RESEÑA

Gabriel Kaplún: conflictos culturales y pedagógicos en la escuela

Gabriel Kaplún. 2008. ¿Educar ya fue? Culturas juveniles y educación. Montevideo: Universidad de la República-Uruguay-/Universidad Andina Simón Bolívar-Ecuador-.

Por: William Fernando Torres Silva Profesor Universidad Surcolombiana

El libro del profesor Gabriel Kaplún, que se basa en su reciente tesis doctoral, parte de evidenciar el malestar docente que existe en el Uruguay frente a los alumnos y jóvenes y en medio de una enseñanza media que no ha atendido las demandas planteadas por los sectores populares de servir para ingresar al mundo adulto, al mercado del trabajo y conseguir inclusión social, cultural y política.

Con el fin de comprender ese malestar y explorar alternativas para superarlo, el autor se pregunta: ¿cómo construir pedagógicamente los conflictos entre diferentes culturas juveniles y entre ellas y el mundo adulto al interior de los sistemas educativos? Para enfrentar este interrogante lo desagrega en otros dos: ¿ Cómo entender y cómo ayudar a docentes y jóvenes a entender mejor los conflictos culturales que operan dentro de los sistemas educativos?, y ¿Cómo hacer de estos conflictos punto de partida de aprendizajes que posibiliten repensar y cambiar las prácticas de los actores y las instituciones? A su vez, estas preguntas se desagregan en otras cuantas.

Para responderlas, el autor se echa al camino construyendo mapas nocturnos, esos que Martín Barbero sugirió hacer “perdiendo el objeto para ganar el proceso”. Pero, además, carga en su mochila de viaje las enseñanzas de la educación y comunicación popular y los métodos de la investigación acción participativa que constituyen, junto con la teoría de la dependencia y la teología de la liberación, algunas de las elaboraciones intelectuales propias más influyentes de América Latina en el siglo pasado. A más de ellas, se apoya en la investigación sobre jóvenes de los estudios culturales latinoamericanos y en los aportes de la perspectiva intercultural crítica que “propone releer el origen histórico de las diferencias convertidas en desigualdades cuestionando el statu quo”.

Con este equipaje consolida un equipo de investigadores para adentrarse, primero, en dos instituciones educativas de Montevideo: un Liceo para clase media y una Escuela Técnica de un sector periférico. Allí, a su vez, autor e investigadores conforman equipos de estudiantes y de docentes para que indaguen por separado “los modos de ser joven” y también los conflictos culturales y pedagógicos que emergen en el ámbito escolar; y, además, confrontan de manera pública sus conclusiones. Poco después, el profesor Kaplún y su equipo motor convoca -por medio de la Universidad de la República- grupos de maestros procedentes de diversos escenarios educativos -incluidas ongs- y diferentes lugares del país para que amplíen lo avanzado. Por último, organizan un encuentro para presentar los resultados


obtenidos a lo largo de tres años en las pesquisas realizadas y al que concurren no sólo los participantes en el proceso sino también autoridades educativas, entre ellas el responsable nacional de la formación de docentes para la escuela primaria y media.

El libro narra el recorrido con detalle. Así los lectores sabemos cómo se acercaron a los centros en los que trabajaron, cómo formaron los grupos de investigación de docentes y estudiantes, los talleres que hicieron, las metodologías, las evaluaciones, y las perspectivas que se abrieron para continuar el trabajo. Pero, sobre todo, en medio de ese recorrido se hacen frecuentes pausas para examinar lo hecho, para revisar el debate académico sobre el asunto que se aborda, precisar las categorías desde las que se trabaja, y elaborar interpretaciones. Estos momentos analíticos crean hilos que se van tejiendo a lo largo del texto y configuran el complejo tapiz que se presenta en las conclusiones.

El trabajo se narra en primera personal del singular y del plural. En el primer caso, el autor presenta sus argumentos y opiniones; en el segundo, expone los acuerdos -y autocríticas- de su grupo de apoyo, también los puntos comunes o los disensos que se plantearon en el curso de la investigación macro. Por tanto, el texto se va armando a los ojos del lector, poniendo las cartas sobre la mesa para que cada quien haga sus interpretaciones y discuta las que se le proponen.

Al pasar ahora de la descripción del proceso a exponer los resultados, es imperativo recordar que el propósito de estos es el de ser útiles para construir educativamente el conflicto. Con ese fin, el equipo de investigadores propicia un diálogo intercultural entre adultos y jóvenes que les permita “reconocer al otro para complejizarse (como docente/adulto, como joven/ estudiante) y para negociar roles y saberes en el espacio educativo”. Con el ánimo de que ese diálogo sea más fructífero, en esta primera etapa, los estudiantes parten de explorar sus propios usos del tiempo libre, consumos culturales e imaginarios de futuro; es decir, de reflexionar sobre la construcción de sus propias subjetividades. Luego, los investigadores se aproximan a los y las jóvenes del entorno escolar -en especial, a quienes se conciben en los extremos sociales como son chetos y planchas, pero también a hipillos y miembros de las organizaciones estudiantiles-; en su recorrido indagan primero sobre vestuarios y gustos musicales y, a partir de ahí, van ahondando hasta llegar a la relación con la política y su procedencia de clase. Por su parte, los profesores -en los breves tiempos que tienen y en el aula- se preguntan por unos jóvenes que casi les resultan desconocidos. Y los pesquisantes, a más de coordinar los talleres y sistematizar la información que recogen, aprenden “de las prácticas, pensares y sentires de los educadores”.

Las metodologías que utilizaron en este trecho fueron el taller -concebido como espacio de construcción de conocimiento en colectivo-, el participante como observador, la observación participante, la encuesta. Ellas contribuyeron al autoconocimiento de los jóvenes, a la ubicación de su lugar en el mundo, a poner en juego sus capacidades expresivas y creativas en las artes plásticas y el teatro.

La segunda etapa se basa en el curso-taller “Culturas juveniles, comunicación y educación”. En primer lugar, en él se establecieron y discutieron las miradas de los educadores -formales y no- sobre los jóvenes y la educación con el propósito de pasar del malestar docente a debatir sobre él, a “reconstruir la mirada de los adultos sobre los jóvenes y sobre sus prácticas educativas”, pensar la diferencia entre escolarización y educación. En este trayecto concluyeron que debe articularse el “entender mejor a los jóvenes y repensar la educación”.

En segunda instancia durante esta etapa, se compartió lo avanzado en la primera y se presentaron y revisaron otras miradas (de los mismos investigadores y de otros) para construir marcos referenciales sobre el cuerpo, las culturas juveniles, los medios de comunicación, la comunicación en la escuela. Hecho esto se volvió a la escuela para repensar la educación. El resultado fue el asumir el imperativo de “repensar la escuela como agente de construcción cultural, cuestionando qué cultura es la que allí se transmite y se crea", preguntándose por consiguiente si “¿es posible pensar la educación como 'esfera pública'? (McLaren, 1998)” y “¿Pensar en la escuela como un espacio de negociación cultural? (Bruner, 1997). A su vez, este camino permitió delimitar más el malestar docente, pues llevó a comprender que este resulta de la pérdida de sentido social del espacio educativo y, en particular, porque los profesores juegan el papel de intermediarios de una cultura que no es la suya y que, además, no interesa mucho a los jóvenes; a ello, se suma la tragedia de descubrir que no son apóstoles pero “cargan con una misión imposible y ajena”.

Por último, Gabriel Kaplún y su equipo incentivaron y apoyaron procesos de investigación acción participativa sobre los mundos juveniles y la educación. Estos proyectos se desarrollaron en diferentes lugares del país, en liceos, escuelas técnicas, centros juveniles y con jóvenes desertores del sistema formal; entre otros temas, estudiaron género, madres adolescentes, espacios juveniles, y los territorios de frontera entre la escuela y la calle. Como se puede suponer, ellos tuvieron la intención de ir creando condiciones para asumir el reto planteado por Carr y Kemmis (1988): el de que la educación llegue a estar en manos de “comunidades autocríticas de investigadores, incluyendo a los maestros, los estudiantes, los padres, los administradores y otros”.


Por su parte, estas investigaciones para formar “comunidades autocríticas” aspiran a generar un conocimiento diferente al de la enrarecida ciencia social académica pues quieren uno que tenga más incidencia en las prácticas educativas, uno “endógeno construido y no tanto conocimiento exógeno transmitido”. De ahí que fuera imprescindible la participación de los jóvenes en la investigación sobre ellos mismos y en la elección de los temas a explorar. Por tanto, se puede presumir que a mediano plazo estas investigaciones acciones participativas se convertirán en “espirales dialécticas” para consolidar el equipaje teórico, metodológico y de intervención de las comunidades autocríticas referidas. Justamente esta vía se evidenció en el desarrollo del macroproyecto cuando los encargados de la indagación sobre las fronteras escolares cuestionaron el que en su conjunto estuvieran centrándose tanto en chetos y planchas y, en consecuencia, se estuvieran perdiendo buena parte del bosque, porque no estaban teniendo en cuenta la “diferencia entre 'lo que hay', lo que (más) se ve y lo que se dice".

Asimismo, en esta etapa se pudo establecer que:

La investigación, participación y acción no siempre encuentran su lugar. Hay muy diversos grados de participación, de los adultos y de los jóvenes (y esto último es lo más difícil). La acción a veces está en la propia investigación y otras veces alimenta acciones futuras. Diversas estrategias valen, según posibilidades y capacidades de cada quien, pero algunas parecen más débiles y otras más potentes para ver, involucrar e intervenir socialmente. Con ese criterio podríamos ordenarlas así: la encuesta, la observación participante, el participante como observador y los talleres de investigación-acción.

Entre tanto, para cerrar su recorrido, por ahora, el equipo resumió sus conclusiones provisionales en las siguientes “sugerencias de cambios para la práctica del aula o taller”: Trabajar sobre la diferencia, el conflicto y el cambio; Trabajar sobre lo afectivo; Perder el miedo a educar; Comunicarnos.

Con toda la anterior información puesta sobre la mesa, el autor hila toda su trama en el último capítulo “Culturas juveniles y educación: Exclusiones, i(nc)lusiones, ¿conclusiones?”. En él hace su síntesis sobre las culturas juveniles, los sentidos de la educación y la construcción pedagógica del conflicto. Para realizarla enuncia y relaciona estos asuntos en mapas (¿nocturnos?) que, a la vez, se contextualizan en procesos históricos y “glocales”.

En cuanto a las culturas juveniles, precisa las características encontradas en las culturas juveniles en examen al advertir las “diferencias entre 'lo que hay', lo que (más) se ve y lo que se dice". Lo que más se ve: son “las diferencias que ayudan a producir identidades... de los jóvenes con los adultos y de los jóvenes entre sí”, aunque entre estos últimos suelan faltar los más pobres .Lo que se dice: es la heterogeneidad y la polaridad -en especial entre chetos y planchas-; y ello lo lleva a establecer que tras esta última se alude a la diferencia “y sobre todo a la desigualdad”. Lo que hay: es la mayoría que quiere ubicarse fuera de ambas: los “normales”.

Las diferencias remiten a lo cultural -a lo estético, y las desigualdades sociales -las clases-. Pero en medio de ellas, “en los planchas hay una fuerte estetización de lo social, en los hippies o los punk hay una fuerte estetización de la política”, porque “toda clase tiene su cultura, toda política su estética”. Al lado de lo anterior, emerge lo “político” o la biopolítica en los jóvenes, bien como intencionalidad “en el sentido de cuestionar lo instituido y proponer cambios en las relaciones de poder”, o como “chivo expiatorio”, o en “la apoliticidad o el rechazo a la política”. En suma, el profesor Kaplún concluye:

Un camino útil para entender algo más que lo que describen la tribus o las culturas, es la construcción de mapas socio-político-culturales de los jóvenes y sus distintos modos de ser y estar en el mundo, que nos ayuden a comprenderlos desde su origen y situación de clase, desde sus prácticas simbólicas y desde el sentido ¿político? de su acción cotidiana. Si no he logrado comprenderlo en este proceso de investigación, creo que al menos quedan bases teóricas y metodológicas para intentarlo.

Pese a su autocuestionamiento, el autor avanza en la comprensión de hippies, militantes, chetos y -en especial-planchas, tanto en el contexto de una globalización -en la que “la identidad es, para millones de personas, una coproducción internacional” (García Canclini, 1999: 124) -, como en la propia crisis uruguaya del 2002 en la que no se pudo amortiguar “subjetivamente la dictadura militar, la desilusión democrática, la deserción neoliberal del Estado, la fragmentación postmoderna”.


En estos contextos de sociedad fragmentada, de desesperación, plantea construir con los planchas -y, por extensión, con los jóvenes- estrategias de cambio individual y social que partan de reconocer sus tácticas zigzagueantes, que no confundan la lucha por la igualdad con la homogeneización cultural (Hopenhayn, 2002), ni glorifiquen lo plancha como “cultura popular auténtica”. Pero, sobre todo, plantea que los espacios educativos pueden ser escenarios para la creatividad social.

Con el fin de esbozar los retos para esta creatividad, pasa luego a descubrir la pérdida del sentido educativo. A este respecto, señala la necesidad de repensar la articulación de la escuela con el mundo del trabajo. Para ello, señala como urgente profundizar en el conocimiento de la brecha entre la cultura escolar y el universo cultural de los jóvenes -en donde la subjetividad pedagógica desconoce las subjetividades mediáticas- y, también, en el desfase de la escuela como institución moderna en tiempos posmodernos. Para resumir esta situación recurre a la contundencia de Corea, Lewkowicz y Dusthatzky -aunque no la comparta del todo-:

La crisis de la escuela como institución se debe principalmente a la ausencia del Estado, la institución madre que la sustenta, que le dio origen y sentido. La deserción neoliberal del Estado convierte a la escuela en una institución “destituida”. No puede formar ciudadanos porque no hay ciudadanía. Y tampoco puede formar para el mercado, porque no hay trabajo. La escuela se convirtió entonces en un galpón, un lugar donde tener a los alumnos. En el galpón escolar coinciden los cuerpos, pero no hay garantías de una representación compartida, condiciones aseguradas para un encuentro entre maestros y alumnos. Cada uno arma allí su propia escena, usa el espacio como mejor cree y puede. No hay reglas que todos acepten, desapareció el sustento de los dispositivos disciplinarios. El problema de nuestras sociedades ya no es la alienación o la represión, sino la destitución y la fragmentación, y la escuela no sabe cómo actuar en esta nueva situación.

Frente a este panorama tan poco alentador -y de acuerdo con Dusthatzky- el autor insiste en el imperativo de “pensar una escuela que intente servir de nodo a esos flujos sociales y culturales que por ella circulan”, y que por tanto proponga “sentido en medio de esa marea, amarr[e] hilos artesanales de composición social”.

Asimismo, resume los conflictos culturales y pedagógicos advertidos en el camino -y a los que ahora se añaden los institucionales-. Ellos son: conflictos generacionales / culturales, conflictos culturales entre los jóvenes, conflictos pedagógicos/culturas juveniles y cultura escolar, conflictos institucionales. Y para cada uno explora alternativas que conlleven a crear otras escuelas para la contemporaneidad. Con ese fin retoma ejemplos de la educación no formal, de lo comunitario entendido como “un elemento residual de las culturas populares locales, que mantienen el tejido de redes sociales de solidaridad”, pero también como “un emergente, un modo de nombrar un proyecto, un nuevo nombre para reconstruir socialidad y horizontes políticos (Cfr. Santos, 1995)”.

Llega entonces la hora de abrir trochas para “construir pedagógicamente el conflicto y resignificar la educación”. Aquí el autor parte de recordar que “la educación es una gran proveedora y constructora de mapas [pues] se supone que nos brinda mapas cognitivos para guiarnos por el territorio cultural. Pero para eso tiene que conocer los mapas de los jóvenes, a partir de sus territorios”. Pues si no lo hace puede caer en querer uniformizar a los sujetos y ello supone excluir a los diferentes y, también, olvidar que -como plantea Martinis (2005)- “el opuesto de la igualdad no es la diferencia sino la desigualdad. [Y por ello] se hace necesario concebir una noción de igualdad en la cual la diferencia tenga un lugar. Se trata de una construcción en la cual la diferencia y la identidad tengan un lugar (...) Esto supone renunciar a entender la diferencia como una amenaza”. Para avanzar en esta vía Kaplún encuentra como espacios posibles para asumir el conflicto cultural los extracurriculares o de currículum abierto, los talleres de investigación acción, donde se potencie la observación, el diálogo de todos los docentes en sus aulas y talleres -y atravesando los múltiples espacios del currículum- para hacer de la escuela un ámbito de negociación cultural y de práctica intercultural.

Al lado de lo anterior es imperativo cualificar el conflicto pedagógico “retomando las propuestas de la pedagogía crítica, pero desde (...) el contexto cultural que vivimos al sur de la posmodernidad”, y dialogar utilizando múltiples lenguajes en los que la voz de los estudiantes tenga lugar. Al mismo tiempo, establece que el conflicto institucional “ya no es tanto el de los de arriba que mandan, sino el de los de afuera que nos demandan y no podemos darles respuestas”. Para enfrentarlo debe plantearse un nuevo instituyente que exige enorme creatividad y, en especial, potenciarla al interior de la escuela, pues el reto es el de:

Formar para la ciudadanía y formar para el trabajo. Pero

entonces reformulando quién es el ciudadano hoy, en

sociedades tan desiguales, tan fragmentadas. E

incluyendo explícitamente el mundo del trabajo en la

escuela, ayudando a construir los proyectos personales


y colectivos de los estudiantes sin engaños respecto a la dura realidad del mercado, pero sin resignarse a destinos cerrados. No aceptando que los pobres tengan escuelas pedagógicamente pobres ni que la escuela sólo puede reproducir la desigualdad.

En suma, para construir pedagógicamente el conflicto, se precisa convertirlo en posibilidad de aprendizaje; generar participación en él que cuestione el lugar de lo instituido -tan consolidado en la escuela; apostarle a que la investigación esté integrada a la práctica educativa y que por tanto sea implicada -pues compromete no sólo la acción de quienes la realizan sino también su cognición-; además, hacer que la investigación sea también participativa y que se haga desde una mirada intercultural que lleve a quienes la realizan a percibir desde el lado de los “otros”. Es decir, construir pedagógicamente el conflicto significa “construir la identidad escolar ayudando a los jóvenes a construirse. Y también a los adultos educadores. Hacerlo juntos es útil, porque los jóvenes nos adelantan los problemas de toda la sociedad. Nos anuncian la desesperanza que nos espera, pero también dibujan los caminos de la esperanza”.

Como se puede inferir, luego de este extenso resumen, la indagación del profesor Gabriel Kaplún es una de carácter experimental por cuanto ha partido de su reconocida experiencia como comunicador educador para propiciar un proceso investigativo por etapas y de cobertura nacional, con el interés de pensar en colectivo y desde dentro -repitámoslo-, la construcción pedagógica de los conflictos culturales, pedagógicos e institucionales, y darle en consecuencia nuevos sentidos a la educación y, en especial, a la formación de ciudadanos y trabajadores, en un momento en el que el Estado ha dejado de ser árbitro y los habitantes nos hemos convertido en meros consumidores.

Por tanto, esta apuesta piensa e interviene un lugar estratégico en los actuales procesos latinoamericanos como es el de qué subjetividades y ciudadanías ir configurando hoy en medio de la globalización hegemónica y las transformaciones tempo-espaciales, visuales y cognitivas generadas por las nuevas tecnologías, desde lugares periféricos y depreciados, pero en donde existen problemas centrales de la agenda mundial como la violencia, el narcotráfico y el deterioro medioambiental.

Al elegir un tema tan estratégico, el profesor Kaplún construye conocimiento nuevo. Pues al recurrir a las herramientas de la investigación acción participativa y de la educación y comunicación popular, el autor no sólo se instala en la tradición intelectual propia y relevante de América Latina, sino que la continúa abriendo caminos teóricos y metodológicos. En lo teórico, resume y evalúa los debates sobre la escuela, los profesores y los estudiantes que se han venido dando desde la conformación de nuestras de nuestras repúblicas -véanse sus referencias a Domingo Faustino Sarmiento y al dilema civilización o barbarie-, pasando por las décadas recientes en que emergieron movimientos pedagógicos al interior de sindicatos magisteriales, hasta llegar a la interpelaciones que los medios masivos le hacen a la escuela, y a los trabajos sobre jóvenes marginales en las grandes urbes del continente.

Esta labor de síntesis y crítica le permite reelaborar la formulación de los problemas cruciales de la escuela, atreviéndose, por ejemplo, a abordar asuntos tan poco tratados como el malestar docente, tan sentido pero tan acallado. Pero, sobre todo, asumiendo la investigación de los jóvenes desde sus culturas, su construcción de identidades y relaciones con los adultos, y poniendo en cuestión con ello la pesquisa oficial, que se propone controlar a los jóvenes, o la académica que busca estudiar a los más exóticos “desviados” sin preocuparse mucho por los “normales” y sin hacer con ellos recorridos que permitan recoger información confiable.

Al mismo tiempo, en lo metodológico, sugiere rutas para hacer investigaciones de amplia cobertura y con mucha participación y desde donde se construya conocimiento endógeno y eficaz y se puedan consolidar “comunidades autocríticas” que cuestionen la instrumentalización de la educación, el convertirla de derecho a servicio y negocio, y su baja calidad. Es decir, el texto de Kaplún crea conocimiento nuevo, confiable y útil y, a la vez, está presentado con claridad expositiva, rigor argumentativo y coherencia estructural.

Por supuesto, que a tan mayor esfuerzo podrían hacérsele algunos reclamos. Como el de no haber ampliado el estudio sobre las culturas de los maestros para ver si es válida la hipótesis de que en un país como Uruguay también provienen de culturas orales, se ven obligados a olvidar esta ascendencia para transmitir culturas escritas -que no dominan suficientemente- a jóvenes instalados en culturas electrónicas y digitales. O el aproximarse más a los padres. Pero, de seguro, estas aspiraciones ya están en la agenda futura del profesor Kaplún.

Por lo anterior, considero que el libro de Gabriel Kaplún nos resume a los pesquisantes en comunicación-educación, nos provoca, y nos estimula.


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