones quizás de la época, del aislamiento y de la misma magia del rincón, además de la osificación del establecimiento de autoridad, tuve que conseguir y producir mi propio material de estudio, una metodología que con paciencia me fue favoreciendo.

A través de ella pude entender lo que quiere decir Joseph Campbell con su consejo de “Seguir tu dicha (o tu ventura),” se puede traducir con esas palabras. Campbell dijo “Follow your bliss.” Es decir, la voz que te enseña tu canto, la canción que tienes que cantar. Es tu voz. La voz que yo oía era, sorprendentemente, la de las viejas estatuas. Pero todo eso se canta en otra lengua. Uno tiene que traducir. Tiene que convertirse en interprete.

Todo eso de las estatuas y los mensajes antiguos no es sino un modelo, una clase de lente, para ver el sentido del mundo, para vislumbrar el camino por donde uno viaja, se empeña e intenta proseguir. ¿Adonde me llevaría este mi camino escogido? Sus parámetros y sus posibilidades son inmensamente más amplios de lo que al inicio se percibe. Pero uno tiene que traer la luz, y eso solo lentamente se aprende a producir. La len-te que magnifica esa luz podría ser cualquier cosa; en este universo hay para todo.

El estudio de las imágenes en piedra de los artistas del antiguo Pueblo Escultor, de su expresión y lo que hay detrás de ella, conllevó al análisis de la tenencia de las piezas, del establecimiento a través del cual las cuidamos y las damos a conocer, de su uso y su sentido entre nosotros los que vivimos hoy en día. Condujo a un cuestionamiento general—¿De quién es el patrimonio? ¿Cuál es su pertenencia? ¿Qué significan, para nosotros, las piezas patrimoniales, y por consiguiente, cómo debemos tratarlas?— de lo cual a su turno nació un movimiento para una custodia más democrática, más del pueblo, de ese patrimonio, además para la devolución a sus sitios originales de estás piezas patrimoniales que tiempos atrás fueron ilícitamente trasladas y ahora se encuentran extraviadas en museos fuera del país. Este movimiento se empata con muchas otras iniciativas internacionales; la campaña de devolver patrimonio robado a sus países de origen tiene una ola de apoyo en todo el mundo. Es lógico y sensato.

Sin embargo, solo es un lente para descifrar el sentido de esta vida, de este camino que en muchos casos nos convierte en ‘multi-patriados.’ Lo que a uno lo atrae a un determinado sitio, lo que se revela como el propio rincón, rara vez se trata, por fascinantes que sean de unas viejas piedras, ni de movimientos sociales. En el fondo, tal vez uno reconoce sus valores deseados, lo más positivos que uno tiene, en un sitio, lo que quiere decir en la gente. Uno desea contaminarse de ese caminar, quiere compartirlo.

Veo que al aproximarme al asunto las palabras escritas se vuelven muy difíciles, que la esencia se burla de las “explicaciones.” Veo que no manejo frases adecuadas para describir lo que es el canto. Un rincón de la pachamama. Vivo en una vereda con una solidaridad entre vecinos envidiable, que el mundo ya poco conoce. Todos cuidan a todos, todos vigilan igual. Los niños andan por el campo despreocupados y felices. La naturaleza todavía se oye, se huele. La gente sabe trabajar duro, también sabe gozar y compartir; sabe sonreír, y lo practica mucho. La lluvia cae y el sol quema, la gente sabe agradecerlo. En fin. Como escribió el poeta Antonio Caro:

ya no valen
las palabras
pájaro sol y nube

Una imagen vale más que mil palabras. Un día me di cuenta que la gente era mi patria chica— aunque para nosotros los andinos hubiera sido mejor llamarla la matria—lleva consigo el valor de oro, posee el tesoro que no se descubre en ninguna huaca: tienen tiempo. Siempre tienen el tiempo para hablar, para charlar, para esperar, para ayudar, nunca se muestran tan de prisa—y creanme, de prisa es como viven muchos en la usa—apenas tengo un momentico para saludar y ya me voy. No; la gente de mi pueblo tiene el tiempo de parar en su camino, bajar su carga y hablar. Es un tesoro que no tiene precio.

Entiendo bien que es un mundo en desaparición; no se trata de mi rincón, ni de Colombia, sino de todo el planeta. Hemos perdido nuestra orientación, ya nos convertimos en una civilización a la deriva. A sabiendas de que está mal hecho, de que significa nuestra propia muerte, vamos en camino a extraer hasta los últimos recursos no-renovables de la tierra, para gastarlos en obras de poca trascendencia. Mi pueblo ya está trasformado en un sitio atestado de motos y carros, de ruido innecesario e incesante, de humo y confusión. La gente, los nuevos dueños de esas motos, poco perciben a qué precio de huevo van regalando su érase-unavez paz, su tesoro, el tiempo, el estar contentos. Pero ahí vamos. En el campo, mi rinconcito, poco cambia, todavía es bellísimo. Las mariposas y las guaduas bailan, el café produce pepas rojas y jugosas, el viento susurra los mismos cuentos y fábulas que antes contaba a la gente que hacía estatuas. Siento el pulso, el zumbido de la vida en el aire, en la corriente del río, en la pachamama, en mis vecinos, en los billones de otros yos.

Con el tiempo, uno ve las cosas diferente. Ahora tengo claro que la usa tampoco es tan mala, que la gente, mucha gente que conozco y valoro, no es mala, o sea que hay buenísima gente en todas partes. Incluso en la usa. El mundo, a fin de cuentas, es demasiado complicado como para pintar ‘explicaciones’ a blanco y negro, y las fronteras son y serán marcadas con tiza, mientras que nosotros la gente somos fluidos, variadísimos y casi indescriptibles. Ojalá que, en vez de enraizarme solo en Colombia, habría podido encajarme también en Irán y en Indonesia y Albania y Grecia y Jamaica, en Namibia, Zambia, Bután, Indonesia, Paraguay, etc., etc., hasta en las Islas Faroe, mejor dicho en todas partes y en toditos los países. Al mínimo, en todos esos países habría una persona más que no sirve para las armas y la guerra, que prefiere vivir en un rincón de paz.

San Agustín, Noviembre 2017