ENTORNOS, Vol. 31, No. 1, Junio 2018
La narración como inminencia del cierre1
Marcelo Cohen2
M.C. En las “Nuevas tesis sobre el cuento” hay una central, y es que la verdad de una historia depende de un argumento simétrico que se cuenta en secreto, y que el momento culminante sería el del cruce entre las dos tramas. Por eso concluís que el cuento es el arte de lo inesperado, de lo imprevisto, “el arte de saber esperar lo que viene”. Lo llamativo de esos postulados es que redimen a la forma de su sombra de coacción, de limitación y de preceptiva. Al contrario, dan a la forma artística y al final un beneficio de espontaneidad, de acceso a una realidad más amplia.
R.P. La experiencia tiene siempre algo inesperado y el final alude a la experiencia. En un relato el final decide el sentido, es un límite donde la separación entre literatura y experiencia está en cuestión. Lo que llamamos el final remite a una forma, pero la forma entendida como un marco, una frontera, un lugar de cruce. Un buen ejemplo sería “Continuidad de los parques” de Cortázar, un relato en el que está tematizada la lectura de una novela y el final inesperado –para el protagonista y para el lector– hace emerger, en el interior de la trama, la irrupción de lo real. Pienso que tendríamos que partir, por un lado, de la idea de cierre como lugar de cruce entre experiencia y literatura, y por otro, de lo que vos señalabas: el cierre entendido como una especie de constricción, en el sentido del Oulipo, es decir, una condición de la forma.
Bueno, es que la narración tiene su momento de inercia, la energía de su lenguaje y su retórica específicos; y entre eso y el peso de lo real hay una tensión que uno tiene que mirar con paciencia.
Hay una idea de espera, algo está por ocurrir, mínimo quizá, pero inminente. Entonces la narración, en un punto, sería una práctica de la inminencia y del cierre. Un poco en chiste yo digo que en la vida no hay finales puros, porque los finales son imperceptibles o son confusos. Uno se da cuenta después de que algo ha terminado o sufre el final como algo incomprensible. Por otro lado están los finales externos, digamos así. La mayoría de las experiencias cotidianas están reglamentadas por horarios y duraciones establecidos, hay límites fijados externamente. De modo que la literatura sería también una experiencia con la tensión entre una realidad estructurada, esquematizada, racionalizada, y una experiencia fluida, dinámica, donde se cruzan duraciones múltiples que no dependen de ningún ritmo fijo.
Dentro de lo que recibimos como estructurado
está la tradición esencial que viene de los relatos
o pensamientos con un origen imaginario y un
final predicho, como la Biblia, con su Génesis y
su Apocalipsis, o la
Y ese final inevitable, apocalíptico, está siempre postergado. Siempre se anuncia. También encontramos ahí la espera y la inminencia de un final que no se puede manejar ni controlar. El final como punto cero no parece funcionar muy bien, aunque aparezca anunciado con fechas precisas ¿no? El Año 1000, el Año 2000 y ahora el final 2012 de los mayas o de los querandíes... La literatura ha trabajado y construido ese imaginario del acontecimiento final. Bastaría pensar en la ciencia ficción, las utopías, la ficción especulativa, “El color que cayó del cielo” de Lovecraft, por ejemplo, extraordinario relato. ¿Qué relación hay entre los apocalipsis que se anuncian y los apocalipsis futuros que se imaginan y se narran? Ahí también tenemos un campo práctico de discusión que nos aleja de la discusión metafísica sobre “qué es lo que termina” o cómo imaginamos o podemos imaginar lo que vendrá. En Philip Dick o en J.G. Ballard, podríamos encontrar pequeños modelos literarios de cómo es posible imaginar el futuro.
Ballard se afirma en la tradición profética de la ciencia ficción, pero cambia el rumbo. Dice que el futuro ya llegó: con la noción de posibilidad ilimitada, de sinfín del deseo; el futuro sería la expansión de nuestra neurosis. Para Ballard ninguna catástrofe es el acontecimiento último; la tecnología y la cultura del simulacro no paran de renovar el catálogo de accidentes. Por eso sus personajes se quedan en medio de la catástrofe en vez de escapar, como si fuera la única posibilidad de entender.
Un futuro psicótico. El capitalismo no puede imaginar su fin de otra manera que bajo la forma de la locura paranoica. En ese sentido, otra vez podríamos ver la cuestión del cierre ligada no a un alejamiento de la experiencia real, sino a un punto de cruce. La segunda cuestión que me parece importante es que ante toda esta problemática, que aparece paralelamente en la política y en la filosofía, la literatura tiene su respuesta particular. La literatura es una práctica que también discute esas cuestiones, a su manera.
Lo cierto es que los relatos escatológicos, los apocalipsis, por mucho que fallen, contienen ese núcleo consolador de acuerdo y concordancia entre principio, medio y final, nos alivian de las perspectivas abismales. Pero el escritor siempre vuelve a encontrarse con un dilema, y es que cualquier trama, cualquier organización de la peripecia o el texto, afecta la libertad de elegir de los personajes –o sea la del escritor– o la de abrir nuevos espacios.
En un sentido la literatura, la narración, sería una experimentación con el final. Es un sistema de finales que se suceden: en los cuentos que nos contamos, en la experiencia de leer un relato o ver un film o una serie… Aparte de los contenidos temáticos y aparte de la intensidad de nuestra relación con los personajes o la escritura, hacemos un ejercicio de experimentación con finales múltiples. Que nos disgustan, nos atraen, nos emocionan o nos divierten y siempre nos ponen frente a un viraje, una escansión. Momentos de corte, de interrupción, que se anuncian como nudos en la experiencia. Desde los comienzos mismos de la tradición narrativa las historias son también experiencias con el final. El rey Príamo le ruega a Aquiles que le entregue el cadáver de su hijo. Ese sí que es un final. Qué elegancia tienen esos finales, qué carácter disonante, qué grado de frustración producen, qué inesperados o esperados son: esta sería una cuestión a tratar en cada caso. Los finales en Hitchcock, en David Lynch, en Arlt o en Flannery O’Connor, pero también el final fijo en los géneros, en el policial, en el western, en la tragedia. Experiencias particulares, ejercicios de viraje y de corte.
Yo lo veo como parte de la rebeldía de la literatura, de su eterna disidencia. Mientras medio mundo sigue viviendo para avanzar indefinidamente, la literatura insiste en pensar qué hace con los finales. Casi como un ejercicio espiritual.
El ejercicio de los finales… El
Y en cierto modo dentro de un marco más, el de la novela como género, que tiene su propio sistema de finales, su repertorio clásico...
Dumézil decía: “La novela ya no tiene nada
que decir sobre los dioses”. Se ha liberado de una
estructura fija de organización del tiempo, de la
trama circular y de los finales preanunciados,
de los oráculos y los vaticinios. En el mito, el
héroe no entiende lo que le dicen los dioses, o lo
entiende mal, y eso que escucha y que entiende
mal es su destino. En la escena de las sirenas,
Ulises ya no quiere escuchar la palabra de los
hados, y en ese punto mínimo la
No le pertenece, está en otro mundo…
Exacto. Y algo de eso hay también en Musil, en
En el plano de la temporalidad, la novela sería la serie de los momentos de crisis y del tiempo que resta, de la dilación. El cuento sería, como decís vos, el momento de la revelación, de la epifanía –incluso de la epifanía negra–. Sobre todo el cuento fantástico. Por ejemplo “El nadador”, de Cheever, donde hay una transfiguración, un mundo resplandeciente que de pronto muestra una cara desoladora de abandono y ruina. Pero hay otra clase de cuentos donde un prodigio aparece insinuado. Es el esbozo de una revelación, a veces la simple revelación de que acumular conocimiento puede anular la experiencia. Y el cuento termina con la irrupción de algo que deja en ridículo todo un esfuerzo. Pero a la vez, si uno escucha, pide un trabajo y una manera de pensar diferentes, una apertura a otra posibilidad. Me acuerdo de que traduciendo a Clarice Lispector, cuando terminé “El reparto de los panes”, eso que se contaba ahí, el prodigio de un don sencillo, una mujer que ofrecía una comida hecha con mucha dedicación, me pegó en esa conciencia aplicada enteramente al trabajo (porque la traducción profesional puede ser muy estajanovista). Y no valían excusas. Había que parar de traducir, al menos un rato, porque lo que pedía ese final era silencio.
Podríamos usar la imagen de la epifanía y también del accidente; algo que nos sorprende y tiene el efecto que vos describías recién. Cierto asombro. Hay cierta negatividad en juego, es lo inesperado, lo no previsto, ese es el gran tema. Lo que no se puede controlar. Y eso está muy ligado a la duración de la historia. ¿Por qué no sigue el relato? Se aísla el acontecimiento y se infieren – pero no se narran– sus consecuencias. Me parece que la forma breve, las distintas formas de acotar la extensión de un relato están ligadas a lo que, en el Río de la Plata, se llamó lo fantástico. Otra forma de la epifanía. No hay explicación, se muestra y no se dice. Lo fantástico, en Borges, en Cortázar, en Felisberto Hernández, en Silvina Ocampo, es un efecto de la duración del relato. Muchas veces son cuentos que, si vos les sacás esa suerte de momento epifánico –ese plus de sentido, siempre excesivo–, son relatos realistas. Por ejemplo “La puerta condenada” de Cortázar: un hombre va a Montevideo por negocios, se hospeda en un hotel, quiere estar tranquilo, estar solo, descansar, pero a la noche lo despierta el llanto de un chico en el cuarto de al lado y el canto de una mujer que intenta calmarlo. Entonces al día siguiente toma una decisión un poco antipática, se queja al gerente y la mujer es obligada a dejar el hotel. Hasta ahí tendríamos un cuento a lo Carver, a lo Chéjov. Una situación cotidiana, una decisión desagradable, cierto clima incómodo pero el relato sigue y a la noche, cuando la pieza de al lado está vacía, vuelve el llanto del chico. Lo fantástico sería ese exceso de sentido que cierra la historia en sí misma, sin explicarla.
Parece que no hay manera de desentenderse
del final. Incluso obviar la cuestión, deliberada,
programáticamente o no, como para liberar el
relato, es parte de una rebelión significativa
contra la historia y las teleologías. En el cine,
en un momento que no termino de identificar,
desaparece el
Cierto. Ya no se anuncia que llegó el final. Hay algunos escritores actuales que tratan de contar sin final, en presente, usan un tiempo abierto, los hechos están sucediendo ahora en el presente de la escritura y la trama importa menos, el final no es el elemento que organiza el relato. Es una noción menos formal, menos cerrada de la intriga. La historia termina cuando se deja de escribir.
De Flaubert en adelante ha habido una sospecha creciente, que domina casi todo el siglo XX, de que las formas genéricas establecidas condicionan un tipo de lector, lo moldean, tanto que muy rápidamente ese lector, el público, apoyado por ciertas instituciones de la cultura, condiciona al escritor porque pide siempre lo mismo. Y entre lo mismo está lo más prestigioso también. Entonces hay una creciente búsqueda de superar la autoridad fraudulenta de las formas literarias, de las formas cronológicas, incluso de los métodos de perspectiva, y acercarse a la potencia y el desorden de lo real, y a las nuevas maneras de considerarlo en tantos campos, ¿no?, la psicología, la física, la política.
Sí, pero uno podría decir que hay dos Flaubert,
¿no? Está el Flaubert de
La línea destructiva, para la cual la forma
aparece como estrechez, como esclavitud,
tiene un momento culminante en Burroughs.
Burroughs, con sus teorías fuertes: el lenguaje
es un virus, opera mediante líneas, como la
droga, crea dependencia. Hay que cortar las
líneas. La línea de la frase, la línea del relato,
las expectativas de clímax y reposo, incluso
de instrucción. Conocemos los resultados de
esto, el
Burroughs es un escritor extraordinario, un
gran novelista conceptual. Experimenta todo el
tiempo, programa lo que quiere hacer, inventa
formas nuevas. Y me parece que ese es un poco
el punto de cruce de lo que estamos diciendo,
porque no es necesario ser un defensor de las
tramas equilibradas para pensar en los géneros
y Burroughs los ha tenido siempre en cuenta.
Los géneros tienen la virtud de trabajar con
estereotipos, con formas fijas, con la repetición
de fórmulas y Burroughs hace ver que es muy
difícil narrar sin estereotipos, casi diría que es
imposible. Por eso su uso del
Al mismo tiempo, hoy cualquier usuario de
una pc domina el montaje, el
Estoy de acuerdo. El argumento, el
Antes mencionaste al Oulipo. Los oulipianos, Queneau o Perec, se imponen reglas limitadoras; obedecerlas los obliga a torcer el curso de la frase, y cada rodeo verbal abre un panorama nuevo que no estaba en los planes. La constricción que se puso obliga al escritor a modificar incluso los planes que tenía para los personajes y justamente por eso les da una vivacidad fuera de lo común… Para vos la idea es muy rectora, y a la vez acabás de decir que en el origen de tus historias está el personaje. ¿Existe algo como una fuerza orgánica de la prosa misma que dice: “Ahora me quiero terminar”?
Nunca termino de escribir la historia que está en el origen de la novela que escribo. Siempre estoy escribiendo una historia que se convierte en otra y la novela toma una forma que no estaba prevista. Lo único que sigue igual y que está de movida es el personaje y el final, la escena final.
También propusiste observar los finales,
su elegancia, su carácter disonante, si son
frustrantes o esperados o no. Yo estuve
repasando algunos modelos que, me parece,
influyen muy notoriamente en nuestras maneras
de entender el tiempo. Uno viene de la música.
De esas piezas que parecen empezar de manera
brusca, incluso caprichosa, y se apagan no por
una necesidad interna sino por una decisión
exterior, física, como cuando Lennie Tristano
no toca la melodía de un estándar de jazz sino
un trecho de improvisación; la melodía queda
oculta, cuesta reconocerla. Tal vez en literatura
esto daría algo como el cuento de rodaja de
vida, el de Maupassant y Hemingway, y tu
tesis de las dos historias. Pero pienso en algo
que es una innovación latinoamericana, y es el
cuento que simplemente narra una situación
y el acuerdo progresivo del protagonista con
esa circunstancia; no una revelación sino
un reconocimiento, como la poesía. Es una
rama del cuento que no busca el efecto y que,
digamos, va desde Felisberto hasta Hebe
Uhart. En otro plano, están los relatos que no
cuentan un enigma a develar, sino la cadena de
causas de un hecho que tenemos ahí desde el
comienzo, como
Me parece bien esa cartografía. Podríamos
agregar el caso de
El otro día te preguntabas qué nos pasa con los finales felices. Siempre volvemos a esa cuestión, ¿no?, la sentencia de que los finales felices no dan literatura. Sin embargo, hay una tradición de finales felices, por aparentes o irónicos que sean, que es la de la comedia. Pero ¿qué clase de final es ese? De maneras distintas, tanto la comedia shakespeariana como la de Hollywood giran en torno a una especie de alienación pasajera de los personajes, una posesión del sentido común por un mundo sobrenatural, dionisíaco, o por un manipulador que enreda las cosas con propósitos didácticos. El final es una vuelta a la sensatez, con reconciliación general y escarmiento a los necios y los villanos; pero melancólica, porque en definitiva también se ha recaído en la norma.
El primero que se queja de la persistencia del final feliz como relato de masas y de la exigencia que le hacen los periódicos a los cuales vende sus relatos es Henry James. Se queja de que siempre le están exigiendo un reparto de “premios, maridos, mujeres, bebés y frases alegres”. Lo ve como un horizonte mercantil, una exigencia de orden irreal, contrario a la vida, donde las cosas no son así, y también contrario al arte, porque es una exigencia externa a la forma.
Pero hoy el público no cree en esos mitos. En general, según veo yo, se cree que es más astuto ser escéptico con lo que nos cuentan, salvo que sean denuncias.
Pero fijate
Lecturas. Algunas de las obras de Ricardo Piglia
relacionadas con los temas de esta entrevista son
Preparación y edición de Patricio Lenard
Efecto de contigüidad, circunstancias de proximidad.
1 Esta entrevista fue preparada y editada por Patricio Lenard y publicada en la Revista OTRA PARTE, para la edición número 21, primavera del 2010.
2 Las rutas y diálogos en literatura posteriores al alto canon argento han pisado terrenos sumamente relevantes (que salen de lo académico y de la esfera intelectual), el rock nacional (representado en figuras como Spinetta y Charley García) es una ruta que se debe recorrer para llegar a otras sensibilidades, para continuar estas rutas (poco transitadas y negadas como relevantes por una parte de la tradición) un dialogo entre Marcelo Cohen y Adrián Dárgelos vocalista de Babasónicos: https://www.youtube.com/watch?v=epGzZttWn9g [Link]