PAIDEIaS16

VALORES CULTURALES Y EDUCACION

Jorge Elias Guebelly

Aclaración

Gracias a todos los asistentes al VIII Encuentro de Facultades de Educación en la ciudad de Neiva. Gracias por estar con nosotros y compartir la búsqueda de soluciones a la crisis de la educación colombiana. Sólo dependemos de nosotros mismos y los congresos son escenarios para dilucidar las dificultades de nuestra profesión. Gracias a los ponentes, gracias a todos los asistentes y felicitaciones al Decano y su equipo de trabajo por la organización seria y responsable del evento.

La frase del día la encontré anoche frente al televisor mirando una entrevista a Gabriel García Márquez. Dijo el novelista que: "el día en que uno haga su trabajo bien, esa es su mejor revolución".

Quiero decir algunas palabras aclaratorias antes de comenzar la lectura. Lo mío no puede llamarse ponencia sino una invitación a dialogar sobre la crisis de la educación. La escribí, a última hora, fascinado por el tema del humanismo en la formación educativa. Tampoco me extraña el tema en este congreso. Actualmente hay un renacer del humanismo en todo el mundo. En las postrimerías del siglo XX, volvemos con vitalidad a los territorios inexplorados del ser humano. Quiero ver el origen de esta actitud, en el fenecimiento de la última gran utopía de la historia: el socialismo.

50 (NdE) Trabajo del profesor Jorge Guebelly sobre HUMANISMO Y EDUCACION presentado al VIII Encuentro de Facultades de Educación, realizado por la Universidad Surcolombíana los días 29, 30 y 31 de mayo de 1991.


El siglo XX es muy parecido al siglo XIX. Son los dos siglos de la modernidad. El siglo XIX se inició con la muerte de la utopía cristiana. Los habitantes europeos del año 1800, supieron, con certeza y tristeza, que el cristianismo ya no podía solucionar sus problemas esenciales. Los jerarcas habían hecho de la iglesia una organización para el poder económico y político, y de espalda a la sacralidad del mundo. El dios se les momificó en una esplendorosa imagen sin vida y se les derrumbó irremediablemente.

El romanticismo fue el intento de rescatar la experiencia divina ante el mundo. Pero la gente ya no se interesaba más por dios porque estaba tentada -por la fascinación de la nueva utopía histórica: el capitalismo. La libertad, la igualdad, la fraternidad, la democracia, la competencia económica y tantos otros atractivos, llenaron de esperanzas a los hombres de la tierra.' Sólo que 60 años después, la tierra estaba poblada de hombres paupérrimos, hacinados en barrios miserables, azotados por el hambre y carcomidos por la tuberculosis. Las novelas de Zola dan buena cuenta de este infortunado período sin precedente en la historia de la humanidad. Se volvió a derrumbar la nueva utopía: el final de siglo muestra que el capitalismo no puede resolver los problemas esenciales del hombre.


El siglo XIX se inició con la muerte de una utopía: la cristiana y la entronización de otra: la capitalista. El siglo XX es similar: se inició con la muerte de la utopía capitalista y la entronización de la socialista. Y al igual que el siglo precedente, el presente termina con la muerte de su propia utopía y los hombres con sus almas vacías. Quiero hacer una pequeña digresión. William Faulkner es un novelista norteamericano que yo aprecio mucho. Tiene la costumbre de pintar personajes profundamente enfermos. No son enfermedades físicas, ni siquiera psicológicas; son enfermedades humanas. Recuerdo un maravilloso cuento de una mujer que habitaba una bonita mansión, acompañada de su soledad y los prejuicios de la férrea moral del sur de los Estados Unidos. Alguna vez logró conquistar a un hombre para matar su soledad y olvidar su miseria humana. Y en verdad, a eso hemos reducido el amor. El hombre murió en la alcoba de la mujer y no sabemos con certeza si murió por su cuenta o lo mató la mujer. Sin embargo, hay una referencia sutil que sugiere que ella lo envenenó. Yo prefiero que ella lo haya envenenado; así, la imagen es más fidedigna, más real. Lo maravillosos de la historia sobreviene cuando descubrimos que ella siguió viviendo con el cadáver sobre el lecho que pudo ser escenario de retozos amorosos.

Quiero ver en este cuento la metáfora de la humanidad. El hombre crea sus propias utopías, su ramo de ilusiones y éstas se derrumban porque las mata y él sigue conviviendo con el cadáver. Se les caen los dioses y les quedan las esperanzas. A pesar de todo, seguimos siendo cristianos, y a pesar de todo, seguimos siendo capitalistas. Tal vez seguiremos siendo socialistas y conviviremos con tres cadáveres porque somos incapaces de sobrevivir sin utopías.

La necesidad de las utopías para dar sentido a la vida no es una virtud sino una maldición. Es una forma de alejarse de los territorios humanos. Nos reemplazan en todo y somos sus esclavos. Y el humanismo de finales de siglo XX tiende a ser torcido. Parece que estamos buscando otra utopía más para llenar el vacío interior y no es el retorno auténtico y veraz a las regiones inexploradas del hombre contemporáneo. Por lo menos, eso se desprende de la novela de Eco, titulada el "Péndulo de Foucault". Por eso, he escrito estas palabras para conversar sobre el humanismo y la educación porque los maestros debemos saber que otra mentira histórica, nos tomará todo el siglo XXL Todavía estamos a tiempo de un auténtico humanismo y no ese humanismo de los políticos cuando hablan de humanizar la guerra, la competencia y muchas otras cosas más. Tampoco el humanitarismo sedativo de los privilegiados que conmiserados con los desfavorecidos optan por la solidaridad con gestos, canciones y limosnas, para quedar en paz consigo mismo. Desgraciadamente lo escribí a la carrera y lo policopiaron a la carrera. Por eso, hay errores, ideas incompletas, ejemplos que necesitan ser reforzados, etc. Pero yo les iré aclarando al tiempo en que avancemos en la lectura. Desde ya presento excusas por algunas afirmaciones dichas con dureza pero también con amor.


/" ' Alguna vez hay que dejar de mentir ya que, al

fin de cuentas, sólo de nosotros dependemos y

siempre estamos remordiéndonos a solas de

nuestra falsedad, y viviendo así encerrados en

nosotros mismos, entre las paredes de nuestra

astuta estupidez.

\    Pablo Neruda

Es un lugar excesivamente común afirmar que las Facultades de Educación del país están en crisis. Numerosos ensayos han sido escritos para escudriñar los recodos intrincados de las dificultades que asedian y degradan nuestras instituciones educativas. Se han hecho numerosos congresos para encontrar alternativas coherentes que han de conducirnos a modelos menos conflictivos y más eficaces. Sin embargo, hoy, la crisis sigue su propio rumbo, sin que los congresos y los ensayos la hayan podido detener. ¡En algo hemos fallado!

Si miramos -sin sentimentalismos ni intereses personales o de grupos- la práctica pedagógica de los educadores, fundamentada en conocimientos deficientes, carente de metodologías creativas, desvinculada de fenómenos reales del entorno social, privilegiando la información teórica sobre la experiencia viva, prefiriendo los teóricos de otras latitudes ante la imposibilidad de asumirse desde su propio suelo y tantas cosas más, debemos concluir que en algo hemos fallado.

Hace varios años, un grupo de profesores de la Universidad Surcolombiana, hizo un trabajo que luego fue publicado con el título: "Los maestros del Huila". Lo más hermoso del trabajo, fue escuchar a los maestros mismos conceptuar sobre su labor. El autodiagnóstico es patético: trabajo sin amor, irresponsabilidad profesional, los métodos coercitivos y muchas cosas más, conocidas por nosotros mismos. Recientemente, dos profesoras de la Universidad -Magdalena Arias y Angela Rivera- hicieron una investigación sobre la enseñanza del español en el Huila y el diagnóstico no es tan diferente al anterior. Prevalecen los mismos errores, no hay suficiente cualificación en el maestro.

No es carencia de propuestas porque éstas son abundantes. Se han programado numerosos cursos de capacitación que sólo han servido para acumular créditos y su consecuente inmediato y más importante: el beneficio económico. Se han diseñado diversos planes curriculares, creativos y hasta originales y en la realidad se han convertido en una experiencia mecánica y sin vida. Con inquietud se descubre que los profesores modernos varían poco -a veces nada-su práctica pedagógica a pesar de pasar por las aulas de las Facultades de Educación. Todo esto nos conduce a pensar en que existe un problema más de fondo.

Siempre me he preguntado por qué un educador no es creativo en sus clases si nadie le prohíbe la creatividad. ¿Por qué existe la tendencia tan marcada a mecanizar el acto tan vivo y vibrante de la educación? ¿Por qué tanta desidia y animadversión con una actividad cuya naturaleza consiste en estar en contacto con las nuevas mentes del mundo? ¿Por qué tanta medianía con una profesión cuyos pilares fundamentales están allí para ser explorados: los estudiantes, la verdad natural, la realidad social y el sentido de cualificar la vida humana? Me parece que a veces es inteligente decir obviedades y eta es una que necesita ser reconocida sinceramente: todo eso acontece porque la crisis reside en el corazón de los profesores.

No son las Facultades de Educación las que están en crisis sino sus profesores. Las Facultades de Educación son abstracciones mentales; los profesores, seres vivos que dan forma a todo el proceso educativo. Y si la educación és mecánica, deficiente, medianera y muerta, es porque el educador es mecánico, deficiente, medianero y muerto. Es en el corazón del maestro en donde reside gran parte de la crisis de la educación.


Con mis palabras no juzgo a ningún sector. Es urgente liberarnos de la actitud moral de juzgar y condenar. Juzgar es culpabilizar a los otros para justificarse o justificar a los suyos. Pero la moral -cualquiera que sea- impide ver la realidad. Sin moral no juzgamos, ni pretendemos justificarnos y así vemos con libertad. De eso se trata, de mirar sin pasión la crisis de la educación para asumirnos verazmente. Y estoy afirmando que gran parte de la crisis de la educación reside en el corazón de los educadores. No desconozco la parte que pueda corresponder a los educandos con toda la malformación exterior, ni la de los directivos preocupados por intereses administrativos-económicos, ni la del estado son alternativas coherentes. Sólo afirmo que si hay un maestro creativo y vivo, puede hacer clases creativas y vivas, independientes de todas las adversidades del mundo.

Un maestro mediocre tendrá una práctica pedagógica mediocre igual si tiene un diseño curricular maravilloso, un salón con aire acondicionado y todas las ayudas pedagógicas modernas. Lo contrario también es cierto, un maestro creativo hará clases creativas aun en las condiciones menos favorables. Eso es lo que sucede actualmente: algunos educadores creativos hacen clases creativas y una mayoría opaca hace clases opacas.

Nunca he creído en la vieja consigna de que sólo cambia la educación si cambia el sistema. Hoy casi nadie cree esa consigna pero en la práctica nos atenemos a ella. Pensamos que mejorando los sistemas curriculares, los sistemas metodológicos y tantos otros sistemas más, mejoramos nuestra labor. Reconozco la veracidad de esta intención, pero es un mejoramiento accesorio por cuanto que es el maestro el eje de la cualificación. Tampoco creo en la colectividad porque es abstracta y no nombra nadie. Creo en que si hay cualificación humaría en mí que leo estas palabras o usted que las escucha, también cambiará mi o su actividad profesional. Los deseos de cambiar colectivamente esconden la frustración de no poder cambiar individualmente. Cada maestro es obra de sí mismo y de nadie más.

Me parece encontrar el origen del malestar de la educación en la actitud tradicional de enseñar imponiendo valores culturales. Enseñar es -hoy como ayer- hacer asimilar los modelos culturales del educador. Así, la enseñanza no es un diálogo para descubrir el sentido de la vida sino un monólogo para imponer una visión particular del mundo. Si el profesor es comunista o cristiano o conservador y tantas posibilidades más, sólo pretende perpetuar sus valores axiológicos. Y una formación de imposiciones, no es libre, ni libertaria, produce rechazo porque es muerte humana y sólo es posible realizarse mecánicamente.

Los valores culturales de hoy en día son los mismos de hace varios lustros. En el nivel individual persisten los mismos mandamientos: necesidad de triunfar, de ser el mejor, de tener éxito, conseguir dinero, lograr confort, maquillar la imagen personal y tantas cosas más. Son los códigos de la ética que condicionan al hombre para buscar su seguridad personal tanto en lo económico como en lo espiritual. El terror al fracaso es el aguijón para realizar toda clase de actividades y de sacrificios. Es el mismo lenguaje de los exámenes que sólo se estudia por el terror de perderlos y todo lo que eso conlleva. La educación está al servicio de esta dialéctica loca y sólo prepara hombres para que no fracasen socialmente. De allí el acento en la profesionalización, en la tecnologización, en la eficiencia y el total olvido del humanismo.


En el nivel social existe una prolongación de la ética individual. La necesidad de triunfo, éxito, seguridad, mueven a los hombres a fundirse en colectividades para defenderse de las otras. Colectividades políticas, religiosas, filosóficas y de clase, y tantas otras, se levantan sobre el mismo fundamento: el terror al fracaso personal de sus miembros. Así, la colectivización sólo pretende agrupar interese egoístas de un grupo de personas Que acicateados por el miedo al fracaso y estimulados por la seguridad personal, unen sus esfuerzos para no sucumbir ante los otros.

El nivel cósmico ha sido completamente marginado de las relaciones humanas. No produce ningún interés personal, no conduce a la seguridad individual, no es puente para el éxito social. Ante la inutilidad social del universo, el hombre le dio la espalda al mundo y centró toda su actividad sobre los valores que él mismo había creado.

Pero todos estos códigos culturales existen desde hace varias décadas y aún más, se remontan al siglo pasado. Nada nuevo -en esencia- hay en la mente de los hombres del siglo XX. Los mismos valores culturales que siguen sus ciclos, se prolongan, se estiran, se reproducen, se devuelven, involucionan, desaparecen, vuelven a aparecer. Evolucionan dentro de un movimiento incoherente. Evolucionan sin sentido como el cáncer y como el cáncer producen la muerte humana. En verdad, son los valores culturales de la humanidad los que están en crisis, al borde del abismo y no la educación. Si existe algún malestar en el educador es porque desconoce con certeza a cuál sistema ético acogerse para desplegar sus actividades pedagógicas. Hoy en día, los códigos culturales entran en crisis con tanta rapidez como entraron en furor. Es el ritmo superacelerado de la sociedad actual que todo lo convierte en moda.

Y tampoco hemos aprendido a vivir sin códigos culturales porque tenemos entonces la sensación de no vivir.

Los dioses se nos derrumban solos y no tenemos otros para poner en el pedestal de nuestra mente y somos incapaces de vivir sin ellos. Esa es la verdadera crisis porque es la crisis del hombre, es la crisis del educador.

Me parece necesario penetrar un poco en la naturaleza de los valores culturales. Nosotros somos el cosmos y el cosmos está frente a nosotros gracias al acto maravilloso de la conciencia. Somos parte y al mismo tiempo, estamos distantes de la naturaleza. Pero en vez de mirar el mundo, lo interpretamos. Esta interpretación la envasamos en las férreas alforjas de los innumerables valores culturales. La belleza está en el mundo, es armonía, consonancia, ritmos cósmicos, vida natural, acuerdos, reconciliación de contrarios, reencuentro de opuestos y mil cosas más. Y de esta maravillosa realidad hemos hecho una interpretación, hemos forjado un código. De tal manera que la belleza femenina, por ejemplo, hoy en día, pretende estar más en consonancia con el código que con la realidad misma. Y el código de belleza femenina asimilado por nuestra mente, es el europeo o el norteamericano que es el mismo europeo. Ustedes podrán constatar cómo nuestras mujeres imitan las modas, los peinados, el color del pelo y muchas cosas más de las mujeres de esos países. Igualmente constatarán cómo los hombres apreciamos esa belleza y despreciamos otros tipos de bellezas, aún más cercanos a nosotros, como la de los indígenas. En el fondo, la realidad es más deprimente, no conocemos la belleza y ante este cercenamiento, nos guiamos por un código cultural asimilado.


Somos computadoras programadas a través de los códigos culturales. Tenemos la mente repleta de imágenes del mundo, no de mundo. Tenemos una imagen de la mujer la cual depende de nuestra moral o principios ideológicos. Un hombre revolucionario tiene la idea de la mujer revolucionaria, un cristiano, de la mujer cristiana y así sucesivamente. Cuando miramos la realidad mujer, la hacemos coincidir con nuestra imagen. Miramos nuestra imagen de mujer no a la mujer que tenemos al frente. Si ajusta bien, entonces es buena mujer, perfecta, grande y muchas ilusiones más. No le vemos errores porque estamos viendo nuestra imagen que es perfecta. Si no ajusta, entonces la condenamos, la desechamos, la culpabilizamos. La realidad es la imagen y no el mundo.

Estamos inundados de imágenes culturales: la mujer soltera, la mujer casada, la mujer solterona, la mujer intelectual, la mujer revolucionaria y mil imágenes más. El buen marido, el buen ciudadano, el buen hijo y todas sus variantes. Sólo tenemos imágenes para juzgar el mundo y vivimos para ajustarnos a las mejores. Detrás de ellas, la realidad se desliza sin que la toquemos con nuestra conciencia. Somos esclavos de las imágenes.

Los valores culturales son interpretaciones de la realidad pero no es la realidad misma. Se interponen entre el mundo y el hombre. Todo lo que perciben nuestros sentidos son sueños, ilusiones porque sólo perciben valores culturales, imágenes. Los padres quieren que sus hijos sean los mejores y cuando expresan esas ideas con palabras, están nombrando un código cultural -la necesidad de ser el mejor- y no la realidad del mundo por cuanto que en el mundo no existe el mejor, este es un valor estrictamente cultural. Ingenuamente empujan a sus hijos en esa carrera loca que los ha de llevar por caminos de conflictos y torturas psicológicas. Es el resultado de un camino que sólo existe en la mente, ilusiones ópticas en el desierto y no sobre la realidad misma. No en vano, los poetas insisten una y otra vez que la vida es un sueño y la verdad reside al otro lado de las imágenes de este sueño. Pero la realidad del mundo resulta esquiva a nuestros sentidos físicos y espirituales. Estamos continuamente bombardeados por los valores culturales que se nos terminan convirtiendo en realidad. El hogar, la escuela, el colegio, la universidad, los amigos, el trabajo, los medios de comunicación y tantas cosas más, son medios eficaces de imposición de códigos culturales. No tenemos un espacio para percibir el mundo. Sólo tengo vida para mirar intereses creados por mis códigos culturales. No estamos en contacto con el mundo sino con sus innumerables interpretaciones. Nos hemos alejado más de la naturaleza para someternos más a los reglamentos sociales. Estos nos dicen que el hombre de éxito tiene fama, prestigio y dinero y aceptamos esa ilusión sin darnos cuenta en el grado de desnaturalización en donde caemos. Y esta es una consecuencia inevitable: los códigos culturales desnaturalizan, deshumanizan al hombre.

La deshumanización crea una personalidad pobre, conflictiva, caótica, confusa, fragmentada en el ser humano. Cada persona, ante la imposibilidad de ser, forma su personalidad con la yuxtaposición de intereses individuales y grupales. Esta personalidad es el 'ego'. El intrincado enredo de los innumerables valores culturales, empobrece al ser humano. Aceptar los valores éticos de la religión católica, por ejemplo, es desechar los de las otras organizaciones cristianas y los de las otras religiones organizadas; es entrar en contradicciones con ellas, es poseer un solo ángulo para acercarse a la vida: es llenarse de odios los unos contra los otros y de incertidumbre con la validez de los propios. Los actos cotidianos quedan supeditados a unos reglamentos que empobrecen la vida del individuo.


En términos generales, los educadores llegamos al salón de clase maniatados por toda serie de valores culturales. Ellos forman nuestra ética personal. Conforman nuestro ser individual, lleno de conflictos y nuestro ser social, pleno de contradicciones excluyentes. Y con este acervo de imposiciones, nuestras clases se nos tornan mecánicas, sin creatividad y muertas. Consciente o inconscientemente, estamos transmitiendo e imponiendo nuestra propia muerte humana. La enseñamos con ejemplo. El conocimiento racional de una clase que no va más allá del 10% en el mejor de los casos, el otro 90% es el conocimiento de la calidad humana que enseñamos con la pedagogía de los gestos, de los actos, de la comunicación...llenos de amistad, vitalidad y amor. Un maestro humanamente muerto sembrará irremediablemente la muerteen sus estudiantes después de haberles enseñado perfectamente la suma y la resta. Y los muchachos se resisten pero algún día terminarán por aceptar cuando empiecen a morir como un día morimos nosotros en un salón de clase.

Deshumanizados los educadores, la educación es un proceso para la muerte humana, para la competencia, la fragmentación, el egoísmo, la mentira, los intereses personales, los intereses guípales, las ilusiones y todo lo que llena de odio o placer el corazón de hombre. Los códigos culturales sirven de medio para esta enorme destrucción. El niño entra libre a la escuela y el maestro lo amordaza con sus propias cadenas. Miren los niños en los preescolares, parecen pajaritos humanos: corren, saltan, gritan, hacen cabriolas en el aire y son felices. Tienen el cuerpo libre porque tienen la mente libre de valores culturales, de códigos amordazantes. No piensan el mundo, lo ven y por eso se asombran con las cosas sencillas de la vida. Dos años más tarde, ese mismo niño está lleno de deberes, de códigos, de terrores, de angustias y su rostro ha comenzado a marchitarse irremediablemente.

Sólo he querido llamar la atención sobre un problema que considero importante, profundo y la fuente de tanto dolor sobre la tierra, escamotear el inmenso grado de deshumanización de los hombres actuales; insistir en esa pobreza humana con la que vamos a los salones de clase, perpetuando las miserias del hombre. Los educadores estamos en una posición privilegiada pues estamos en contacto con las mentes jóvenes y flexibles de la sociedad. Es allí y sólo allí en donde puede existir la sensatez del futuro. Pero cualquier educación humanizante comienza por la humanización del mismo educador. Trabajo de ascesis, de purificación de los sentidos físico y espirituales, descodificación de códigos éticos para que florezca el ser individual, ruptura con los reglamentos ideológicos para que brote el ser social en plena armonía. Un educador humanizado comprende que su labor, desde cualquier asignatura, conduce a los estudiantes a la comprensión de sí mismo. Este es el sentido original de la educación. Un hombre que se comprende a sí mismo, es capaz de comprender a los otros y también es capaz de comprenderse en el cosmos. Comprende el sentido de la vida y comprender el sentido de la vida es el sentido último de la educación.


Este hombre, no es nuevo; es el hombre primitivo, el original, el niño que aún llevamos en nosotros. Sabe ver el mundo, libre de los códigos culturales, descubre el sentido de la vida, viviéndola libremente; es habitante de la tierra firme porque allí se alimenta de armonía; vive enraizado en el instante porque sólo en el instante existe la vida; anda con la mente limpia de ilusiones porque las ilusiones son las torturas del sueño, limpia el corazón de toda pasión porque las pasiones atrofian el sentir, se libera de todo deseo corporal porque ellos marchitan la belleza sensible. Sin cadenas morales, ni ideológicas, ni tradicionales, no espaciales, por fin es líbre. Y la paz, la concordia, la creatividad y la cualificación humana sólo son posibles entre hombres libres.

Quisiera terminar esta brevísima participación, con un poema de Fernando Pessoa quien dice bellamente y en pocos versos, todo lo que he intentado explicar en tantas hojas.


Mi mirar es nítido como un girasol Tengo la costumbre de andarme los caminos mirando a la derecha y ala izquierda, y alguna que otra vez mirando atrás...

Y a cada momento lo que veo

es lo que nunca por mí antes he visto,

y me doy cuenta muy bien que veo así...

Sé tener el asombro esencial que tendría un niño si al nacer advirtiese que nació de veras...

A cada momento me siento nacido a la eterna novedad del Mundo...

Creo en el mundo como en una margarita porque lo veo. Más no lo pienso, porque pensar es no entender...

El mundo no se hizo para pensar en él

(pensar es estar enfermo de los ojos)

sino para que al mirarlo estar en concordancia...

No tengo filosofía: tengo sentidos...

Si hablo de la Naturaleza no es porque sepa qué es sino porque la amo, y la amo por eso, porque quien ama nunca sabe lo que ama, ni sabe por qué aman y qué es amar...

Amar es la eterna inocencia, y la única inocencia, no pensar.

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