Revista ENTORNOS Volumen 26. Núm. 2. Septiembre de 2013

DESCUBRIMIENTOS DE GRANDES MONUMENTOS DE PIEDRA EN LAS CERCANÍAS DE SAN AGUSTÍN

Konrad Th. Preuss

Mis antecesores

Menester es que la etnología parta de los hechos positivos, o sea de los hallazgos llevados a término y no de los que no se han hecho aún. De otra parte, conviene que el etnólogo tenga fe en los progresos de la ciencia a que consagra sus desvelos, para que en la manera de interpretar los descubrimientos y en los métodos que emplea, se halle asegurado el éxito final de su empresa. Los monumentos recién hallados son siempre una novedad para la arqueología, y aunque el número de adeptos de esta ciencia es bien escaso, la verdad es que a la postre ningún descubrimiento se echa en olvido. Por el contrario, todo hallazgo arqueológico viene a catalogarse ordenadamente y a servir de piedra que embellece el suntuoso edificio científico cuya construcción quizá nunca concluirá del todo el hombre. Lástima es, eso sí, que el dilatado campo de las investigaciones arqueológicas obligue a quien le recorre a dejar de lado investigaciones que quizá no habrán de hacerse sino al cabo de muchos años o en un momento dado, pero solo pro obra de la casualidad.

La exploración de un solo sitio, único en su género, en los alrededores de San Agustín, a poca distancia de las cabeceras del río Magdalena, en la República de Colombia, forma parte de investigaciones que aún no han tenido para la arqueología solución satisfactoria. Las figuras gigantescas en piedra que allí encontramos, testigos únicos y mudos de una civilización remotísima y enigmática, nunca se han estudiado científicamente. De ellas no se hace mención alguna en las crónicas de los conquistadores hispanos. Los vestigios que de ellas nos quedan, nada nos dicen en relación con las civilizaciones indígenas hasta ahora estudiadas. Las investigaciones prehistóricas americanas no encontrarán en parte alguna, problema tan arduo como éste que se nos revela en una serie inmensa de gigantescas estatuas de piedra, marcadas con el sello de un gusto bárbaro. Ellas son el producto de una fuerza espiritual cuyo poder sorprende, domina a quien las mira. ¿Por qué razón estos indígenas, cuyo grado de civilización incipiente estaba, con todo, muy por encima del de las otras tribus de los valles vecinos, sintieron la necesidad de dar al Ser una expresión monumental como esta que admiramos en las vecindades de San Agustín? ¿Por qué no se contentaron con ganar la vida en forma más perfecta que la de sus vecinos? ¿De dónde les vino esa pasión por una obra, al parecer tan poco razonable, como la que observamos en todos estos monumentos escultóricos? Creo estar en lo justo al pensar que solo se trata en este caso de una manifestación del sentimiento religioso. La misma observación hice durante mi permanencia entre las tribus salvajes de los Kágaba de la Sierra Nevada1 y los Huitotos de los bosques que se hallan a las orillas de los afluentes septentrionales del Amazonas.

En el arte de San Agustín no tanto es de admirar las monumentales figuras, cuanto la grandiosa elevación del significado religioso que ellas esconden. La diferencia entre este pueblo primitivo y otro más civilizado está precisamente en el hecho de que los moradores de San Agustín fueron capaces de hallar una expresión artística acorde con su espíritu, cosa que en manera alguna sería posible con un pueblo de civilización más refinada.

La humanidad, que solo se ocupa hoy de lo material y para quien el factor económico representa un papel importantísimo, no investiga lo bastante a la fecha estas manifestaciones espirituales y religiosas del art, y en el de San Agustín se nos revela una vez más la necesidad, en que todos estamos, de estudiar las formas, así espirituales como materiales, de estas culturas inferiores.

En este sitio el peregrino atónito no descubre vestigio humano alguno fuera de estos monumentos escultóricos.


Por ello el primer descubridor de esta adoratorio, el cartógrafo italiano Codazzi, tuvo la impresión, hace ya setenta años, de huye se halla un distrito sagrado, en donde los Indios de remotísimas edades se iniciaban en los secretos arcanos de los trascendental. Codazzi pretendió entrever en las diversas representaciones escultóricas imágenes o símbolos de ciertas leyes morales que emanaran del alma misma de ese pueblo, y quiso por ellas vislumbrar en esas misteriosas figuras el culto de aquella primitiva civilización. Así, por ejemplo, hablando de la supuesta figura de un viejo2, o la de un mono que lleva a cuestas su hijo pequeñuelo3, advierte lo siguiente: «¿No estaría aquel adoratorio destinado a inculcar en el ánimo del neófito la veneración religiosa a la ancianidad, tan arraigada entre nuestros indios, y por contraposición el amor y la protección a los niños?»4.

Codazzi pensaba sin duda que las figuras representan a la divinidad tienen siempre rasgos y emblemas uniformes; o creía tal vez como nuestros modernos impresionistas, que las manifestaciones artísticas se deben, antes que a las formas externas de la imagen que copiaron, a una cierta idea que el espíritu occidental o europeo presupone que existe siempre en toda forma artística. Y aunque este modo de pensar no se acomode en manera alguna a la investigación rigurosamente científica y mucho menos a los fines que la arqueología se propone, nos demuestra toda la grande emoción que debió de apoderarse del ánimo de Codazzi a vista de la infinita variedad de aquellas formas artísticas, cinceladas en tan diversos estilos y rodeadas de una naturaleza que parece impregnada de un misticismo soberano.

El mismo Codazzi nos dice luego: «Todas aquellas estatuas, diferentes entre sí, expresaban pues un sistema, pero indudablemente un sistema religioso con aplicación a la vida social. De otra manera ¿Cómo explicar esas transformaciones completas del rostro humano, que algunas veces, por ejemplo en las cariátides5 que sostienen las tablas de piedra, supo delinear y tallar con perfección el mismo artífice?»6.

Quien primero descubrió varias de estas figuras fue el mismo Codazzi en 1857, hace más o menos setenta años7. Para ilustrar las descripciones que hizo, ordenó dibujar unas treinta y cuatro estatuas y otros monumentos en piedra con que adornó su libro8. Además, tomó esquemas de las ruinas de un templo y quiso idealmente reconstruirlo tal como él suponía que debiera haber sido. Por último, levantó un plano del lugar, indicando los sitios de los diversos hallazgos arqueológicos; plano de que luego se han servido todos los historiadores. Este trabajo es de grande importancia para la exploración, porque de los tiempos de Codazzi a esta fecha no pocas estatuas han variado de sitio.

Por esto podemos afirmar que, aunque hay algunas interpretaciones erróneas en la obra de Codazzi, él se nos presenta como un explorador concienzudo y serio. Todo nuevo investigador de San Agustín debe ir a buscar en él la base del trabajo que va a emprender. Por supuesto que, al llamar a Codazzi descubridor de los monumentos, solo intentamos decir que los catalogó y describió; pero es manifiesto que antes que él los conocían ya los habitantes de aquellos lugares, aunque no acertaban a saber qué significaban. Codazzi nos cuenta, por lo demás, que habían pasado por allí guaqueros o buscadores de tesoros que hicieron en estos sitios mayores estragos que los causados por el terremoto de 1834, al cual atribuye el mismo sabio la destrucción de los templos situados en la Meseta B9. Fuera de que siete figuras, que se hallan en el mapa de Rivero y Chudi, atrajeron la atención de algún viajero anterior a Codazzi, es de advertir que en dicho atlas se encuentra la reproducción de una piedra con relieves que este último no menciona10. Por los solos dibujos del atlas no es posible estudiar debidamente. Así, v.g., es casi imposible reconocer que la figura izquierda de la lámina 42 de Rivero y Chudi es la misma que se encuentra en la Pl. 20, 1 de nuestro


libro. Otro tanto acaece con la representación de un templo que encontramos en el citado atlas en la lámina 47. Este dibujo no tiene ningún valor en un examen crítico. Para colmo de males, los mencionados autores nada nos dicen acerca del origen de estas piedras, y se contentan con relatarnos únicamente que tienen determinadas medidas y que fueron halladas en las vecindades de Timaná, en un sitio que está a unas dos jornadas al norte de San Agustín y a una del pueblo de Pitalito11.

Estamos en capacidad de afirmar que hasta el año de 1893 nada se publicó acerca de estos monumentos arqueológicos; con todo, tres exploradores, antecesores nuestros, llevaron dibujos y moldes de estos monumentos a los museos europeos. En 1869 estuvo en San Agustín Alfonso Stuebel para estudiar los volcanes colombianos, Los hermosos dibujos que hizo este explorador de las estatuas y algunas fotografías que tomó se encuentran en el Museo Cartográfico de Leipzig12.

Por lo demás estas mismas fotografías se encuentran también en la obra de Codazzi. Otro tanto hay que decir de dos moldes que juntamente con unas fotografías llevó a París el explorador francés Ed. André, y que se hallan en el Museo del Trocadero13. Una hermosa figura pequeña, que representa a un guerrero, fue llevada en 1899 con destino al Museo Británico por el vicealmirante Dowding14. Es de lamentar que las fotografías, tomadas por este explorador inglés, hayan desaparecido en un naufragio en el río Patía15. La descripción de la estatua del Museo Británico no se halla ni en la obra de Codazzi, ni en la descripción que de San Agustín hizo en 1893 don Carlos Cuervo Márquez16 en donde con excepción de dos estatuas17, se encuentran los dibujos de Codazzi, aunque menos exactos que os de la obra del cartólogo italiano.

Hallamos, sin embargo, en la obra de Cuervo Márquez localizados los sitios en donde hizo Codazzi sus hallazgos, cosa muy importante porque de 1893 para acá, gran número de estatuas fueron transportadas a la plaza de la población de San Agustín, y cuatro18 fueron remitidas a Bogotá; otras, por desgracia, habían desaparecido ya, cuando estuve en Colombia.

Los trabajos llevados a cabo en este tiempo hicieron que de tal suerte se despertara el interés por los monumentos de San Agustín. El Gobierno de Colombia ordenó que en los textos escolares se hiciera mención de este sitio como uno de los más célebres del país por este aspecto. A pesar de esto nadie pensó en dar una reproducción exacta de las estatuas; ni se hizo una exploración científica del lugar para llevar a término las excavaciones.

En vista de esto tuvimos ocasión de hacer conocer al cartógrafo, Karl Theodor Stoepel, la importancia de las antigüedades de San Agustín e indicarle los trabajos que en ese sitio debieran hacerse. El explorador Stoepel pidió indicaciones al Real Museo de Etnología de Berlín con el fin de hacer exploraciones en San Agustín en un próximo viaje que iba por entonces a emprender por Sur América. A fines de 1911 trabajó, después de un viaje desde Quito, durante cuatro semanas en dichos sitios, y mandó hacer diez y ocho moldes de figuras ya conocidas en otros tratados. De estos moldes hay reproducciones exactas en yeso en la colección de su Alteza Real, la princesa Teresa de Baviera, en Munich. Además de estas figuras ya conocidas hay otras nueve, que el explorador describe por vez primera19. Stoepel no hizo excavaciones; ni estudió la extensión que la civilización indígena de San Agustín tuvo en los territorios limítrofes, y lo que es peor, incurrió, al suministrar los datos, en no pocos errores20.


El curso de mis exploraciones

Por todo lo que acabe de decir échase de ver que nuestro principal propósito al emprender un viaje por Sur América era visitar la región de San Agustín. Circunstancias muy favorables me permitieron conocer este lugar excepcional para el estudio de la arqueología y etnología, por ser el lazo de unión entre las civilizaciones centro americanas del Norte y las peruanas y ecuatorianas del Sur.

El tiempo propicio para este género de trabajos en aquel sitio es de diciembre a abril, por ser la estación seca. Por ello y para llegar oportunamente, emprendí mi viaje a Colombia en septiembre de 1913.

El viajero, que viene de Europa, debe atravesar nueve grados de latitud o sea, desde la desembocadura del río Magdalena hasta sus cabeceras y pasar del onceavo círculo al segundo de latitud norte. Este viaje tiene la ventaja de que, a más de conducirnos al sitio deseado, nos da el conocimiento necesario para hallar los medios de transportar, sin necesidad de llevarlo con nosotros, el material encontrado en las excavaciones.

Por hacedera que parezca a primera vista la empresa, no deja de encontrar el viajero aventuras y dificultades que le preparan admirablemente para la vida que luego ha de llevar en los campamentos o en las humildes chozas de los indios. Para ello es menester que el europeo se trueque en explorador, y que aprenda a considerar como secundario o de poca monta, cuanto no fomente el propósito que le conduce por estas tierras. Aunque habíamos ya hecho seis años antes una exploración semejante en Méjico, ella pertenecía para nosotros a un pretérito que en parte habíamos olvidado, y fue menester que de nuevo nos ejercitáramos en este género de empresas.

El viaje de Barranquilla a Girardot, puerto fluvial de la Capital, se hizo en doce días, en vapores fluviales de rueda trasera, y si se exceptúa la paciencia en que hay que ejercitarse a causa de la lentitud del viaje, él no presenta dificultad alguna; por lo demás esta virtud es indispensable en todas las excursiones por la América ecuatorial, y aunque, entre ella y el natural deseo de llegar, se establezca siempre una lucha interior, el explorador experto sabe siempre que la paciencia terminará por vencer definitivamente.

Antes de llegar a Girardot el viajero tiene que abandonar la vía fluvial, que se interrumpe a causa de los raudales de Honda; el recorrido desde la Dorada hasta Beltrán se hace en ferrocarril. De Girardot a Purificación, puerto este último que está arriba de Girardot, el viaje se hace también por el río en buques de poco calado en unas diez horas aproximadamente. De aquí en adelante comienzan en realidad las dificultades para el explorador, pues el viaje hay que hacerlo hasta San Agustín a lomo de mula.

Como no me era dado encaminarme directamente a esta población, opté por hacer una visita de tres semanas a Bogotá, capital de la República. Allí obtuve los informes indispensables; conseguí las provisiones que me hacían falta, y concerté a un joven de veinte años, Telésforo Gutiérrez, que a más de ser mi compañero y ayudante, me prestaría los servicios de cocinero, arriero y experto en el trato con los naturales del Huila. Hube de hacer esta elección con sumo cuidado, pues de ella dependía buena parte del éxito de mi excursión. En cuanto a las mulas, me haría a ellas en Purificación, en donde se iba a efectuar después de muchos años, las primeras ferias.

A fines de noviembre de 1913 llegué a Purificación. Dos días completos estuve allí, dando vueltas por la plaza principal, soportando unas veces lluvias torrenciales, y otras el sol reverberante de los trópicos. Por desgracia, no se hallaron en aquella población sino únicamente animales de carga sin amaestrar, y esto nos creó dificultades sin cuento, pues a cada momento era indispensable arreglar las cargas de las seis mulas que llevamos con nosotros. Quizá a esto se deba el no haber podido llegar a San Agustín sino diez y seis días después de haber salido de Purificación, aunque hemos de confesar que parte de este tiempo lo empleamos también en algunas excavaciones llevadas a cabo en el camino. En condiciones normales y sin los contratiempos que nosotros experimentamos, el viaje de Purificación a San Agustín puede hacerse en diez días. El obstáculo de menos monta en estos caminos es la lluvia, pues con unos zamarros y un encauchado el viajero se siente protegido, a menos que los aguaceros sean torrenciales. En cuanto al equipaje lo más indicado es llevarlo en petacas de cuero o de esparto, que se ofrecen a la venta en casi todas las poblaciones. Los afluentes del Magdalena desbordados presentaban serias dificultades para continuar la marcha; solo en algunos se encuentran puentes para poder pasar; en los demás es necesario aguardara a que pase la creciente, o poner las cargas sobre las espaldas de los indios, mientras las mulas pasan en ocasiones a nado. Todo ello fue causa de que el papel que llevábamos para hacer los moldes se mojara, por lo cual fue menester no raras veces que, antes de continuar la marcha, lo pusiéramos a secar al sol. En otras ocasiones fangales inmensos nos impedían seguir adelante, pues las cabalgaduras se veían expuestas a quedar enterradas en el barro, y eso, que estas dificultades se nos presentaban precisamente en los caminos más frecuentados y en los que tenían fama de ser menos malos. Es curioso advertir que, cuando en concepto de aquella gente la vía se ha hecho intransitable, se contentan con decir que hay por allí mucho barro. El ascenso a la meseta de San Agustín presenta mayores dificultades a causa de la estrechez de la ruta, cortada en la roca; por lo cual tuvimos que descargar de nuevo las mulas y apelar a los indios.


Del pueblo de Purificación que se halla a la orilla occidental del Magdalena y sobre la falda de la montaña, nos trasladamos en una balsa con todo el bagaje a la orilla opuesta y desde aquí comenzamos lentamente el ascenso por el valle caluroso que se extiende a lo largo del río. A los cinco días de este viaje llegamos a Neiva, capital del departamento del Huila, que debe su importancia al hecho de comenzar allí la navegación del Magdalena, que en esta parte se hace en champanes.

Tres días después de haber salido de Neiva y al pasar por detrás de la población de El Hobo, abandonamos el monótono valle del río y comenzamos el ascenso refrescante de las cordilleras. Por regla general casi todas las noches hallamos albergue en alguna choza y con él comida, aunque pobre y sencilla. La posada de La Palma21, abrigada por corpulentos árboles que le prestan sombra con su follaje, parecíanos un oasis en medio del desierto, pues en toda la llanura de Neiva no se halla ni un solo sitio sombreado. Allí los árboles aislados se llaman samanes, palabra quechua, que significa lugar de descanso y que los antiguos peruanos consideraban como una huaca, o sea un poder divino.

Pueblos y aldeas se encuentran a todo lo largo de la ruta hasta llegar a las cabañas que forman el poblado de San Agustín. Aquí concluyen los caminos de herradura; por doquiera aparecen únicamente mezquinas trochas que conducen a chozas aisladas. Al través de las selvas vírgenes puede irse bien hasta el Caquetá o por el lado de la Cordillera Central hasta el Cauca. Hállase aquí uno como perdido en un callejón sin salida, y se siente en los confines del mundo. Quizá a esto se deba el olvido en que han estado las antigüedades de este sitio. En estas trochas no se ve huella humana que conduzca a una dirección prefijada. A medida que el viajero se aparta en busca del Sur, solo tropieza con moradores autóctonos acontece esto especialmente en la bifurcación de los caminos, arriba de El Gigante y en dirección oeste o sea hacia La Plata.

Tornamos a pasar el Magdalena por un puente y llegamos a los pies de la Cordillera Central. Algo más atrás y un poco hacia el Sur topamos en Altamira con otra bifurcación de caminos que van hacia Guadalupe por donde puede llegarse hasta la Cordillera Oriental por un camino recién construido. Es menester pensar que después de nuestra salida de Girardot no hemos encontrado en todo el camino con persona alguna de nación extranjera civilizada. Las comunicaciones telegráficas y los correos cesan en el pueblo de Pitalito, que está a una jornada de San Agustín; a esta circunstancia se debió que durante mi estadía de tres meses y medio en San Agustín, no estuve del todo aislado del mundo exterior.

De la llanura de matanzas (véase mapa) el camino se desenvuelve al través de un desfiladero profundo y se levanta después, tallado en la roca hasta las alturas de las cabeceras del río Sombrerillos. El río se atraviesa por un puente y se sube por fin a la meseta de San Agustín situada a 1635 metros sobre el nivel del mar. Al comienzo de la meseta, en las vecindades de una cabaña, llamada Uyumbe, hállanse recostadas en la yerba, como la cosa más natural, tres figuras en piedra, cada una de más de un metro de largo. Ya sabíamos por Codazzi que desde 1857 existían estas estatuas en aquel sitio. Al entrar en la plaza de San Agustín, media hora más tarde, nos saludaron no menos de 14 colosos, casi todos más grandes que los que poco antes habíamos visto en Uyumbe. Algunos vecinos, patriotas, los llevaron hasta allí, luchando contra toda suerte de dificultades y después de ingentes esfuerzos, los colocaron en fila, mirando a la Iglesia22. Otras dos estatuas sirven de sostén a las columnas de madera del portón del templo23. Casi todos estos colosos eran ya viejos amigos nuestros, conocidos desde los tiempos de Codazzi, solamente que en ese entonces estaban aún en el sitio en que los habían dejado los indios. La mayoría de estas estatuas proviene del lugar que hemos llamado


Meseta B y que se encuentra a unos pocos kilómetros al oeste de San Agustín.

Ante todo quise obtener una idea en conjunto de un sitio como éste, tan importante para la historia ya desde los tiempos de Codazzi. Por lo pronto era del todo imposible emprender trabajo serio alguno, pues el suelo empapado por las lluvias abundantes de aquellos días estaba intransitable, debido a los charcos que se habían formado en todas partes. Era además indispensable despejar en los sitios principales el bosque y el soto, hacerlo secar al sol y quemarlo cuidadosamente. En vista de que las estatuas más grandes estaban enterradas casi todas en aquellos montes y cubiertas de una densa vegetación, y de que solo algunas se hallaban en pie, fue trabajo arduo el tomar fotografías que dieran todos los detalles. Lo mismo acaeció cuando se trató de tomar moldes de las estatuas o cuando se pretendió determinar la relación que pudiera existir entre ellas y las rudimentarias construcciones en piedra que les debieron servir de templos. El levantamiento de las figuras nos pareció casi un imposible, máxime teniendo en cuenta los escasos medios de que, para hacerlo, disponíamos. Bástanos advertir que, solo para ver de ponerle la cabeza a una figura decapitada, fue menester construir un andamio complicado y difícil. La gran laja de piedra de tres metros por cuatro del templo principal de la Meseta A se pudo hacer deslizar por el terreno después de algunos días de haber estado socavando la tierra que la sostenía. Esta labor era indispensable para poner al descubierto las estatuas que se hallaban debajo de ella.

Gracias a las promesas de albricias que hice a los que nos que nos indicaran el sitio en donde se hallaban nuevas estatuas, no tardé mucho en estudiar todo aquel territorio de una civilización prehistórica, aunque ya antes visitado por nuestros antecesores en este mismo empeño. Preséntase en forma de triángulo, cuya parte más abierta está hacia el nordeste en línea paralela al Magdalena. El ángulo sur está formado por el valle abrupto del Naranjo, afluente del Magdalena, que después de recibir en su lecho el río Granadillo, toma el nombre de Sombrerillos. La punta septentrional está en las Altas Cruces, colina en la cual todos los años, el 3 de mayo, se colocan siete cruces. De nordeste a sureste atraviesa este valle el riachuelo de San Agustín. Casi en la desembocadura de éste en el río Sombrerillos hállase el poblado conocido también con el nombre de San Agustín. Como se echa de ver por las fotografías que acompañan el texto, tomadas desde las colinas que rodean la aldea, tenemos: primero La Meseta, por el oriente24; luego hacia el noroeste el valle de San Agustín25; y al norte del Cerro de la Pelota que presenta una forma obtusa, casi cónica26. El costado sur es bastante plano; tiene por occidente un repecho suave, y por el norte y el nordeste se levanta la cadena de montañas que separan el valle del río Magdalena.

Cuánto más nos aproximamos al Magdalena, fuera ya del triángulo que hemos probado a describir, se hace más variada y rica la naturaleza hasta llegar por fin al norte al valle profundo del río que nos separa de las grandes cumbres de la Cordillera Central de los Andes Colombianos. Allí se levantan majestuosas la Sierra Nevada de Coconuco y hacia el oeste la Sierra del Buey27 que se juntan y entrelazan como los bastidores de un inmenso escenario.

Muy de ligera estudié en esta primera excursión los sitios que dentro del triángulo de San Agustín ofrecen curiosidades al arqueólogo, en la seguridad de que más tarde habría de tener tiempo suficiente para hacerlo con más calma. Variaron para mí las perspectivas cuando tuve noticias de que a una jornada de San Agustín se hallaban nuevas estatuas, pero que, para ver [sic.] de estudiarlas, era indispensable permanecer algunos días fuera del poblado. Con todo resolví estudiar algunas de ellas, por hallarse más a la mano, y las otras, que exigían una ausencia mayor y el procurar obreros y vituallas, se dejaron para el final de la excursión. Opté en muchos casos por enviar primero al que había dio aviso de los hallazgos a fin de que rectificara los sitios y me evitará tanteos inútiles, pues no pocas veces hube de vagar a la ventura en la selva virgen, guiado por el supuesto descubridor, sin hallar por parte alguna el sitio en el que él decía haber visto las estatuas. Esto me sucedió, por ejemplo, en un lugar llamado Las Quebradillas a la izquierda del camino, al trasmontar el Alto de las Cruces. La cosa era tanto más lamentable cuanto, no pudiendo suponer razón alguna para imaginar que el denunciante me hubiera engañado por vanidad, era de suponerse que algunas estatuas de-


bían hallarse realmente por aquellos sitios. En cambio, cuando se me afirmaba que, por ejemplo, en una cacería se habían visto en la selva unas estatuas, pero que no recordaban el sitio donde ellas pudieran estar, di mayor importancia al dicho de los informantes. En cierta ocasión, hallándome en un sitio denominado «Las Tapias», se me afirmó que alguien había hallado, juntamente con algunas estatuas, un lienzo de muro cuyas piedras se encontraban unidas con argamasa, semejante cosa me pareció inaudita, pues nunca había visto en los templos primitivos que los indios usaran argamasa para sus edificaciones, aunque otra cosa asevera Stoepel28. La verdad es que tal manera de juntar las piedras no la había visto yo nunca en aquellos sitios. Para persuadirme de lo que hubiera de cierto en el asunto, envié a principios de 1914 a Sixto Ortiz, dueño de la hacienda de «La Meseta» y aficionado a esta clase de estudios, para que me rindiera un informe sobre el particular a mi vuelta de la excursión por las tierras de Huitotos y del río Patía. El resultado de las investigaciones de Ortíz fue favorable al concepto que ya tenía formado, pues aquel muro y la argamasa pertenecían a una edificación española de los tiempos coloniales.

A fines de diciembre de 1913 visité, en dos excursiones sucesivas, de un día cada una, a más del territorio entonces conocido, otros, en os cuales se hallaban tres figuras en el cerro de La Parada, y una en el camino no lejos de la choza llamada «La Candela». A estas dos excursiones siguió otra de cinco días, al noroeste y al otro lado del Magdalena, en la falda oriental del cerro de «La Pelota». Pasamos el río por encima de un tronco de árbol colocado en el peñasco de «El Estrecho», y en un sitio en donde el Magdalena solo mide tres metros con setenta de ancho29. Allí, cuesta arriba, en el costado norte, hallé una figura pequeña de piedra y tres, que estaban en pie. Más propicio para las excavaciones resultó el lado de occidente y el otro lado del riachuelo «Jabón», en donde hallé cerca de una choza numerosas estatuas pequeñas y unos sepulcros30. En esta excursión, que hicimos al otro lado del Magdalena, no pudimos llevar mulas, pues lo profundo del valle, lo escarpado de las rocas y lo espeso del bosque no permitían que el viaje se hiciera a lomo de mula.

Las excavaciones efectuadas en las cercanías del riachuelo «Tablón» requirieron tiempo más largo. Corre este río de la región del cerro de «La Pelota» en dirección este y va a desembocar en el Magdalena. Grandemente ilustrativos resultaron los descubrimientos hechos en la parte occidental del mencionado riachuelo, pues allí topamos con varias estatuas de gran tamaño y con algunos relieves en piedra. Hacia el lado este del mismo riachuelo, dimos con algunos sepulcros, que contribuyeron a acrecentar nuestros conocimientos de la región. Duraron estos trabajos, sin interrupción, del 7 al 15 de enero de 1914.

El día 16 logré sacar en «La Estrella» montículo que queda hacia el oeste, entre la Meseta y el pueblo de San Agustín, una figura en piedra. Sin embargo, las lluvias habían convertido en lodazales las tierras, aunque ya estaban desmontadas de brozas y por ello se hizo por entonces casi imposible continuar las excavaciones. Por tal razón preferimos por entonces hacer más bien una excursión a «Isnos» y otra a los lugares prehistóricos, situados al norte y conocidos allí con los nombres de «El Alto de las Huacas» y de «El Alto de los Ídolos». Este último hállase hoy en medio de la selva virgen.

En las llanuras de Matanzas nos detuvo por dos días el estudio que hicimos de una rana enorme, esculpida en piedra y de unas vasijas toscas; continuamos nuestra excursión por otros sitios que prometían mucho a la curiosidad del arqueólogo, pasamos luego con todo nuestro equipaje al otro lado del Magdalena en una balsa, y nos encaminamos desde el alto de la hacienda de «Isnos» por un páramo estéril, de raquítica vegetación, en dirección norte hacia las chozas del Alto de las Huacas, a donde llegamos después de dos horas.

Si en Isnos nada hallamos que atrajera nuestra curiosidad, en El Alto de las Huacas encontramos buen número de sepulturas con sus sarcófagos en piedra y algunos nichos. Conocimos allí también una figura muy tosca labrada en piedra.

El 26 de enero continuamos el camino en dirección a el [sic.] «Alto de los Ídolos» en las montañas septentrionales31. Tras de una marcha difícil por empalizadas y lodazales, entramos a la selva virgen y comenzamos el ascenso que duró hora y media hasta llegar a la altura. Allí halamos, fuera


de un número considerable de sepulturas, todavía invioladas, varias figuras en piedra muy sugestivas. Por desgracia las excavaciones comenzaron en este sitio con mal sino, pues, luego de haber desbrozado un buen trozo de montaña y de haber levantado los peones la improvisada choza, mientras yo arreglaba mi tienda de campaña, comencé a sentir, debido a la alimentación inadecuada, un catarro intestinal que me impidió continuar los trabajos que había comenzado ya en tres sitios distintos. A esto vino a añadirse que Telésforo, mi compañero de viaje, tuvo que quedarse en el Alto de las Huacas, a causa de una herida que se hizo con el azadón y que a poco se canceró, por lo cual me vi privado de mi cocinero. Para colmo de males, uno de los peones sufrió durante la pisada de una mula mientras estaba cargando, y con todas estas contrariedades, menester fue ordenar la vuelta, con harto pesar mío.

Mientras tanto nos fue dado comenzar, el 2 de febrero, los trabajos arqueológicos en la Meseta y sobre todo en la parte meridional, que hemos llamado A. Dimos allí con el templo principal y aunque ya habíamos antes tomado algunas fotografías, los trabajos duraron catorce días. Mientras tanto, pude también estudiar ocasionalmente y hacer algunos hallazgos en el cerro de la Pelota cerca de un sitio, llamado «Las Moyas», al noroeste de San Agustín y no lejos del río del mismo nombre.

El 18 de febrero, mientras las mulas conducían a Neiva mi primer cargamento de antigüedades indígenas, emprendimos nuevamente camino hacia el Alto de los Ídolos para ver de continuar las excavaciones interrumpidas un mes antes. Era nuestro propósito estudiar también los lugares circunvecinos de los cuales ya había adquirido algunos datos. Para esta expedición hice preparar buen acopio de víveres para los peones. Tenía además la fortuna de que mi catarro gástrico había desaparecido debido a un remedio indígena compuesto de una yerba, llamada por allí escoba de marrano, y jugo de limón.

Como este remedio me resultó muy eficaz, pues a los ocho días estaba libre de toda dolencia, conservo de esta expedición los más gratos recuerdos de toda mi estadía en San Agustín. Sobre todo mi tranquilo reposo, en medio de la opulenta y soberbia belleza de las selvas y los sorprendentes descubrimientos prehistóricos que allí hice, no se borrarán de mi memoria. La escoba de marrano, que solo crece a unos mil trescientos metros sobre el nivel del mar, me ha acompañado de ahí en adelante en todos los viajes por Colombia, y confieso que me ha prestado servicios muy grandes, al paso que las drogas, que traje de Europa, no me fueron de provecho, por lo cual he pensado que la medicina podría aprovecharse de éste y de otros muchos medicamentos caseros en Colombia.

Nos instalamos en el Alto de los Ídolos por un tiempo que bien pudiera resultar indefinido. Cayeron por tierra, a los golpes del machete algunos corpulentos gigantes de la selva, arrastrando consigo cuanto hallaron a su paso. Del 19 al 25 de febrero llovió, por desgracia, casi todos los días; difícilmente puede uno formarse idea, sin haberlo visto, de los torrentes impetuosos que se forman en estos casos en las montañas. Invadieron las aguas nuestro campamento, y una niebla constante producida por la humedad de la atmósfera, empapó del todo la tolda impermeable. El ronco estruendo de los truenos en las noches, la penumbra de la luz solar en los días opacos, que cada momento nos hacían concebir la esperanza de que el sol aparecería por algún claro de nubes, mantenían el espíritu en un estado de constante tensión y producían en nosotros efectos místicos y extraños. Mayor fue todavía nuestro asombro cuando comenzamos a sentir que la tierra se bamboleaba bajo nuestros pies; hasta la misma cámara fotográfica rodó por las laderas de la montaña; piedras y árboles, como dotados de una vida extraña, rodaron por las faldas de la montaña.

Nada de esto impidió sin embargo el continuar los trabajos de excavación. Más difícil resultó encontrar hora propicia para tomar las fotografías, y se hizo muy difícil acertar con el tiempo que hubiera de darse a cada exposición fotográfica. En ocasiones sentía impaciencia al ver los trabajos que aún me aguardaban y que debían terminar antes de que llegara del todo, en abril, la época de lluvias torrenciales. Al fuego tuvimos que secar los moldes, lo mejor que pudimos, y el 26 de febrero, antes de que apuntara el alba, emprendimos camino hacia el «Alto de las Piedras» con el deseo de llegar allí antes de que anocheciera y evitar de esta suerte un improvisado campamento en medio de la selva. Durante todo el ascenso y, a pesar de que el cielo estaba limpio de nubes, nos empapamos las ropas, muy desde los comienzos del camino. Subiendo unas veces, bajando otras, pasando por riachuelos y pantanos, continuamos la marcha, temerosos siempre de perder la trocha o de dar al traste con la parihuela en que iban cuidadosamente envueltos los moldes. Después de ocho horas, molidos de cansancio, llegamos por fin a la tierra prometida, por fortuna a hora conveniente para hacer los preparativos necesarios para pasar allí la noche. En este sitio, que es bastante reducido, hallamos once estatuas muy grandes; la verdad es que las que aquí encontramos eran tan numerosas como las de la meseta de San Agustín, y debido a que las más de ellas estaban en pie o al menos colocadas sobre la tierra, por no hallarse aquí sepulturas como en el Alto de los Ídolos, hízose fácil el trabajo, ya que no fue menester hacer excavación alguna. Por ello, ya el 3 de marzo habíamos concluido los trabajos en este sitio, y emprendí camino hacia «La Ciénaga Chica», por el sureste, después de haber tomado las fotografías del lugar.


Antes de la marcha hube, con todo, de enviar un peón a San Agustín en busca de vitualla, que ya escaseaba, y de papel para fabricar los moldes. Envié, así mismo, dos peones más a el Alto de los Ídolos, en busca de algunas otras estatuas; pero volvieron sin haber hallado cosa alguna. El camino que conduce a Ciénaga Chica es casi constantemente de bajada; pero no gastamos sino cinco horas, y eso que la marcha era lenta, debido al impedimento de los moldes y de las colecciones a que ya nos habíamos hecho en esos sitios. Después de varias semanas de viaje por entre cerros y rastrojos, llegamos otra vez a las cercanías de la selva inviolada. Como único representante del hombre, hallábase allí cerca una choza. Exploramos entonces varios sitios en donde topamos con sepulturas indígenas y sarcófagos monolíticos, con un acervo de vasijas y algunas figuras arcillosas, quebradas. Dos días más tarde, atravesando por Isnos y Matanzas, emprendimos de nuevo camino a San Agustín.

Todo mi empeño por llegar a San Agustín se redujo a tomar el molde en papel preparado de las estatuas, empresa que resultó harto compleja por las formas angulosas y las ranuras profundas que tienen. De las estatuas más grandes hubo que tomar el molde por partes. Cuando en cada caso se retiraba el molde de la estatua, ocurría que el papel sufría quebraduras y aún rupturas, que hubo que reparar con sumo cuidado para no echar a perder el trabajo. Para endurecer los moldes se necesitaba aceite de trementina y barniz copal. La provisión de que estas sustancias había traído de Bogotá me resultó escasa y por ello, no siendo posible conseguirlas antes de llegar a Neiva, opté por el almidón de yuca que me resultó admirable; entre otras cosas, porque los insectos no le atacaban como acontece con otras sustancias. Impidió también nuestros trabajos la lluvia, casi continua, que no nos permitió ni llevar a cabo las excavaciones, ni el hacer los moldes. Aunque alquilé para estos menesteres un rancho grande los inconvenientes no desaparecieron completamente.

No menos grandes fueron las dificultades que hallamos cuando se trató del transporte, pues los cajones excedían en peso al que se acostumbra en estos casos y, para colmo de males, nos faltó el material de empaque para no pocos moldes, por lo cual hubimos de suplirlo con hojas de árboles. A pesar de que no faltó madera, era imposible pensara en transportar las cargas a lomo de mula, y así fue necesario apelar a los peones que las llevaron hasta Pitalito y luego otros hasta Neiva. Algo semejante acaeció con las catorce estatuas pequeñas, cuyo transporte desde el Alto de las Piedras hasta San Agustín y de aquí a Pitalito me ocasionó dificultades sin cuento. Tuve entonces ocasión de admirar la fuerza hercúlea de los cargueros que llevaron, por muchas leguas, moldes y figuras que pesaban varios quintales.

No consideraba aún concluidas las excavaciones pues era menester hacer nuevas excursiones a Las Moyas, a Uyumbe y a La Parada, ubicada en una altiplanicie desmontada hacia el oeste, muy cerca de la Meseta y al otro lado del río Lavapatas. Esta excursión exigió varios días a contar del 17 de marzo. Increíble juzgué entonces no haber tenido antes noticias de este lugar, pues había allí, a más de tres estatuas gigantescas, dos figuras de animales y un sepulcro. Añadiré, por último, que tuve que tomar numerosas fotografías de estatuas, colocadas en la región septentrional y occidental de la Meseta, y ello explica por qué permanecí en estos sitios hasta el 30 de marzo.

Al mes siguiente abandoné a San Agustín, persuadido de que este territorio, testigo en tiempos lejanos, de una cultura rara, había sido cuidadosamente explorado, y que los descubrimientos, si se comparan con los de mis predecesores, se habían sextuplicado, máxime por lo que hace relación al hallazgo de nuevas estatuas.

El corregidor del pueblo, señor Gustavo Muñoz, en asocio de otro amigo, me acompañó hasta Uyumbe, donde me despidió con el acostumbrado: perdone. Al salir de las regiones de San Agustín llevé conmigo los imborrables contornos del paisaje, los recuerdos de aquel clima suave, de aquellos trabajadores, siempre alegres, y de aquella aldea, presta siempre a secundar mis propósitos. Acordéme entonces con cierta nostalgia de los disfraces, matachines y mojigangas de aquellos aldeanos; de las serenatas que al son del tiple, la bandola y la guitarra oí desde mi choza en aquellas alta horas de unas noches o de unos amaneceres que me transportaban a un mundo para mí del todo nuevo, desconocido e impregnado de exquisita poesía.


45 *

1

Preuss. Forschungsreise zu den Kágaba - Indianern. Editorial Anthropos, Moedling (Viena), 1926-1927. - Religion und Mythologie der Uitoto, 2 vols., Goettingen 1921-1923 (Quellen der Religionsgeschichte, vol. X, XI).

Revista ENTORNOS. Vol. 26, núm. 2. Universidad Surcolombiana. Vicerrectoría de Investigación y Proyección Social, 2013, pp. 37-45

2

   Véase Pl. 23,2.

3

   Véase Pl. 25,2.

4

   Felipe Pérez, Jeografía física i política de los Estados Unidos de Colombia, vol. II, pág. 89. Bogotá, 1863.

5

   Cfr. Pl. 18, 1-2; 34, 1-2.

6

   A. a O. pág. 84.

7

   Cfr. Pérez, obra citada, vol. II, págs. 76-106.

8

   De estas reproducciones, dos altares, como los llamó Codazzi, no son tales, sino antes bien son debidos a la naturaleza misma. (Cfr. Pérez, figs. 9 y 32. _Nuestra obra, Pl. 56, 4). La confirmación de esto nos la dieron amablemente los señores profesores Johnson y Belowsky del Instituto Mineralógico de la Universidad de Berlín.

9

   Véase el mapa.

10

   Pls. 39-42- Cfr. mariano eduardo de Rivero y Juan Diego de Chudi, Antigüedades Peruanas, Viena, 1851.

11

   A. a O. Texto págs. 323 sg.

12

   Alphons Stuebel, Die Vulkanberge von Columbia. Obra completa editada después de su muerte por Theodor Wolff. Dresden 1906, págs. 2 y 52; figura 19. Para la estatua aquí dibujada véase nuestra Pl. 20, 1-2.

13

   No conozco las fotografías originales; dos fotografías de moldes que me envió el profesor Rivet, pueden verse en las figs. De las Pls. 18, 1 y 28, 1.

14

   Pl. 44, 2.

15

   E. Hamy, Une figurine de pierre de San Agustín au British Museum. Journ. De la Soc. Des Américanistes III, pág. 207 sg. Cfr. Pl. 44, 2 en la cual hemos reproducido la fotografía que amablemente nos suministró el doctor Joyce, director del departamento etnológico del Museo Británico. Cfr. O.M. DALTON, Note on a stone figure from Colombia, (Plates I-J) en el Journ. Anthrop. Instit, vol. XXX, 1900. Anthrop. Rev. andMisc. No 61 (64)

16

   Carlos Cuervo Márquez, Prehistoria y Viajes Americanos, Bogotá, 1893. Forma este estudio parte del tomo I de su obra extensa, llamada Estudios Arqueológicos y Etnológicos, 2 vls., Madrid, 1920. En el tomo I págs. 165 a 277 se encuentra el estudio sobre San Agustín.

17

   Pl. 31, 1; 51, 3.

18

   Pl. 20, 1-2; 43, 2; 45, 1-2; 46, 5.

19

   Sus reproducciones se limitan a algunas figuras de la plaza de San Agustín y a dos figuras de Bogotá.

20

   Karl Theodor Stoepel, Suedamerikanische praehistorische Tempelund Gottheiten, Frankfurt a/M. 1902; 24 págs., y 8 planchas. Cfr. El mismo STOEPEL, Proceedings oftheXVIIISession, London, 1912, InternationalCongress of Americanist, London, 1913, págs., 251 a 258.

21

   Pl. 2, 1.

22

   Pl. 4, 2.

23

   Pl. 26, 5; 36, 1-2.

24

   Pl. 3, 1.

25

   Pl. 3, 2.

26

   Pl. 3, 3.

27

   Pl. 4, 2.

28

   Stoepel, Südamerikanische Tempel, pág. 24.

29

   Pl. 4, 1.

30

   Pl. 4, 2.

31

   Pl. 3, 4.