Ngcer, vivir y morir

ANTONIO IR1AKTE CADENA*

* ProfesorTitular de la Universidad Surcolombiana. Licenciado en Ciencias de la Educación con Estudios Principales en Español por la Universidad Pedagógica Nacional ( 1975). Master of Arts (Literatura Española por la Universidad del Norte de Iovra, USA., (1978). Autor de la novela El Re- ' tador de Vivaldi, de La Razón , Vulnerada y de diversos artículos « y ensayos sobre humanidades y crítica literaria.

Es, en rigor, a Cristóbal Colón y a su tripulación de filibusteros, más que al Primer Congreso de la Real Academia de la Lengua y sus correspondientes hispanoamericanas, reunido en México en 1951. a quien debemos responsabilizar, en primer lugar, de que año tras año estemos celebrando el día del idioma. El solemne evento hispánico de aquella fecha, lo único que hizo, a mi manera de ver, fue limitarse a reconocer algo que si bien es trascendental para nosotros, en definitiva, resulta apenas lógico, pues aunque el pobre Cervantes no tuvo responsabilidad alguna en el hecho de morirse un 23 de abril, a él sí que le cabe la gloria de haber escrito en castellano, la lengua que hablamos por curioso albur de nuestro destino, una de las novelas más lúcidas, conmovedoras y hermosas de todos los tiempos.

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Cuando Colón y su tortuosa cáfila de aventureros llegaron por equivocación a América y el “Almirante de la Mar Océana” tomó posesión de estos territorios en nombre de la espada y de la cruz, no sólo estaba cometiendo un acto de piratería de gran envergadura, sino que, tal vez sin saberlo, estaba marcando para siempre nuestro azaroso destino con la inconfundible impronta económica, política, social, religiosa, lingüística, estética e idiosincrática del mundo hispáno. Lo que nadie sabe aún a ciencia cierta es si este hecho definitivo que señalaría en adelante nuestra peculiar manera de andar por el mundo, pesa más a la hora de hacer el inventario de nuestras luces y venturas,

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o en el momento de repasar la lista de nuestras sombras y calamidades.

Lo cierto es que a partir de esa fecha fundamental para nuestras vidas, los indios que ya estaban en esta tierra de belleza tan indescriptible como para que el Almirante la confundiera con el paraíso terrenal, y los mestizos, negros, mulatos y zambos que naceríamos después, los hijos del despojo, las víctimas de la exclusión y del avasallamiento, los que hoy somos “Nuestra América”, no escogimos hablar español, ni ser adoctrinados como católicos en esa lengua.

Los indios que nos antecedieron, los que de alguna manera hoy son y están en nosotros, tampoco fueron llamados a consulta cuando, primero, don Alonso de Ojeda y, luego, otros capitanes de ultramar, los “requirieron” en el español de sus católicas majestades, lengua que por lo demás aún no entendían, a que entregaran su oro a cambio de espejitos, a que feriaran sus piedras preciosas por baratijas y a que enajenaran sus tierras a cambio de nada. Nunca se les preguntó tampoco si querían trocar su sabiduría mágica y milenaria, su lúcida percepción original del mundo, los increíbles secretos astronómicos de nuestros mayas, el admirable talento arquitectónico de nuestros incas, los inauditos poderes de nuestros chamanes amazónicos, las raras artes facultativas de nuestros curanderos andinos por los supuestos de la muy discutible, cuestionada y, con frecuencia, decadente civilización moderna de occidente.

En mi ya lejana infancia recuerdo de mi papá, un viejo contabilista que en sus años mozos ejerció con algún talento como maestro de escuela, su estribillo insistente de los tres tesoros que, según él y la historia oficial de Colombia, nos dejaron los españoles en su arbitrio de supuestos heraldos de la civilización: “la religión católica, la raza blanca y el idioma castellano”. De esos años a hoy, siento que se me han ido borrando los dos primeros regalos del registro histórico de nuestras ganancias, para verlos más como saldo en rojo en el de las pérdidas. Sin embargo, y pese a algunas reservas, no tengo inconveniente alguno en reconocer como valioso el tercer tesoro, que, según decía mi papá, nos ennoblece y da riqueza espiritual: el de la lengua castellana.

También resulta claro, además de explicable, que ésta nuestra percepción más bien sombría de lo que nos ha ido sucediendo a partir de aquel 12 de octubre de 1492 no sea compartida sino, tal vez, por un escaso número de españoles. No hace mucho me encontré por la calle a un joven profesor, antiguo alumno mío de Literatura Española en el programa de Lenguas Modernas. Luego de los saludos y cumplimientos de rigor, y a medida que conversábamos, observé no sin asombro, cómo se le iba transmutando el color natural del rostro por el de un rojo subido y el agradable gesto inicial que acompañó el saludo, por el rictus tenso de quien se dispone a hacer algún reclamo. Me contó cómo en época reciente había estado de viaje por varias ciudades de España y, haciendo caso omiso, según parece, de un sentido elemental de la discreción y de esa diplomacia imprescindible con la cual siempre se debe entrar en casa ajena, de la manera más franca, contaba él, les fue pasando cuenta de cobro a sus hasta ese día amigos españoles por el abuso de Colón, por la barbarie de la conquista, por el robo de nuestras riquezas, por el genocidio de nuestras etnias, por su aberrante crueldad para con los negros, por la voracidad insaciable de sus encomenderos, por la ceguera, con frecuencia, fanática y arrogante de sus misioneros, por el despelote administrativo de la Real Audiencia, por la sevicia de Morillo, por nuestra eterna situación marginal frente al que hoy llamamos mundo desarrollado.Mi alumno, al parecer, tampoco ahorró palabras para echarles en cara la calamidad de las muy diversas taras, defectos y mañas que nos legaron, tales como nuestra proclividad enfermiza hacia el leguleyismo, origen de las triquiñuelas infinitas de nuestros políticos; nuestra nefasta simpatía, y hasta admiración, por los picaros, a quienes, por vivos, creemos inteligentes, causa, a su vez, de buena parte de nuestras corruptelas; nuestro barroquismo desaforado y católico que nos empuja a rendirle culto no tanto al ser cuanto a las apariencias y que nos alindera de manera dramática con la hipocresía, con la doble moral; nuestro individualismo hirsuto y excluyente que nos ha hecho incapaces desde los tiempos de la colonia, no sólo de trabajar en equipo sino, y lo que ya resulta catastrófico, de construir entre todos, por encima de pequeñeces personales y de ambiciones de corto vuelo, un gran proyecto nacional que nos dé razón de ser como pueblo e impulso definitivo como nación; nuestro sentido un tanto folclórico, liviano y sentimental de la vida, el cual nos priva de la seriedad, propósito de continuidad y de las energías indispensables a la hora de emprender obras de grande y largo aliento; nuestra incurable propensión a hacer las cosas con el menor esfuerzo posible, utilizando el camino fácil, y, si

l nos dan la oportunidad, apelando al fraude; nuestra tendencia a la improvisación hasta en los asuntos más graves de la familia, de la academia o del estado; nuestra incapacidad para prever con anticipación las cosas, la cual nos lleva, por ejemplo, a pavimentar primero una calle y ocho días después a abrir en el asfalto reciente una brecha brutal para cambiar los tubos del acueducto; todo lo cual, según mi amigo viajero, nos había puesto en franca desventaja frente a países, posiblemente tan jóvenes como los nuestros, los cuales en su momento también fueron colonias de otros imperios, tal como podemos observar en el caso de Australia, Canadá o hasta Nueva Zelanda, dueños de otro estilo, de otra manera de ser, que los ha llevado en poco tiempo a ser naciones serias, organizadas y prósperas, a causa, suponemos, de haber sido signados con el sello de otra herencia cultural.

No alcancé a preguntarle, preocupado, cuál había sido la reacción final de sus amigos peninsulares ante memorial de agravios tan aplastante, cuando, casi al borde del descontrol emocional y enarbolando, amenazante, su brazo frente a mi nariz, me espetó a quemarropa: “Poco faltó para que me lincharan. Y todo por culpa de sus clases de literatura. Y ya que tengo la oportunidad de encontrármelo de nuevo -continuó', quiero hacerle llegar una razón, un mensaje que le mandaron los españoles: “Decidle, ¡Hostia!, a ese maestrucho mal nacido, que si no hubiera sido por nosotros, todavía él y sus alumnos andarían con taparrabo”.

Cuando mi amigo terminó su relato acezante, intenté regresarlo a las aguas mansas de la serenidad diciéndole cómo, si hubiera estado en su lugar, yo hubiera matizado el listado de nuestras taras hereditarias, casi todas ciertas, con unos cuantos rasgos y hechos venturosos, que también son parte del acervo cultural que, junto con el idioma, recibimos de los españoles. Les hubiera dicho, por ejemplo, que, tal vez, gracias a ellos somos los dueños de un curioso ingenio que nos permite salir a flote y sobrevivir, aún en medio de las dificultades más extremas; les hubiera agradecido, junto con .'el afortunado invento de la siesta, k fulgurante chispa de nuestros conversadores y repentistas, cuyo peculiar sentido del humor nos ha salvado de más de una catástrofe; la gracia latina y el sgi*ro de nuestras mujeres; nuestia capacidad de hablar haciendo uso fi^juente del doble sentido, quiero decir,fj-*i «estro don de la ambigüedad, prerrequisito fundamental de toda literatura que, según Borges, aspire a un puesto perdurable en el paraninfo de las letras universales; la hermosa musicalidad de nuestro idioma a la cual debemos los mejores y más sugerentes registros de nuestros trovadores y poetas. También les hubiera dado las gracias por el toque genialmente hispano, evidente en algunos cuadros de Velásquez, el Greco, Goya o Picasso, responsable, a su vez y en no escasa propinación, de la magia cromática de algunos de nuestros pinceles hispanoamericanos más-célebres. Les hubiera dicho en nombre de nuestros músicos, cómo estamos de reconocidos por la españolísima música de Isaac Albéniz, Manuel de Falla y Enrique Granados; por el prodigio del concierto de Aranjuez; por el arte guitarrístico excelso de Andrés Segovia o de Paco de Lucía; por el sonido pastosb y noble, como sabor de vino añejo, de sus guitarras Fleta o de aquellas irrepetibles que construyó en su día José Ramírez, el viejo, herencia denlos guardada con el rigor del sigilo sacramental por luthieres anónimos y legendarios, y cuyas maderas, diseños, corteé y barnices originales habría que buscarlos, tal vez, en los laúdes que sedujeron huríes bajo las ventanas y minaretes de las mil y una noches. Pero, por sobre todo, hubiera agradecido a los españoles el don inapreciable de poder leer, comprender y gozar en nuestra propia lengua materna La Celestina, la poesía de Garcilaso, cuyos versos magníficos no son cosa diferente que recurso desesperado del amor contra la muerte; el Lazarillo de Tormes, todo el bienamado Cervantes, buena parte del arte poético de Góngora, la mafavillosa .salacidad conceptista del

iBuscón y algunos de los sonetos inmortales de Quevedo... En fin, multitud de obras, unas u otras, a;.las cuales acudieron en su hora, nuestra^sorprendente Juana Inés de la Cruz, nuestro Borges inmenso, el Neruda pftpíMgioso de Residencia en la Tierra, César Vallejo y sus Heraldos Negros, Alvaro Mutis, qayo afecto y admiración por España son grandes e indeclinables, quien el pasado mes de abril fue distinguido con el Premio Cervantes de Literatura y, por supüesto, nuestro taumaturgo mayor, Gaforiel García Márquez. Pintores, músicos y escritores cuyo talento sería impensable, al menos de la manera como hoy los miramos, escuchamos y leemos, sin el sabor, el olor, el color, el sonido y la textura propios de quien piensa, habla, siente, pinta, compone y escribe en español. El formidable equívoco Macondo, por ejemplo, la magia aún no suficientemente explicada de su lenguaje, se me antojan intraducibies al vietnamita, al chino, o al inglés. La orgía cromática de Obregón o algunos de los mejores lienzos de Botero sólo son posibles mediante los trazos de una briosa mano hispana.


Hablamos español y este hecho crucial no es mera casualidad aleatoria, como algunos piensan a la ligera, como si diera lo mismo que en lugar de español habláramos portugués, griego o inglés. Como si el de hablar determinada lengua se redujera, por ejemplo, al problema de trocar la palabra castellana luna por la palabra lúe, en la eventualidad de que, antes que los españoles, nos hubieran conquistado los portugueses; o por la palabra selene, si los griegos hubieran llegado a nuestras costas primero que Colón, o por la palabra moon, en la contingencia de que los ingleses, en un acto de curiosa e improbable premonición histórica, se le hubieran adelantado al genovés.

No es lo mismo amar a una mujer en español que en bengalí, provenzal o gaélico. La sutileza erótica de las Mil y una Noches o las sofisticadas artes amatorias del Kamasutra sólo son posibles en el contexto lingüístico y cultural de algunas civilizaciones de oriente.

Las diversas lenguas a través de las cuales cada cultura se apropia de una manera particular de ver, pensar, sentir y expresar la realidad, tienen sus raros caminos y designios. Es un “algo”, en ocasiones evidente, aveces intangible, que nos define con nitidez como hispanos frente, por ejemplo, a lo sajón, a lo ario o al mundo eslavo. Desde hace años me acompaña la inquietud, aún no suficientemente resuelta, de que mientras nuestra cultura húpana, peninsular o latinoamericana, puede exhibir al mundo, entre otras cosas, el genio inconmensurable de su literatura, una abrumadora pléyade de escritores de trascendencia orbital, hijos de la hispanidad, ningún país de habla castellana, ni siquiera España misma, puede mostrar •con el perdón de don José María Ortega y Gasset- un sólo filósofo de la estirpe de Hegel, Kant o Leibniz; ningún músico -ni siquiera los españoles que ya mencionamos- de la vasta y oceánica profundidad de Bach, de la casi sobrenatural capacidad creadora de Mozart o de la honda y conmovedora humanidad de Beethoven. Nuestra cultura hispana tampoco ha aportado jamás un solo científico de la talla de Einstein. Todos ellos, y no por coincidencia, son alemanes.

¿Será que esa diferencia nos hace mejores o peores? Ninguna de las dos cosas. Esa desigualdad, a veces real, en ocasiones aparente, sólo nos hace diferentes. El alma de nuestro idioma en su esencial y bella ambigüedad, o el siempre impredecible genio hispano, tal vez se sientan más cómodos a la hora de tomar la pluma para subir al Olimpo de las letras, que cuando se trate de penetrar los arcanos rigurosos de la filosofía o los laberintos esquivos de la ciencia.

Lo que cuenta, entonces, no tanto es compararnos con otros para sentirnos superiores o inferiores, sino asumirnos como somos, pero de manera consciente, a partir, entre otras muchas cosas, de un conocimiento profundo y amplio del idioma en el que pensamos, sentimos y nos expresamos.

Por supuesto que nosotros, estudiantes y profesores de lengua castellana, los que


nos dedicamos de manera profesional al estudio del español y de su literatura, somos responsables de primer orden a la hora de realizar, desde la pedagogía, parte de esta impostergable y atractiva tarea. Nos corresponde a todos, investigadores, lingüistas, dialectólogos, historiadores, profesores, críticos y literatos, sumergirnos en los filones más hondos de nuestra lengua, en los laberintos de su amplísima y rica literatura para extraer de allí las claves de lo que somos y de lo que queremos ser, quiero decir, los signos que nos indiquen en definitiva el lugar que podamos y estemos dispuestos a ocupar en la historia universal de la cultura.

Quieran las ánimas de don Antonio de Nebrija, primer gramático de la lengua castellana y de don Miguel de Cervantes, ante cuyo genio, una vez más, nos inclinamos respetuosos, darnos las luces, los bríos y, sobre todo, la perseverancia para desentrañar el esquivo y bello espíritu presente y pretérito de esta lengua nuestra, la cual, pese a todas las vicisitudes de nuestro extraño y convulso sino histórico, fue la que nos sirvió para nacer, la que utilizamos para vivir y la que esperamos nos ayude a bien morir.