La Universidad actual no ha podido prescindir de la moda histórica, de la costumbre burguesa de convertirlo todo en mercancía. Ha rebajado la educación al estatus de comercio, se ha transformado en un almacén donde se expende el conocimiento, donde llegan algunos inversionistas para asegurar el futuro económico.
Como toda mercancía, el conocimiento es un objeto que se usa, se utiliza para mejorar la imagen personal, mandamiento capital de la sociedad moderna. Garantiza un prestigio individual, colocando al universitario por encima de la multitud iletrada y al profesional en las cimas del edificio social. Se va a la universidad para ascender en el escalafón del mercado, para posicionarse mejor en el tejido de la oferta y la demanda. Posee en consecuencia, la fascinante doble función: mejorar la economía y arreglar el estatus social.
El conocimiento ha sido cercenado, reducido al desprestigio, al servicio de acicalar imagen, de formar ilustrados con almas anémicas y afiebradas. Perdió su función original, su sentido de auscultar la realidad, de iluminar la conciencia tan distorsionada por la avalancha de tantos fantasmas sociales. Renunció a abrir camino entre las sombras, a liberar al hombre de tantas bagatelas mentales y proclamar la vida como sustancia de cada día. Se redujo a acumular informaciones, a la preparación mecánica, a la formación de profesionales, titulados que se han convertido en un inminente peligro para la sociedad y para la condición humana.
Si por lo menos accediéramos a un conocimiento sintonizado con la modernidad (o la posmodernidad?), al compás de las últimas tecnologías, en concordancia con los últimos avances científicos, tendríamos razón para sentimos orgullosos de nuestro universitarismo. Pero ubicados en el tercer mundo y, pero aún, contaminados con una mentalidad tercermundista, hemos optado por una ciencia rezagada, mediocre, intranscendente dentro de la instracendencia. La Universidad no nos libera de ninguno de nuestros atascamientos históricos, ni sociales ni personales. Más bien nos hunde en sus delirios.
Casi toda la comunidad universitaria siente el peso de una formación deficiente, cercenada, sin contenido y a la deriva. No es el único mal, ni siquiera el más protuberante, pero sí el que más horada la conciencia de las nuevas generaciones Insatisfecha con esta deformación, busca perpetuamente cambiar, modificar la
Institución para alcanzar la altura mínima, la más baja expresión universitaria pero en fin de cuentas, con calidades universitarias.
( asi siempre los ejercicios de reestructuración terminan en el fracaso, en la frustración esencial. No podía ser de otra manera si reestructurar es improvisar cambios, traslados intuitivos de los enseres académicos, mudar de ropaje sin tocar la esencia académica ni el factor humano de la comunidad. Estamos tan enceguecidos con la fiebre burguesa, lo suficiente para aspirar sólo a cualificar la mercancía en detrimento HpI ser.
Sin embargo, no podemos abjurar del ejercicio de reestructuración, estamos abocados a persistir en la modificación, a repetir múltiples veces los errores, incluso los mismos errores. Sólo esta metodología fatigante pero ineludible, nos puede despejar la clave, descubrir la ineficacia de una formación mecánica, de una academia sin fuego, sin la trascendencia al ser. Si hemos sido confinados a producir profesionales para un mercado nacional, procuremos preparar una versión más humanizada, más cerca del hombre, de su realidad original.
Y arias facultades de Educación del país se están preparando para la acreditación, cumplir con una disposición legal para recibir beneficios económicos y elevar el prestigio universitario. Deberíamos aprovechar esta oportunidad para avanzar hacia la autenticidad académica, al instrumento cultural mediante el cual podríamos experimentar la vida. □