ENTORNOS, Vol. 31, No. 1, Junio 2018
¿De dónde es Julio Cortázar?
Miguel Herráez1
Estoy apoyado en uno de los pretiles, el
izquierdo, del
La otra noche, en España, mientras paseaba a mi perro, se me acercó otro paseante, también con perro (el suyo era un enorme Collie de pelo largo marrón y de mechas blancas, supe al momento que contaba con más de nueve años), y que resultó ser argentino. Al principio charlamos un rato, cómo no, de cánidos, de razas, de conductas, y de pronto saltamos a hablar de la Argentina. Es un tema que nunca eludo, más bien, si hay ocasión, lo fomento. Él era periodista, me dijo, y había vivido durante un tiempo en Johannesburgo; ahora lo hacía, desde finales de los noventa, en España. Le pregunté de qué parte era y me respondió que de Buenos Aires. Le dije que había estado en varias ocasiones, que me fascinaba, como me fascina todo el espacio del país, desde Jujuy hasta Tierra del Fuego (incluyendo, por supuesto, las Malvinas) y desde Entre Ríos a Mendoza, y que mucho (dos tercios) de ese hechizo se lo debía por haber leído a Julio Cortázar en mi adolescencia. Afirmó con la cabeza, se palpó el mentón de barba poco poblada, y añadió que sí, que Cortázar era un escritor notable, pero (aquí sonrió, ¿su mirada me lanzó un mensaje de disculpa?) que Cortázar no era totalmente argentino. Me sorprendí, aunque, la verdad, cosas semejantes he oído acerca de él en foros de España y de la Argentina, si bien -debo confesarlo- cada vez las escucho menos.
¿Que Julio Cortázar no era un escritor totalmente
argentino? No entiendo, le dije. Supuse que no
lo diría por el simple hecho de haber nacido en
Bélgica y de morir en Francia, tras residir en esta
más de treinta años. Me respondió que Cortázar
había buscado como tantos argentinos la excusa
para salir del país e instalarse en Europa. ¿A la caza
del mito parisino?, inquirí. Algo así, respondió.
Le remarqué que, en efecto, Cortázar se había
ido de una forma voluntaria de la Argentina en
1951, aunque luego, entre 1976 y 1983, su regreso
había quedado imposibilitado por su condición
de
¿Y Borges?, curioseé, ¿es un escritor argentino? Sí, contestó, este sí lo es. Le recordé que Borges vivió en España (Mallorca) en su juventud y que estaba enterrado en Suiza (Ginebra). Sí, añadió, pero es otra actitud. Comprendo, me dije sin comprender, se trata entonces de un problema de actitudes.
En un libro mío, cuando hablo de la captación que ejerció y ejerce París respecto a los escritores latinoamericanos, recojo, además de nombres de otras nacionalidades (he contabilizado por encima de más de un centenar, en un contexto preciso y breve) y de los argentinos íntimos de Cortázar, como los artistas plásticos Julio Silva, Luis Tomasello, o los poetas Saúl Yurkievich o Alejandra Pizarnik y el narrador Osvaldo Soriano, que (sólo) a mediados de los años veinte del siglo XX en París hay nombres argentinos, entre otros, como son los de Leopoldo Marechal, Enrique Larreta, Leopoldo Lugones, Ricardo Güiraldes, Ángel Estrada, Victoria Ocampo, Dionisio Schoo, Oliverio Girondo, y eso sin olvidar otros intelectuales (algunos alejados como Domingo Faustino Sarmiento), como Marcelo T. de Alvear, Lucio V. Mansilla, Otto S. Bemberg,, Daniel García Mansilla, Juana González de Devoto, Daniel Cranwell, Saturnino Unzué o Adolfo Bullrich. "Todos los argentinos soñamos con París, desde nuestros años de adolescencia", dejó escrito Manuel Gálvez. No quise preguntarle dónde catalogaría, según sus parámetros referidos al término actitud, por ejemplo a Héctor Bianciotti, escritor bilingüe (español y francés), ni a las dos decenas de narradores del país austral y con obra firme que hoy viven en París. ¿Habría que eliminarlos de la enciclopedia de autores argentinos o incluirlos en una de falsos autores argentinos?
A esas alturas de la conversación mi perro ya se había trepado a la cabezota del Collie, tumbado este de manera paternal y dócil, y las correas de ambos se habían anudado. Tras desenlazarlas, nos despedimos, deseándonos una feliz noche, y cada cual (yo con mi bulldog y él con su Collie) se fue por su lado. Subiendo minutos después hacia casa en el ascensor reflexioné sobre mi interlocutor y sus palabras. Se me había presentado como argentino, pero, según confesión propia, residía en España y antes lo había hecho en Sudáfrica. ¿Por qué su argentinidad era menos cuestionable que la dudosa, a su juicio, de Cortázar? ¿Por qué a Cortázar se le mide la argentinidad con un termómetro de mercurio tan espeso? No deja de ser curioso que yo me sienta atrapado por un imaginario como es el argentino, creado por un escritor que yo considero argentino, pero que algunos argentinos lo encasillan (casi) en la categoría de escritor no argentino.
Sin entrar en los razonamientos de ese absurdo, me pregunto, en este sentido, ¿cómo es posible, por tanto, que en mi adolescencia, en una clase de instituto de secundaria de mi ciudad, leyera por primera vez en la asignatura de Lengua de la editorial Anaya el fragmento de un cuento que transcurría en Banfield y que trataba de una pluma de pavo real y de Hugo y de Lila y de una familia que quería deshacerse de una invasión de hormigas en su jardín, y a partir de ese momento reconociera a esos quince mil kilómetros de distancia qué era lo argentino, y que, con los años, tras mis propios viajes a la Argentina, viera y supiese que esas calles, las personas, todo obedecía a la perfección a la idea que yo me había fijado a través de los relatos, de las novelas que Julio Cortázar había escrito?
Nadie ignora que la literatura instaura
imaginarios y hace que se vuelvan creíbles en el
ámbito social y en la conciencia de la persona,
por eso puedo decir que yo conocía Buenos
Aires mucho antes de ir realmente a Buenos
Aires, conocía cómo hablaban los porteños, de
qué modo se vestían, conocía lo hermoso que
es caminar sin rumbo por Diagonal Norte una
tarde otoñal y de repente detenerse y tomar un
café en un solitario bar de barrio y ver pasar la
gente por delante de la cristalera. Eso lo supe
por Cortázar. También supe por él que el metro
de París es un mundo simétrico al exterior pero
independiente de este, habitado por personas
sujetas a ritmos de vida distintos, aunque con
las mismas angustias vitales que las de los
individuos externos, tipos que se hunden en
sueños como Lucho que sube en la parada de la
rue du Bac y entonces ahí anda Dina y las manos
de ambos se rozan y producen el encuentro, supe que París es un dédalo de calles, desde este
Miguel Herráez en uno de los populares puestos de libros a orillas del Sena, junto al
1 Miguel Herráez (Valencia, 1957) es doctor en Filología Española y catedrático de Literatura Española en Valencia. Ha realizado numerosas estadías universitarias por invitación en la Argentina y París. Ejerció durante un tiempo el periodismo en distintos medios españoles, siendo en la década de los años noventa, corresponsal del diario El Economista, de México DF. Experto en la vida y obra de Julio Cortázar, suya es una de las biografías mejor valoradas desde su publicación, volumen que se reedita constantemente,