Paideia    55

EN EL DÍA DEL IDIOMA

El maestro Jorge Elias Guebelly y un grupo de estudiantes del tercer semestre del programa de ESPAÑOL Y COMUNICACION EDUCATIVA me han solicitado pronunciar unas palabras alusivas a la celebración del día del idioma. Entiendo que me han metido en un lío.

Antonio Iriarte Cadena.

Profesor de la Universidad Surcolombiana

Permítanme, antes de intentar decir algo sobre el particular, expresar con el mayor respeto hacia ustedes mis serias reservas sobre la utilidad y provecho de esta clase de celebraciones, al menos tal y como solemos realizarlas en nuestro ambiente académico. Ya irán entendiendo que el lío al que aludía hace un momento y del que, por ahora, no sé cómo salir, consiste en que tal vez no me quede más remedio que representar el nada grato y no muy airoso papel de aguafiestas.

En mi opinión, ésta del idioma, como casi todas nuestras celebraciones, no suele ir más allá de un ritual vacío de todo significado, incapaz de producir cambios importantes en nuestras actitudes y conducta, de dejar honda huella en nuestro espíritu, proclive con frecuencia a escuchar con más ligereza que reflexión el panegírico de Cervantes, los discursos laudatorios sobre la lengua castellana, la invitación a hablar y a escribir con corrección, y toda la parafernalia verbal que solemos exhibir en ambiente de fanfarria cada 23 de abril, como si todas esas conferencias, charlas y disertaciones no condujeran más que a dejar en nosotros la idea -casi que el mensaje subliminal- de que la mejor manera de honrar nuestro idioma castellano consiste -así a secas-- en hablar mucho y ojalá bien, en escribir con profusión sin importar demasiado cómo y de qué.

Cuando el maestro Guebelly y su grupo de estudiantes se retiraron con mi compromiso de hablar esta noche ante ustedes, y mientras, preocupado, buscaba qué decir en mi ya abundante repertorio de discursos al uso, pronunciados durante unos veinticinco años en calidad de conferenciante del día del idioma por culpa de mi condición de profesor de español y literatura, me encontré entre mis papeles del escritorio con una breve nota necrológica escrita por el profesor y crítico literario Guillermo Alberto Arévalo a propósito del fallecimiento del inolvidable maestro y asombroso políglota José Rafaél Cabanillas, ocurrida a finales del año pasado en Santafé de Bogotá.


Al hacer el elogio del difunto, el profesor Arévalo recordaba cómo hace ya varios años se reunió en Popayan un selecto grupo de intelectuales, diestros en el conocimiento de nuestro idioma y baquianos en los laberintos de su literatura para hacer público reconocimiento de los eminentes méritos académicos y lingüísticos de Dr. Cabanillas, y cómo después de recibir el maestro de manos doctas y autorizadas decenas de pergaminos, decretos de honores y diplomas consacra-torios de la más variada índole, un entusiasta orador se dedicó en tono vehemente a ponderar el casi milagroso dominio del homenajeado en la comprensión, habla y escritura de por lo menos treinta idiomas, incluido el latín, el sánscrito, algunas lenguas semíticas y varias indoeuropeas, al lado del griego, del catalán y hasta del vietnamita. Cuando el orador terminó su apología en medio de cálidos aplausos por la excelencia de su pieza oratoria, el maestro Cabanillas con visible desconcierto se puso de pie, vacilante, frente a los micrófonos y, luego de algunos titubeos difíciles, sólo atinó a decir a manera de pudorosa respuesta que no alcanzaba a explicarse la razón de tanto pergamino, de tanta felicitación y bochinche en relación con sus dotes de políglota, puesto que, en su entender, lo que él escasamente había aprendido a lo largo de su vida era a callar en treinta idiomas.

Me temo que aupados por los presupuestos de nuestra cultura occidental de la que, naturalmente, somos parte los maestros de español, hemos caído en la temeridad de un optimismo en ocasiones iluso frente a las posibilidades de la palabra para expresar con fidelidad lo que creemos es la realidad. Tan candorosa ilusión procede, a mi juicio, de que damos por sentado sin mayor fundamento, de manera alegre y en ocasiones temeraria, que las relaciones entre eso que llamamos realidad, nuestros sentidos e intelecto que la aprehenden y entienden así como nuestra palabra que la nombra en la lengua que nos enseñaron desde pequeños son obvias, sencillas y aproblemáticas.

Para nosotros, hijos de Grecia y de occidente, el universo es real, es decir, existe, tiene substancia como resultado una entidad objetiva diferente del yo, sujeto cognoscente, en tanto está ahí como objeto de aprehensión de nuestros sentidos, de la interpretación inteligible de nuestra razón que, a su vez, hace uso de la palabra para nombrar el mundo tal como lo percibimos y como, supuestamente, lo entendemos.

Para nosotros, herederos de Parménides, Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Renato Descartes, William Leibniz y Emmanuel Kant, el mundo es fisis, esto es, natura, entendida en términos de realidad objetiva, sujeta a leyes universales discernibles por la razón y susceptibles de ser descritas y cuantificadas, en cuanto manifestaciones fenoménicas de la realidad mundana, por la venerable ciencia físico-matemática, moderno paradigma de todo saber, y sobre la que hemos descargado de manera más que optimista la apabullante responsabilidad de desentrañarnos la inimaginable complejidad del universo.

Chamanes prehispánicos, poetas videntes -que no fabricantes de versos-, místicos de diversas procedencias, connotados estudiosos de la fisiología del cerebro en su papel de responsable último de la percepción e intelección humanas y varios de los más prominentes físicos actuales, protagonistas de los avances contemporáneos más sorprendentes de la física cuántica y de la mecánica ondulatoria, están de acuerdo en que -al contrario de lo que piensa el hombre común- "el mundo es un inacabable misterio" y que, en consecuencia, lo que percibimos y nombramos de él no es más que un tosco mapa, una lejanísima aproximación a lo que realmente hay en el fondo abisal de todo los seres por sencillos y elementales que nos parezcan. En consecuencia, aunque admiten, como nosotros, en forma diáfana la validez del lenguaje humano para referirse con relativa propiedad y certeza a la realidad percibida-es lo que hacemos todos los días-, nos piden ser más cautos y responsables a la hora de hablar de aquello que en sí mismo, aunque real y perceptible por nosotros, es complejísimo, inabarcable y lleno de incontables sorpresas.


Para estos hombres lúcidos, llámense chamanes, poetas, místicos, filósofos o científicos del nuevo cuño, "hombres de conocimiento", si es que se me permite tomar en préstamo esta bella expresión de labios de don Juan Matus, el brujo yaqui que enseñó a Carlos Castañeda el camino del "ver”, que es el mismo de la clarividencia; para estos hombres de excepción que huyen como de la peste de lo engañosamente apariencial, base de la creencia inamovible que el hombre común tiene acerca de su mundo, el problema fundamental consiste en que a la hora de dar nombre a lo que está en el fondo de la realidad profunda, quiero decir, cuando alguien clarividente se decide a verbalizar ciertas realidades a partir del filón más revelador de su conocimiento, las palabras humanas se quedan cortas, mejor aún, salen sobrando. En lugar de iluminar, oscurecen; dejan de ser vehículo de revelación -epifanía-- para convertirse en instrumentos de distorsión. Y por este camino resultamos víctimas de su peligroso juego: el de su laberinto encantado. Ellas, las palabras, sin embargo, no tienen culpa alguna. Su incapacidad para comunicar ciertas realidades inefables y otras que no lo son tanto, nace de una radical limitación suya inherente a su naturaleza, quiero decir, a la naturaleza misma del lenguaje. Este y con él las palabras que utilizamos para nombrar el mundo, son hijos del pensamiento, y el pensamiento, a su vez, lo es de nuestra cultura, o lo que es lo mismo, de la particular descripción que se nos dio del mundo desde el momento de nuestro nacimiento en el seno de una civilización determinada.

Nacimos en occidente y miramos el mundo con los ojos de la razón. Las palabras de nuestro lenguaje, en consecuencia, y en el más afortunado de los casos, sólo sirven para expresar categorías de pensamiento propias de nuestra cultura, la cual, como sabemos, gravita alrededor del ejercicio racional y de los quehaceres de la ciencia positiva y de la filosofía, instrumentos ejemplares para acercarnos de manera confiable -al menos así lo creemos -a la aprehensión y entendimiento de lo que suponemos es y contiene nuestro mundo.

Lo anterior no significa que el mundo sea idéntico a como lo percibimos, a como lo pensamos o nombramos. Hay, de hecho, tantas descripciones del cosmos como culturas existen. Algunas ven y nombran lo que otras ignoran y callan de este infinito y misterioso universo del que somos parte. Los poetas y los místicos pueden darnos testimonio de su tragedia a la hora de nombrar lo que vieron con los ojos de la intuición o del éxtasis; visión directa que por escapar a la mediación del pensamiento, resulta radicalmete innombrable, o termina en balbuceo, El poeta de verdad sabe que entabla con la palabra poética un combate mortal, del que no siempre sale bien librado. Pretende que las palabras nombren lo que intuye, es decir, lo que "ve”, y que es incapaz de expresar con el lenguaje común. San Juan de la Cruz, hombre célibe por necesidad de su espíritu contemplativo, tuvo que recurrir -vaya paradoja- al más ardiente y elaborado lenguaje epitalàmico para dar voz a su experiencia espiritual de unión con Dios.


"¿Adonde te escondiste,

Amado, y me dejaste con gemido? Como el siervo huiste, habiéndome herido; salí tras tí clamando, y eras ido.

Pastores, los que fuerdes allá por las majadas al otero, si por ventura vierdes aquel que yo más quiero decidle que adolezco, peno y muero.

Descubre tu presencia, y mátame tu vista y hermosura; mira que la dolencia de amor, que no se cura sino con la presencia y la figura.

¡Oh cristalina fuente, si en esos tus semblantes plateados, formases de repente los ojos deseados, que tengo en mis entrañas dibujados/".

Se pregunta uno a propósito del místico de Avila: ¿qué tiene en común su intensa experiencia extática con su lenguaje poético, más propio de amantes desaforados que de casto monje de clausura? Nada, en absoluto. Tal manera de hablar sólo se explica como desgarrador intento de comunicación de lo que, tal vez, no se pueda decir de otra manera. Incapaz de expresar lo que ha visto o desea, recurre a la analogía. En esto se cifra -dicho no sea de paso— la conmovedora y deslumbrante belleza de su poesía. Desde esta perspectiva, San Juan de la Cruz tal vez no nos interese como místico católico, heredero de la desafortunada y ultra-conservadora contrarreforma católica que se gestó desde Trento a manera de dique desesperado para atajar la reforma de Lutero. San Juan de la Cruz nos interesa ante todo como el desgarrado y conmovedor poeta de la "música callada".

Nada tiene de malo el que como occidentales seamos hijos de Grecia y del racionalismo. Nada hay de reprochable en que confiemos en las luces de la razón y en las posibilidades de la palabra humana, hija de su pensamiento. Por el contrario, estos de la razón y del verbo humano han sido, tal vez, los dos logros más formidables de nuestra especie a lo largo de toda su evolución. Lo que ocurre es que si bien al ejercicio de la razón debemos, en buena parte, el asombroso progreso filosófico, científico y tecnológico de nuestro tiempo, por desgracia, hemos descuidado en nombre del monopolio deslumbrado de la razón otras formas de percepción, de conocimiento y de expresión que nos ofrece, de entre una riquísima gama de posibilidades, el intrincado, vastísimo y misterioso universo de la consciencia de así y del darse cuenta de, propios del ser humano y, por lo que todo parece indicar, del conjunto de los vivientes que pueblan la tierra.


De manera, pues, que mi invitación a honrar nuestra lengua castellana no va encaminada en la noche de hoy a inducirlos a hacer uso de ella así no más, quiero decir, a hablar desaforadamente de cualquier cosa y de mala manera —que es lo que ordinariamente hacemos--, ni a escribir y con profusión por que sí, valiéndonos para ello del instrumento eficaz que nos proporciona un conocimiento acabado de la lengua y de sus vigas maestras: la fonética, la morfología, la sintaxis, la lingüística y la semántica. Mi invitación no es a derrotar el silencio sino a ejercerlo como condición para nombrar poéticamente las cosas, quiero decir, con lucidez de espirítu y atemperado corazón. Si, señores. Demasiada palabrería barata se ha dicho y escrito en nombre de la lengua castellana, como si la mejor manera de honrarla fuera dando rienda suelta a nuestra parlanchinería, en ocasiones compulsiva, dañina e irresponsable. Nuestro mundo está atiborrado de palabras vacías e inútiles, muchas de ellas maravillosamente bien dichas; de escritos intrascendentes, cuando no abiertamente nocivos, aunque muchos de ellos exhiban factura formal impecable, cuyas estridencias quitan tiempo y espacio a cierto estado de beatitud, de silencio interior, indispensable para escuchar con atención el mundo, lo que dicen nuestros semejantes y esa voz secreta y definitiva que, cuando paramos nuestra cháchara, debe salir diáfana y apacible del fondo más íntimo de nosotros mismos.

La idea que deseo dejar en ustedes esta noche es la de que para hablar con la lucidez y eficacia de quien desea decir algo que valga la pena, se necesita callar primero. Unas pocas palabras definitivas y bien dichas son generalmente el resultado de prolongados silencios, de resposada y atenta meditación. Dos o tres páginas dignas de ser leídas, casi siempre fueron escritas por alguien que antes de precipitarse a escribir como un atolondrado, sopesó a fondo, frase por frase, palabra por palabra, lo que deseaba decir.

Aprendamos de Garcilaso: sólo cuarenta y nueve poemas bastaron para inscribir su nombre en el frontispicio de la inmortalidad. Aconsejémonos con Rulfo autor de escasas páginas, escritas sin embargo con la sobrecogedora intensidad y la sorprendente contundencia propias de quien, a fuerza de callarse primero, de intentarlo a solas muchas veces, aprendió por fin el secreto de escribir con la sencillez de la que nos habla Hemingway como virtud suprema de todo gran escritor, y a la cual se llega después de exhaustivos y agotadores períodos de depuración interior. Escuchemos lo que afirma García Márquez para quien tan sólo cuatro cuartillas diarias de escritura, producto de una feroz e implacable lucha contra la página en blanco y de una disciplina a toda prueba de más de cincuenta años de ejercer el oficio con sapiencia, lucidez y responsabilidad, son premio más que suficiente a su esfuerzo, y autode-mostración evidente de la vigencia de su ya mítica creatividad. Aprendamos la lección de don Antonio Machado quien se gastó incontables años de su vida sopesando con su parsimonia proverbial los versos que harían de SOLEDADES o de CAMPOS DE CASTILLA poemarios decisivos y ejemplares en la literatura española de todos los tiempos. Y, finalmente, no echemos en el olvido la enseñanza del nunca bien llorado maestro Cabanillas quien, entre pausa y pausa, y en medio de los silencios lúcidos que matizaron sus muy escasas y hasta vacilante palabras, repartió en sus clases inolvidables a quienes tuvimos la fortuna de ser sus alumnos, la sabiduría que tal vez hizo propia a lo largo de toda su vida mediante el ingenioso y extraño procedimiento de callar en más de treinta idiomas.

Neiva, 25 de abril de 1997.