Juan Carlos Quintero Calvache1 y Marco Antonio Macana2
DOI:http://dx.doi.org/10.25054/16576799.1451
El presente artículo aborda dos problemas frente a la condición de víctima del conflicto interno armado colombiano que resultan de alguna manera problemáticos a la hora de reintegrar los miembros de los grupos subversivos al orden institucional vigente, como parte del proceso que puso fin al conflicto. El primer problema tiene que ver con la condición de excluidos que tienen quienes se subvierten al orden institucional y que en términos de la Filosofía de la liberación, adquieren la calidad de víctimas; y el segundo problema se relaciona con la búsqueda de espacios para la realización de acciones que le procuren al individuo repararse de los daños que padece producto de la exclusión y que en ciertos casos lo llevan a procurarse su reparación por fuera de un orden legal o ético.
PALABRAS CLAVE:Conflicto Interno; Exclusión; Facultad de Juicio; Inclusión; Insurgente; Reconocimiento; Resiliencia; Víctima.
This article addresses two problems faced by those known as 'victims' of the internal armed conflict in Colombia. These problems intensify when it is time to reintegrate the members of subversive groups to the current institutional order, which was part of the process that ended the conflict. The first problem is related to the social discrimination of those who tried to subvert the institutional order, and, in the terminology of Liberation Philosophy, achieve the status of victims. The second aspect relates to the spaces these victims look for in order to recover from damage caused by social exclusion, which in some instances lead them to search for these reparations outside the ethical or legal order.
KEYWORDS: Exclusion; Faculty of Judgment; Inclusion; Insurgent; Internal Conflict; Recognition; Resilience; Victim.
A la hora de analizar las condiciones particulares de quienes en un momento histórico decidieron levantarse contra el establecimiento, se merece un debate más abierto, más incluyente y menos restrictivo. El debate debe ser más amplio al momento de definir quién es o no es una víctima, pues detrás de esa condición hay alguien que influyó con su acción u omisión para que se consolidara ese estatus.
En ese caso ¿quién responde por el hecho de que hayan surgido colectivos armados que se subvirtieron contra todo lo establecido y que durante 50 años confrontaron por la fuerza de las armas al Estado procurando instaurar un nuevo orden institucional?
Se intentará mostrar la posibilidad de rescatar, no en el combatiente pero sí en el individuo, su capacidad y facultad autoinstituyente como ser competente para elaborar juicios autónomos sobre él, sobre los otros y sobre el mundo; para enjuiciar, incluso el propio orden institucional como principio que le permita o no reconocerse en ese orden. Si se quiere, se intentará explorar un concepto de víctima mucho más amplio que abarque el análisis de las circunstancias especiales que llevaron a los subversivos a levantarse contra todo lo establecido, contra todo el orden racional y político.
Si bien es cierto que todo el orden positivo mundial en materia de tratamiento y fin del conflicto armado se encuentra enfocado en el reconocimiento, protección, defensa y garantía de justicia para las víctimas de crímenes cometidos en su contra en el desarrollo de las confrontaciones armadas, no hay que perder de vista la particularidad que tiene cada conflicto, como por ejemplo qué se procura con ello, contra quién se dirige, quiénes están vinculados, si es entre naciones que ocupan un mismo territorio o si se traspasan las fronteras imaginarias, y sobre todo, a qué responde cada conflicto armado.
No se pretende formular ni mucho menos reformular una tipología de los conflictos armados en virtud de las variables antes mencionadas, pero lo que si se pretende es mostrar una característica específica del conflicto armado colombiano bajo los conceptos de reconocimiento y juicio de verdad (1), para luego mostrar que la confrontación armada en nuestro orden responde en cierta medida a una afectación que el individuo siente que ha sufrido por parte de la institucionalidad, y que su única manera de repararse de ese daño es confrontar la fuerza institucional con el recurso irregular de las armas, apelando a la igualdad de armas frente al Estado, tanto en discurso político como en fuerza física (2). Para ello nos valdremos de algunos elementos de la Filosofía de la Liberación de Enrique Dussel (1998) y de una variable de la teoría de la resiliencia. Desde la filosofía de la liberación, se pretende mostrar la condición que ostentan los miembros de los grupos insurgentes dentro del orden institucional, y desde una variable teórica de la resiliencia, que aborda la reparación del individuo por fuera de toda normatividad institucional, queriendo mostrar cómo ciertos individuos se reparan mediante el desarrollo de acciones que se oponen al orden legal.
Bajo estos presupuestos podría, de alguna manera, considerarse como víctimas a los miembros de la insurgencia que asumieron la confrontación armada como un espacio para su resiliencia fuera de la ley por los daños institucionales y políticos padecidos -sin que esto constituya una forma de legitimación de la violencia como mecanismo de inclusión en el orden institucional-.
El surgimiento de las instituciones ha estado sustentado bajo teorías de orden positivo que llegaron a constituirse en el seguro de vida de las instituciones políticas y sociales. El hecho de que las instituciones se pretendan ubicar por encima de los individuos, no muestra cosa distinta que la enajenación de las facultades reflexivas del individuo frente al consenso de las buenas razones o mejores argumentos de quienes tienen el control del discurso público.
La legitimidad positiva circular con la que se blinda la estabilidad del orden institucional y se evita que el juicio crítico de los individuos acceda a ella, permite fundamentar la legitimidad de las instituciones desde la seguridad jurídica que el mismo orden institucional ha creado, pues una norma para ser legítima solamente necesita que haya sido expedida bajo las ritualidades definidas por el orden legal vigente, y punto. En ese orden de ideas, los individuos tendrán que reconocer que esa norma es legítima porque fue expedida bajo criterios de legalidad formal y material, para este caso la forma de reconocimiento resulta arbitraria, si se tiene en cuenta que los individuos están obligados a reconocer la norma y a reconocerse en ella como único instrumento que puede definir sus intereses y necesidades.
¿Dónde está el problema de la formación institucional a la hora de buscar el reconocimiento legítimo y original de los vinculados a las instituciones? En los consensos de los mejores argumentos a los que se llegan desde las propias instituciones, dándole la espalda al juicio común que juzga algo en general desde los propios imaginarios colectivos hasta los propios individuos. Ahí podemos encontrar una de las múltiples razones por las cuales los individuos no se reconocen en las instituciones.
Entonces ¿qué implicaciones tiene el que los individuos no se reconozcan en las instituciones a las que se encuentran sujetos? En principio se apela a Bourdieu para mostrar los efectos de la falta de reconocimiento de los individuos en las instituciones y seguidamente, de manera un tanto arbitraria, se intenta transpolar el concepto hegeliano de reconocimiento para evidenciar desde ahí los alcances de la “lucha por el reconocimiento” de los individuos ante las instituciones.
Un principio de legitimidad, que rompe con el formalismo positivista weberiano, se logra apreciar en Pierre Bourdieu, cuando plantea que la legitimidad de una norma no se genera por el reconocimiento universalmente acordado por los justiciables, producto de la validez que tenga la norma dentro del campo en el que se aplica la disposición o por la aceptación de una comunidad de expertos que consideren que la norma es legítima para un orden determinado; de la misma forma tampoco puede ser producto de la adhesión inevitablemente obtenida (Bourdieu, 2005, p. 202), dicho de otra forma, de la creencia coaccionada de la legitimidad.
La legitimidad, y más la de una institución, está sujeta a que los individuos se reconozcan en ella; es decir, que los individuos que terminan sujetos a una institución acepten sujetarse a esta, reconociendo en ella ese extraórgano en el que el individuo como ser humano, de acuerdo con Gehlen (1993), da vida a toda una serie de formas de comportamiento en el orden social de donde toma las variables y las valida en modelos de comportamiento aprobados por la sociedad, y que lo libera de los afanes de tener que adoptar decisiones en todo momento y en toda situación que se presente en el mundo social. Claro está que cuando el individuo libera su responsabilidad derivada de la toma de decisiones, no está renunciando a la validación de las decisiones que se adopten en el orden institucional, pues el liberarse de la toma de decisiones no supone en manera alguna una renuncia al reconocimiento o a un reconocimiento tácito de las decisiones adoptadas.
De tal manera que cuando el individuo se reconoce en la institución, quiere quedar sujeto a ella, sin que para ello incida la fuerza contenida en la norma que crea la institución, algo así como una especie de conciencia moral de sujeción institucional; de esta forma el individuo queda sujeto a la institución y la acepta sin ningún tipo de objeción a partir de su voluntad libre, en cuyo caso el reconocimiento que el individuo hace de esa institución está ausente de cualquier coacción normativa que constituya la razón para su aceptación.
Lo interesante en este caso, es que Bourdieu rompe con la concepción legalista de la legitimidad que el positivismo weberiano mantenía bajo la confusión entre legalidad y legitimidad. En tal sentido, Bourdieu sostiene que el derecho como forma por excelencia del discurso legítimo, “no puede ejercer su eficacia específica sino en la medida en la que obtiene reconocimiento, en la medida en la que se desconoce la parte más o menos grande de arbitrariedad que está en el origen de su funcionamiento” (Bourdieu, 2005, p. 206).
El reconocimiento como fundamento de la legitimidad de una institución se aprecia en el deseo de los individuos por sujetarse a ésta como instancia que reconocen adecuada para atar a ella el rumbo de sus vidas, y reconocer en esa institución la instancia que interpreta y reconoce los intereses de los individuos. De hecho, esa misma forma de reconocimiento que se produce en las leyes y en las instituciones que estas crean, es para Bourdieu la máxima expresión de derecho.
En este sentido es posible afirmar que el derecho como la manifestación máxima de la legitimidad, transfiere a las instituciones que crea esa misma legitimidad; dicho de otra forma, cuando se habla de derecho se habla de que una ley es verdaderamente legítima, y en ese mismo sentido se debe aplicar para el caso de las instituciones, es decir, que una institución es legítima cuando los individuos se reconocen en esa institución y reconocen su pertinencia para la orientación de sus vidas en el mundo social. En este caso, el reconocimiento en una norma es lo que hace el derecho, y el reconocimiento en una institución es lo que legitima a la institución, en términos de Bourdieu.
Igual, si se toma la formación institucional desde el orden positivo y no desde su base psíquica que da vida a los imaginarios sociales instituyentes, ese orden normativo que da vida a las instituciones tiene que pasar por el mismo proceso de reconocimiento para alcanzar su legitimidad. De tal manera que la norma que a instancias del reconocimiento planteado por Bourdieu logra constituirse en verdadero derecho, transfiere esa misma legitimidad a las instituciones que crea, porque los individuos se habrán tenido que reconocer en el proceso positivo para reconocerse en las instituciones creadas y sujetarse a ellas.
Esta ruptura que plantea Bourdieu en la concepción formalista de la legitimidad weberiana sienta las bases de lo que será el tránsito de la legitimidad legalista cerrada a una legitimidad ampliada fundada en el reconocimiento voluntario. Esta perspectiva fundamenta la estructura de un concepto de legitimidad más ajustado al juicio crítico y a la facultad instituyente de unos individuos capaces de pensar en torno a los alcances y la realidad de una norma y una institución, más ligada al juicio en común de personas vinculadas a una comunidad que juzga el estado de cosas del mundo en el que viven.
Si bien el derecho, como lo sostiene Bourdieu, es la “forma por excelencia del poder simbólico de nominación que crea las cosas nombradas y, en particular, los grupos sociales” (2005, p. 198), hay que entender que esa capacidad de creación de lo nombrado sólo es posible en tanto ese derecho devenga de un acto voluntario en el que los individuos de manera autónoma y no heterónoma, se reconozcan en la ley y en las instituciones y hagan de estas, instrumentos propios para guiar y fundamentar sus acciones.
Dado lo anterior, es posible considerar que el derecho per se es legítimo, y que al hablar de derecho, está implicada la legitimidad, en términos de Bourdieu, siempre que se cumplan los presupuestos para ello. En este sentido una ley o una norma no podrá ser norma de derecho si le falta la legitimidad, si los individuos no se reconocen en ella; por lo tanto, una institución que surge del consenso del mejor argumento posible será ilegítima si a la norma que la ha creado le falta ese reconocimiento, es decir, si la norma no es norma de derecho por carencia de legitimidad, por carencia de reconocimiento. En este caso la legitimidad institucional se produce por transferencia de la norma a la institución.
Ahora bien, si los individuos no se reconocen en las instituciones y por consiguiente tales instituciones devienen ilegítimas, habrá una búsqueda de los individuos por alcanzar el reconocimiento en instituciones en las que ellos se reconozcan, o por lo menos, las instituciones existentes reconozcan en ellos la búsqueda de espacios de reconocimiento dentro de ese orden institucional. Dicho de otra forma, el reconocimiento coaccionado de la institución y el no reconocimiento de los individuos en esa institución bajo su voluntad libre, pone al individuo en dos situaciones: la renuncia a su facultad crítica de juicio frente a las instituciones en las que no se reconoce (1), y la “lucha por el reconocimiento”, en términos hegelianos, frente a las instituciones que no lo reconocen (2).
Encontramos en el Hegel de Jena (en el joven Hegel), una base de reconocimiento intersubjetivo que permite apreciar de manera menos compleja el problema del no reconocimiento de los individuos en las instituciones, y su derivación en problemas de carácter político. Ese reconocimiento intersubjetivo o reconocimiento recíproco se debe producir si los sujetos se conciben desde una perspectiva normativa. Esto lo explica Axel Honneth al indicar que “la reproducción de la vida social se cumple bajo el imperativo de un reconocimiento recíproco, ya que los sujetos sólo pueden acceder a una autorrelación práctica si aprenden a concebirse a partir de la perspectiva normativa de sus compañeros de interacción, en tanto que sus destinatarios sociales” (Honneth, 1997, p. 124).
El imperativo vinculado en el proceso de reconocimiento en las dinámicas sociales, racionaliza el marco de reconocimiento e implanta una camisa de fuerza que no pueden romper los individuos en ese reconocimiento recíproco. Sin embargo, Honneth considera que Hegel logra dar el paso de un proceso de desarrollo de la teoría del reconocimiento hacia un modelo de conflicto en modo idealista (1997, p. 115), pero no se logran superar las limitaciones en las que quedan los sujetos por un reconocimiento que se sostiene sobre bases de carácter imperativas, donde los sujetos solamente pueden reconocerse bajo la categoría de sujetos de derecho.
La lucha no es precisamente por la seguridad de todos en relación con un tipo de sujeto violento que amenace o ponga en peligro la existencia de los individuos, por la autoconservación física, la lucha es por alcanzar un ideal ético que procure que los sujetos sean reconocidos por las instituciones y a la vez, ellos se reconozcan en las instituciones como aquellas extensiones de su propio cuerpo que actúan en nombre de los sujetos; “por consiguiente, un contrato entre los hombres no pone fin a la precaria situación de una lucha de todos contra todos, sino al contrario, dirige la lucha como un médium moral desde un estado de eticidad no desarrollada a otro más maduro de relaciones éticas” (Honneth, 1997, p. 29).
La filosofía política de Hegel no se la juega por una lucha de todos contra todos, su perspectiva se dirige hacia las formas elementales de reconocimiento social, que postula como una “eticidad natural”, “y sólo la violación de esas iniciales relaciones de reconocimiento como un estadio intermedio bajo el título de “delito”, llevan desde ahí a un estadio de integración social, que formalmente puede conceptualizarse como relación orgánica de eticidad pura” (Honneth, 1997, p. 29).
El reconocimiento en las instituciones es la búsqueda de ideales éticos que le permiten al individuo alcanzar un estadio deseado de vida social. Lo interesante de ésta postura hegeliana es el hecho de poder identificar en ella una particularidad en torno al delito, y especialmente al delito de carácter político. Y es que el origen del delito lo remite Hegel a un estado incompleto de reconocimiento; que el motivo interno del delincuente lo constituye la experiencia, que él mismo no se ha reconocido de manera satisfactoria en los estadios establecidos de reconocimiento recíproco (Honneth, 1997, pp. 32-33).
De hecho, en términos hegelianos, un individuo alcanza la plena identificación consigo mismo, alcanza su pleno reconocimiento, en la medida en que sus características, formas de pensar, acciones y carácter encuentren aceptación y respaldo de los otros en la interacción social.
Pensemos por un instante en los momentos históricos que de alguna manera dieron paso al surgimiento de los grupos guerrilleros como las FARC-EP o el ELN. Las instituciones políticas de la época, la instauración política-positiva de nuevas instituciones solamente alcanzaron el reconocimiento de aquellos individuos que terminaban favorecidos con ellas, o se reconocían en ellas a pesar de la exclusión; otros, quienes no se reconocieron en ellas, buscaron reconocerse en instituciones que procuraban instaurar otro orden institucional a través de la confrontación con lo establecido; han pasado casi 60 años de una búsqueda por el reconocimiento en nuevas instituciones y un ataque institucional contra quienes se negaron a reconocer coactivamente las instituciones vigentes, la negación del reconocimiento dio paso a la marginación mediante el discurso de la criminalización: quienes no se reconocen en las instituciones son delincuentes.
De hecho no hay otra salida; cuando los individuos no se reconocen en las instituciones, no queda más que marginarse autónomamente de ellas y quedar igualmente marginado por el orden institucional mediante la institución jurídica del delito. Así las cosas, cuando los individuos no se reconocen en las instituciones, se puede producir un ataque directo de la institución contra estos agentes en forma jurídica, la violencia institucional se despliega contra ellos y el juicio de reproche fundamenta la necesidad de castigarlos. El llamado delito político es precisamente una de esas variables.
Esta forma de marginación o de menosprecio, si se quiere llamar así, conlleva a la realización de acciones destructivas, pero como lo plantea Hegel, esos actos no son delitos mientras les falte el presupuesto social de la libertad reconocida jurídicamente, pero una vez presente ese presupuesto la acción deviene en delito.
La reacción de quien recibe la acción violenta del delito sobre su causante, lo explica Honneth en términos hegelianos como el primer momento de la lucha, la cual se refleja en la forma como el agredido responde a la agresión, es una lucha por alcanzar el reconocimiento de pretensiones diferentes; “por un lado, la pretensión de resolución del conflicto por el irrefrenado despliegue de la propia subjetividad; por el otro, la pretensión reactiva al respeto social de los derechos de propiedad” (Honneth, 1997, p. 34).
Honneth, identifica dentro de los propósitos de Hegel, el querer mostrar los efectos destructivos de las formas de reconocimiento que tienen los actos de alienación negativa de libertad, y que la realización de dichos actos destructivos pueden dar paso a la creación de relaciones éticamente maduras de reconocimiento, bajo cuyo presupuesto puede desarrollarse después efectivamente una “comunidad de ciudadanos libres” (Honneth, 1997, p. 36).
Es evidente que esas acciones destructivas, al ser consecuencia de la marginación o el menosprecio, logran identificarse claramente en los procedimientos ejecutados por los insurgentes en el desarrollo de las confrontaciones armadas contra las instituciones vigentes, provocando la conciencia acerca de la reciprocidad de reglas específicas de reconocimiento. Aunque el Hegel posterior a Jena traslada los motivos del desarrollo del conflicto generado por el reconocimiento al interior del espíritu humano, mantiene su posición al considerar que el conflicto constituye una especie de mecanismo de colectivización social que obliga a los sujetos a reconocerse en el otro ocasional, de manera que, al final, su conciencia individual de la totalidad se delimita con la de todos los demás en una conciencia general (Honneth, 1997, p. 42).
Resulta en este orden problemático que se dé un reconocimiento intersubjetivo desde el derecho por las limitaciones que ello tiene. Digamos que no existe una conciencia moral en el individuo que lo lleve a reconocerse en esos imperativos. Si eso es así, en la lucha por el reconocimiento subyace una cierta afectación en el individuo cuya reparación no encuentra en otro lugar que oponiéndose al orden institucional instaurado, en el que no se reconoce, ni se reconoce en sus leyes, y que en virtud del imperativo de reconocimiento al que debe sujetarse, termina marginado y menospreciado. La búsqueda de reparación deberá encontrarla en otra instancia, en una fuera del orden normativo: en la instancia de la insurgencia.
No es suficiente un reconocimiento jurídico de los individuos como sujetos de derechos capaces de orientarse siguiendo normas morales y con capacidad de merecer la medida necesaria en nivel de vida (Honneth), se necesita que los individuos sigan esas normas morales como consecuencia del proceso de identificación del individuo con esas normas morales, en el que el individuo, no solo acepta sujetarse a las normas, sino que las considera pertinentes para orientarse por ellas.
La salida institucional ante el no reconocimiento del individuo en las instituciones es la marginación y el menosprecio por vía de la propia legalidad. Desconociendo su facultad crítica de juicio frente a las instituciones, el derecho al disenso deviene en delito contra las instituciones, y el no reconocimiento en ellas convierte al individuo que se resiste sujetarse a ellas en delincuente.
El no reconocimiento del individuo en las instituciones habrá de entenderse como una posibilidad real de diferencia entre los individuos, con orientaciones éticas diferentes por las que buscan el reconocimiento, lo cual implica la necesidad de reconocimiento diferenciado, es decir, que cada individuo sea reconocido a partir de sus diferencias con plenas posibilidades de disenso. En ese orden Enrique Dussel considera que:
...debe tenerse una conciencia de que es necesario reconocer a cada participante como un sujeto ético distinto (no sólo igual), como Otro que el sistema auto referente; Otro que todo el resto, principio siempre posible de disenso. Esta posibilidad de disenso del Otro es un permitirle participar en la comunidad con el derecho a la irrupción fáctica de ese Otro como un nuevo Otro (Dussel, 1998, p. 310).
En ese sentido puede entenderse como víctima a un individuo que por no reconocerse en las instituciones que lo reemplazan en la toma de decisiones, termina marginado, condenado públicamente, y sometido a todas las formas de sufrimiento humano. La Filosofía de la Liberación que postula Dussel muestra la manera como los sistemas políticos y económicos generan gran cantidad víctimas como consecuencia de la exclusión y la dominación. Dussel precisa que “buena parte de la humanidad es víctima de profunda dominación o exclusión, encontrándose sumida en el «dolor», «infelicidad», «pobreza», «hambre», «analfabetismo», «dominación»” (Dussel, 1998, p. 310).
El sentido de la exclusión se relaciona en este caso con la imposibilidad de que el individuo pueda satisfacer sus necesidades y alcanzar su ideal ético a partir de ciertas instituciones que definen el orden social y el desarrollo individual y colectivo; es el malestar que padece cualquier individuo cuando “se encuentra en situaciones en las que no puede realizar aquello que desea y aspira para sí y para quienes estima” (Estivil, 2003, p. 13).
En esas condiciones, el individuo padece una afectación de la cual procurará repararse, y en ese orden, la búsqueda de mecanismos que le reparen de la afectación por el menosprecio y la marginación, lo llevarán, en cierta forma, a procurar su reparación fuera del orden legal institucional, buscará resiliarse por fuera de la ley.
Uno de los problemas que atraviesa el no reconocimiento del individuo en las instituciones, es el carácter funcional de las instituciones y la imposición de las mejores razones o si se quiere el mejor argumento que cumple la función justificadora.
El primer problema tiene que ver con el hecho de que la definición funcional de una institución está atravesada por un mandato de orden normativo del tipo “debe” mediante el cual se determina la forma como deberá funcionar esa institución, y a su vez, la manera como deberá actuar el individuo en relación con ese papel funcional en el que se define una institución.
En ese sentido, lo que está determinado no es la manera como un individuo actuará, pues eso queda dentro de su libre albedrío en el marco de las posibilidades que tiene de actuar conforme, actuar contrario o no actuar, sino cómo debería actuar en términos condicionales a partir del sentido o contenido que ha captado de la norma o de la regla que ha aprobado o reconocido, siempre que haya reconocido la norma y se haya reconocido en ella para resolver la pregunta ¿cómo se es capaz de obedecer la regla?
La definición del papel funcional de la institución como un nivel en el que se identifica la fuente de la corrección normativa de los papeles funcionales de la institución, lleva consigo las intenciones de quien o quienes han definido y establecido esa institución, lo que significa que el papel funcional de una institución como nivel en el que se ubica la fuente de su corrección en términos normativos, operará fundada en las intenciones de aquél o aquellos que fundaron la institución. Ahí encontramos de cierta forma, una explicación concreta al hecho de que un individuo no se reconozca en una norma o en un orden institucional, pues las intenciones funcionales con las que vienen inmersas las instituciones, resultan problemáticas a la hora de admitir como orientación o guía de su vida esa norma o esa institución, dado que el juicio crítico del individuo queda anulado.
Tras la anulación del juicio crítico, esto que se entiende ahora como el fundamento de las intenciones funcionales, se inscribe en la base de la racionalidad normativa que se halla en el nivel de la razones, o si se quiere, de los argumentos que sustentan las intenciones institucionales con las que se impregnan las instituciones y el orden normativo, con lo cual surge el segundo problema implicado en el no reconocimiento del individuo en las instituciones: la imposición de las mejores razones.
Precisamente a esa “fuerza de las razones mejores” Robert Brandom le atribuye un carácter de orden normativo que compromete al individuo a reconocer una creencia específica como creencia posible que le confiere legitimidad a su acción. Es una fuerza que sujeta al individuo a actuar de una manera que normativamente está aceptada y legitimada como buena acción. De tal forma que esa fuerza normativa “se refiere a la cuestión de cuáles entre las creencias que puedan seguir uno se compromete a reconocer, qué conclusiones debe sacar y a qué uno está comprometido o legitimado para decir o hacer”, de tal manera que cuando se hace referencia a razones, estas ya están presupuestas, como quiera que estas razones se refieran de manera específica a cómo deberá actuar el individuo, en términos de qué es lo que está obligado a reconocer como buena razón para actuar (Brandom, 2005, p. 54), aun cuando ello no garantice que la acción se cumpla tal y como quedo racionalizada.
Una de las mayores dificultades que trae consigo estos problemas, es el no reconocimiento del individuo como ser con capacidad de juicio reflexionante, determinante y crítico, es la anulación de toda posibilidad instituyente fundada en el ejercicio de su juicio crítico en torno a lo que desea hacer, y en el orden de las instituciones creadas con la fuerza de las razones mejores, es la anulación, si se quiere en términos democráticos, de su autonomía para definir las instituciones en las que sujetará su vida como vía para alcanzar un ideal ético.
Bajo este entendido se puede considerar que la anulación del juicio crítico de la creación institucional lleva implícita la negación de las libertades individuales para la construcción de los imaginarios sociales, que de acuerdo con Castoriadis, deben estar garantizados por la sociedad como quiera que ninguna institución y menos la institución de la sociedad, puede absorber la psique en tanto i maginación radical (Castoriadis, 1975, p. 252), como quiera que ella asegura la posibilidad de formación y reformulación institucional a partir de la institución de imaginarios colectivos, a pesar de que es la propia institución de la sociedad, de la que procede el imaginario social, la única que puede limitar la imaginación radical de psique y dar existencia para ésta a una realidad al dar existencia a una sociedad (Castoriadis, 1975, p. 234).
El problema que representa la anulación del juicio crítico no solamente conlleva a la imposibilidad de reformular las instituciones a partir de la resignificación de los imaginarios sociales, sino que cierra la posibilidad de crear nuevas instituciones, arrebatándole a los individuos esa posibilidad creadora para asegurársela al orden institucional instituido, sustentado en los mejores argumentos como única vía posible para alcanzar los consensos institucionales.
Cuando la institución se sustenta en el tercero divino de los consensos legislativos producidos a instancias institucionales, lo que hace la institución es dar por presupuesto un acuerdo con los individuos sobre todas sus posibilidades de acción, incluso en forma invasiva sobre el orden interno de los individuos, en la que se definen sus formas de pensar y actuar a partir de la identificación que están obligados a asumir con todo el marco normativo moral incluyendo derechos y deberes que se les pone de presente; “los agentes morales y jurídicos creen y hacen creer a los participantes sociales, que estos derechos y deberes son los únicos estímulos que generan en ellos la voluntad altruista de producir su felicidad al realizar los deberes que ellos aspiran” (Poulain, 2003, p. 139).
Nos valdremos en cierta forma de la crítica al consenso normativo habermasiano que postula el filósofo francés Jacques Poulain, para mostrar dónde puede hallarse lo que origina el no reconocimiento de los individuos en las instituciones, su ilegitimidad y la ilegitimidad de las acciones que las propias instituciones definen como buena acciones.
Hay un problema cuando se cree que las decisiones institucionales atravesadas por procesos de carácter consensual argumentativo recogen integralmente las necesidades e intereses de la colectividad, y es el hecho de que en realidad esos consensos sustentados bajos los mejores argumentos no solamente terminan limitando la participación, sino que excluye el juicio crítico de los individuos, juzgando en nombre de cada uno la objetividad del mundo y de sus situaciones, dejando de lado el juicio de los demás; “se trata de poner el consenso en el poder, para así escapar a la arbitrariedad de las convenciones institucionales que no han sido jamás interrogadas, pero que han sido adoptadas en las sociedades arcaicas por la conciencia de lo sagrado y fijadas en los ritos legales” (Poulain, 2003, p. 204).
Como quiera que los consensos generados a instancias institucionales ocultos bajo el manto del mejor argumento posible, llevan implícitos la voluntad de terceros que juzgan en nombre de la voluntad general, chocan con la verdad de los argumentos que los individuos someten a juicio. La verdad de las normas insertas en el consenso de un tercero que juzga por los demás, trae consigo la reacción de individuos que se niegan a reconocer el fundamento consensual que sustenta el orden de la institución al cual quedan sujetos. La violencia que representa este procedimiento tiene dos posibilidades: el sometimiento al consenso o el disenso frente a sus criterios de verdad.
En este sentido, Poulain postula que
Mientras que el consenso argumentado en los términos antes indicados, limita el juicio crítico de los individuos y lo sujeta a las instituciones y las normas; el juicio de verdad sobre los consensos legislativos rescata la facultad crítica de juicio de los individuos y reconoce en ellos su facultad de sujetos instituyentes y autoinstituyentes dentro del orden social, en un sentido más abierto en el cual se garantiza a los individuos la libertad para la construcción de sus imaginarios sociales.
Al rescatar la facultad crítica de juicio, se rescata para el individuo el juicio de verdad que le había sustraído el consenso legislativo, de tal manera que si lo que el individuo piensa y quiere es verdad, y su facultad de juicio le permite deliberar entorno a lo que quiere, a lo que piensa y a lo que dice o dirá, sin que intervengan en ningún momento discursos normativos institucionales sobre su facultad de juzgar para orientarlo de alguna manera, tendrá plena y absoluta libertad para definir y decidir el orden institucional en el que se pueda reconocer a partir de las posibilidades éticas que en ella encuentre, sin sujeción al juicio de terceros institucionales consignados en la norma.
La facultad de juicio referida, es específicamente la facultad de juicio que le permite al individuo, entre otras cosas, reconocerse como lo que es y como lo que no es, pero también reconocer lo que puede llegar a ser, de la misma forma como le permite reconocer a los demás en sus relaciones intersubjetivas. En ese orden “existir a través de un juicio, es identificar el único modo de ser y de acción que no haga ser más que lo que uno es y que uno reconoce ser mediante ese juicio. Es identificar igualmente el único modo de ser que evite desear ser lo que uno no puede ser y que reconoce no ser” (Poulain, 2003, p. 215).
Ahora bien, se apela a la ley de verdad para reafirmar el valor supremo de la dignidad humana vinculándola como principio de la dignidad humana mediante la cual se posibilita la sustitución del totemismo de los consensos legislativos en los procesos de significación instituida para dar paso a una significación colectiva. Se podrá ver que en este orden se logra reafirmar la autonomía y la autodeterminación de quienes pretenden un reconocimiento recíproco en el orden institucional, al restituirle al individuo la posibilidad de juzgar la verdad sobre las cosas.
La ley de verdad de Poulain se sostiene en cuatro principios: objetivación, recepción, autoidentificación y comprensión mutua. La objetivación hace referencia a la verdad de las proposiciones pensadas, en cuanto a que no se puede pensar una proposición sin pensarla verdadera; la recepción refiere al carácter de verdad que adquiere la proposición por parte de quien la recibe, es decir, que esta vez es el auditorio quien piensa que la posposición emitida por el enunciador es verdadera; la autoidentificación vincula al enunciador en dos estadios que debe asumir, como son el de enunciador y auditor al mismo tiempo, en este caso el enunciador asume la postura de auditor de sí mismo, y no puede pensar su proposición sin pensarla "idéntica a sí misma, es decir, tan verdadera como ha debido pensarla verdadera para poder pensarla, o sin pensarla como no idéntica a sí misma: es decir, tan falsa como la ha pensado verdadera para haberla podido pensar", y la compensación mutua o también comprensión lógica que establece para el enunciador o el auditor la imposibilidad de pensar la proposición como diferente a ella misma, en otros términos, es imposible que el individuo piense la proposición que piensa o enuncia sin pensarla idéntica a sí misma “es decir, tan verdadera como él ha debido pensarla verdadera para poder pensarla, o sin pensarla tan falsa como él ha debido pensarla verdadera para poder pensarla y comprenderla”.
El reconocimiento recíproco que se logra a partir de los criterios de la ley de verdad se adquiere por el carácter de verdad que se le confiere a lo que se piensa cuando se piensa, y que se tiene que pensar como verdadero para poderlo pensar y afirmar. En este caso el pensamiento se instala en el nivel de verdad por el ejercicio del mismo, pero el contenido del pensamiento también se tiene que considerar verdadero. De tal manera que en el instante en que se piensa en reconocer algo, ese algo tiene que pensarse como verdadero, lo que se piensa tiene que ser verdadero para poderlo pensar, y en este orden, quienes están detrás de las instituciones han tenido que pensar como verdadero el que esas instituciones no estén al servicio de todos o que representen los intereses de todos para poderlas instituir. De hecho, han tenido que pensar como verdadero el que no todos se reconocerán en esas instituciones; lo mismo sucede del lado de quienes quedan sujetos al orden institucional y no se reconocen en él.
En tal caso como lo postula Poulain (2003), “es respetando esta ley que como se puede conseguir una división justa de la verdad y establecer las relaciones de justicia donde deben serlo: en las relaciones de distribución del pensamiento que regulan la felicidad social de retribución de la verdad que tanto se busca” (2003, p. 188).
De la misma forma, a partir de la ley de verdad se rescata el valor del reconocimiento recíproco entre los individuos y entre estos y las instituciones, no sobre criterios de igualdad, sino sobre criterios de diferencia, para evitar, conforme a Dussel, la marginación de los individuos y su victimización por los problemas que trae consigo una forma de reconocimiento igualitario.
Fuera de un análisis de carácter jurídico que poco o casi nada aporta a esta discusión, la posibilidad de subvertirse ante el orden institucional no deja de ser una alternativa para la búsqueda de reconocimiento -al que también se puede llegar por vía del disenso discursivo- como expresión del juicio crítico contra las instituciones, para que los imaginarios que pretenden instituirse al subvertir el orden institucional vigente alcancen su realidad en el orden social. La dignidad humana se logra afectar cuando la libertad del juicio crítico instituyente se reprocha a partir de la criminalización de las posibilidades de ejercer el juicio crítico vinculado con las libertades individuales, que no buscan cosa distinta que el reconocimiento institucional.
La postura de Niklas Luhmann (2009) reconoce igualmente la dignidad humana como un derecho fundamental individual, y como tal, la dignidad trasciende de una mera condición natural a una obligación que debe ser reconocida por todos en relación con todos a una obligación concreta de corresponsabilidad. Esa condición de la dignidad humana como derecho fundamental se sostiene en los derechos de disenso que le son reconocidos al individuo, y en consecuencia su desarrollo está ligado con el ejercicio pleno de las libertades individuales, en especial la autonomía y la autodeterminación.
De tal manera que cuando la ley de verdad opera como principio fundamental de la dignidad humana y como instrumento reparador de la misma, cumple la función de “correa de transmisión” entre los deseos e intereses que fundan la facultad instituyente del individuo y el ejercicio de las libertades; logra así la reafirmación de la autonomía individual como ejercicio del poder instituyente en el orden de las significaciones sociales y en el orden de las instituciones que pretenden ser instituidas. De tal manera que “la identidad democrática con los demás no puede ser adquirida y reconocida como tal, sin juzgar como verdadero el compartir una forma de vida, ya que después de todo, es esto lo que trata de producirse en toda comunicación” (Poulain, 2003, p. 188).
¿Cómo salirle al paso al problema que surge del positivismo institucional, cuando el criterio de validez normativa está condicionado por un concepto de legitimidad circular positivista que se funda en la legalidad de los procedimientos legislativos y no en la facultad de juicio instituyente como base de la validez? La salida posible está en el ejercicio de la facultad de juicio del agente social. Esa es la base para intentar resolver la paradoja legalista en la que se encuentra la legitimidad normativa de las instituciones; la facultad que tienen los agentes sociales para reflexionar en torno a las instituciones y los estados de cosas instituidos convencionalmente, abre toda posibilidad para reformular lo instituido, precisamente a partir de la crítica reflexiva a la institución y sus consensos (Quintero, 2013, p. 220).
El ejercicio del juicio crítico como una dinámica propia del agente social para poner en cuestión lo instituido,hace realidad el poder instituyente para reformular las instituciones que tienen su origen en la instancia del consenso legislativo (Quintero, 2013).
El interés por reformular las instituciones que no cargan libidinalmente al agente social, conlleva a que éste no reconozca la institución como una posibilidad para atender sus intereses y necesidades; por lo que, los individuos que no se reconocieron en el orden institucional y que resolvieron mediante el uso de la fuerza intentar la instauración de un orden institucional en el que se reconozcan, han tenido la capacidad de cuestionar el orden instituido para intentar definir a partir de su autoconciencia y autodeterminación cómo procurarse la forma de establecer un orden institucional en el que no sean marginados y humillados a través de la exclusión por el hecho de no reconocerse en sus instituciones, y de paso restaurar o restablecer su dignidad como seres humanos. “En efecto, el juicio aísla entre los deseos, esos que uno puede ser realmente y que desea serlos y satisfacerlos. El juicio filosófico no puede reconocer como acción real en toda palabra más que lo que la hace posible” (Poulain, 2003, p. 215).
De acuerdo con George Lapassade, lo único que los individuos pueden instituir en la sociedad es lo instituyente, es decir, la capacidad para evaluar sus propias instituciones1 y dirigir el curso de estas (Lapassade, 2008, p. 24), esa capacidad que hace posible reformular el marco instituido sobre nuevos imaginarios sociales instituidos a partir del juicio público que hagan quienes no se reconocen en el orden institucional vigente (Quintero, 2013, p. 221).
Cuando se levanta la represión de la cumbre sobre la base, lo instituyente se revela en las unidades básicas. El habla social queda liberada. Se vuelve posible la creatividad colectiva. Por doquier se inventan nuevas instituciones, que ya no son, o que no llegan a serlo todavía, instituciones dominantes, signadas por la dominancia del Estado (Lapassade, 2008, p. 18).
La facultad de juicio de los agentes sociales está por encima de la presunta inmutabilidad de las instituciones, cuando se pone en cuestión la vigencia o la efectividad de una institución, o si se quiere, sobre lo que está instituido, se debilita la inflexibilidad institucional, y finalmente cede ante la puesta en cuestión que hacen quienes integran el orden institucional que sustenta lo instituido (Quintero, 2013). Así, el instituyente surge cuando se logra levantar el mecanismo de represión que no permite reformar las instituciones, y ese es el momento en el cual el instituyente se libera y con él se vuelve posible la creatividad colectiva (Lapassade, 2008, p. 18). Lo anterior, sin perder de vista que la reformulación de lo instituido se origina en la concepción que individualmente cada uno tiene en torno a la creencia en la verdad de su propio juicio, pues el creer como verdadero lo que pensamos en torno a las instituciones y sus funciones, reafirma el principio de la imposibilidad que existe para engañarnos nosotros mismos.
Volviendo con la ley de verdad, es preciso puntualizar que ésta somete la norma al debate interno de los individuos y en este caso, el debate en torno a las instituciones, partiendo de una base de reconocimiento que se da cuando el individuo reconoce como verdadero lo que dice en el momento en que lo dice, haciendo posible que el individuo se reconozca en lo que dice y se identifique consigo mismo; se identifique con sus deseos, con sus concepciones y con sus juicios sobre el estado de cosas, reconociendo como verdadero lo que quiere hacer, lo que desea y lo que quiere ser; reconociendo como verdadero las condiciones que se dan en una institución para que el individuo no se reconozca en ella y termine marginado de ella sin correr el riesgo de engaño.
De tal manera que es tan verdadero el juicio de quien utiliza la fuerza para subvertir el orden institucional por una falta de reconocimiento recíproco, como el juicio de quien intenta sostener el orden institucional que se pretende sustituir.
Antes de revisar esta variable que algunos consideran como posibilidad de resiliencia, es necesario precisar que la insurgencia como forma de transgresión de la norma jurídica, tiene una particularidad frente a los otros delitos del plano penal. En la trasgresión del orden positivo hay algo que va más allá del simple deseo de conculcar la norma, y en ello está vinculado el no reconocimiento del individuo en el orden institucional vigente, el derecho al disenso, y la búsqueda de nuevas posibilidades institucionales en las que el individuo encuentre el reconocimiento recíproco que desea, ejerciendo una confrontación fáctica contra las instituciones vigentes mediante el uso de la fuerza, para sustituirlas por aquellas en las que se pueda reconocer para alcanzar su ideal ético.
En el plano jurídico, la Corte constitucional en sentencia de constitucionalidad C-695 de 2002, delimitó conceptualmente los alcances del delito político, insistiendo en que no debe confundirse con los delitos comunes dados los propósitos altruistas de quienes se levantan contra el orden institucional vigente para instaurar lo que ellos consideran un orden justo para el logro de sus ideales éticos.
Ya desde 1995, en sentencia de constitucionalidad C-009 con ponencia del Magistrado Vladimiro Naranjo Mesa, la Corte Constitucional había delimitado los alcances del delito político para diferenciarlo del delito común, precisando que
(...) El delito político es aquél que, inspirado en un ideal de justicia, lleva a sus autores o participes a actitudes proscritas del orden constitucional y legal, como medio para realizar el fin que se persigue. Si bien es cierto el fin no justifica los medios, no puede darse el mismo a trato a quienes actúan movidos por el bien común, así escojan unos mecanismos errados o desproporcionados, a quienes promueven el desorden con fines intrínsecamente perversos y egoístas. Debe, pues, hacerse una distinción legal con fundamento en el acto de justicia, que otorga a cada cual lo que merece, según su acto y su intención2 (CConst, C-009, 1995).
Pensemos que los insurgentes de hoy, y antes de recurrir a la fuerza en procura de sustituir el orden institucional vigente, alcanzaron la categoría de víctimas. Ya había sido mencionado anteriormente, pero no bajo esta categorización. Ellos fueron víctimas del marginamiento, el desprecio y el no reconocimiento institucional como ese otro igual pero con diferencias, simplemente por el hecho de no reconocerse en las instituciones vigentes en un momento histórico. De hecho, Dussel considera que la imperfección de los sistemas, los actos institucionales y las normas, constituyen factores fundamentales en la victimización de los individuos;
Como esto es imposible, hay inevitablemente «víctimas», que son las que sufren las imperfecciones, los errores, las exclusiones, las dominaciones, las injusticias, etc., de las instituciones empíricas no perfectas, finitas, de los sistemas existentes. Es decir, el «hecho» de que haya victimas en todo sistema empírico es categórico, y por ella la crítica es igualmente siempre necesaria” (Dussel, 1998, p. 369).
Dussel (1998) advierte que la crítica formulada por los individuos sobre los sistemas que dificultan el desarrollo de la vida, es lo que permite mostrar su constitución en víctimas.
En primer lugar, abstracta y universalmente, el criterio de criticidad o crítico (teórico, práctico, pulsional, etc.) de toda norma, acto, micro estructura, institución o sistema de eticidad parte de la existencia real de «victimas», sean por ahora las que fueren. Es «criticable» lo que no permite vivir. Por su parte la víctima es inevitable. Su inevitabilidad deriva del hecho de que es imposible empíricamente que una norma, acto, institución o sistema de eticidad sean perfectos en su vigencia y consecuencias (1998, p. 369).
Alcanzando la categoría de víctimas, aquellos que por no reconocerse en las instituciones vigentes terminaron marginados de ellas, una posibilidad de reparación como la que se postula -una resiliencia fuera de la ley-, debe tomarse con mucha cautela, pues ello no supone que cualquier tipo de trasgresión normativa en la que se afecten terceros, suponga una justificante de las acciones reparatorias del individuo.
Esta forma específica de resiliencia por fuera de la ley, la delimitó en el orden del delito político bajo las consideraciones antes mencionadas, con el ánimo de evitar eventuales confusiones.
La resiliencia entendida como la aptitud que tiene una persona o un colectivo para continuar desempeñándose en su vida luego de haber padecido una fuerte conmoción por dificultades capaces de generar traumatismos importantes, o como la capacidad de superar el evento traumático y adaptarse a entornos complejos (Cyrulnik, 2002, p. 373), es lo que en últimas posibilita la superación de los efectos dañinos dejados por la marginación derivada del no reconocimiento en el orden institucional vigente.
Por lo tanto, las víctimas con aptitud resiliente comienzan a funcionar en el mundo social para aprender a vivir de una manera diferente a la que tenían antes del evento traumático, es decir, aprenden a modificar los patrones de vida y a adaptarse a las nuevas condiciones que ha generado la desgracia; Así las cosas, la resiliencia “no es algo que hay que buscar, solamente en el interior de la persona, ni en su entorno, sino entre los dos, porque anuda sin cesar un proceso íntimo con el proceso social” (Cyrulnik, 2001, p. 192).
Pero ese entorno, en el caso al que se hace referencia, no es el entorno social de lo instituido vigente, de las instituciones que marginaron al individuo; es el entorno concordante con otros que se reconocen en su no reconocimiento institucional; es el entorno que crearon quienes fueron marginados del orden institucional vigente; es el entorno de quienes están en la búsqueda de instituciones en las que se puedan reconocer en el marco de un ideal ético, sin que puedan ser marginados de ellas.
La resiliencia debe considerarse dentro de un marco en el que las posibilidades de que el individuo puede sobreponerse a las adversidades no afecten la integridad y la vida de otros individuos. Pensar en una resiliencia por fuera de la ley es proponer la autoreparación de un daño con la comisión de otro daño, lo cual lleva a pensar en un proceso inacabado de resilientes y perjudicados al considerar el delito como una forma de autoreparación. Si es así, entonces valdría la pena preguntarse si las familias víctimas de la violencia paramilitar y guerrillera se pueden reparar asesinando a cuanto guerrillero y paramilitar se les cruce en el camino, y entonces ¿eso sería legítimo en aras de la autoreparación de las víctimas? Bien, cuando se plantea la resiliencia fuera de la ley, se hace en el orden del delito político -esta vez apelando a una tipología determinada por la propia institución que se confronta-, es la lucha por el reconocimiento entre individuos e instituciones vigentes, es el reconocimiento de lo real en lo imaginario, es la búsqueda de la concordancia entre ese extraórgano del ser humano que son las instituciones y eso que será parte él, eso que se encargará de tomar las decisiones en nombre de él, eso que lo liberará de la constante toma de decisiones y la responsabilidad que eso implica.
Alguien podría objetar esta variable resiliente bajo la consideración de que una resiliencia fuera de la ley es el resultado de la imposibilidad del sujeto de superar las circunstancias en las que ocurrió el evento o la circunstancia causante del daño, y si es así, no podría llamarse resiliente un acto que no trasciende tales circunstancias y se manifieste en actos al margen de la ley. O también, podría objetarse esta variable en tanto que las acciones resilientes deben estar atravesadas por una eticidad que implique el respeto del orden moral en el que funciona el individuo resiliente.
Para María Eugenia Colmenares, el sujeto resiliente no puede estar ajeno a sus preferencias éticas con respecto a sentimientos de obligatoriedad de la salvaguarda de sí mismo y la certeza de su legitimidad de ser en relación con la identidad humana (Colmenares, 2002, pp. 59-69).
Hay dos preguntas que se ponen en juego mientras se habla de resiliencia fuera de la ley. La primera tiene que ver con el hecho de saber si la capacidad de recuperación del daño debe necesariamente suponer la existencia de una convención que defina el marco racional de acción, resolviendo el problema de lo que se entiende como acción reprochable y mal; y la segunda, es saber hasta dónde una resiliencia de este orden responde a un ideal ético del individuo como búsqueda de una vida buena que le permita superar el daño padecido.
En principio, una base del proceso resiliente fuera de la ley en relación al llamado delito político, es la legitimidad que el individuo reconoce en su acto, en tanto se reconoce ese acto como una posibilidad de alcanzar su ideal ético, ese telos que no le posibilitan las instituciones vigentes y legalmente instituidas, lo cual más adelante se podrá ver con mejor claridad a través de la Ley de verdad de J. Poulain.
Esto podría de alguna manera poner en duda la condición de delincuentes que la ley le atribuye a aquellos que usan la fuerza contra las instituciones como forma de alcanzar la resiliencia de la marginación que sufren por no ser reconocidos por el orden institucional legalmente establecido, y que en razón de ello no se reconocen en esas instituciones ni reconocen la legitimidad de éste. Si realmente son delincuentes, la resiliencia sería en ese mismo orden una justificante de las acciones delictivas en el orden interno de los individuos, más no en el orden de la moral externa. En este sentido, la insurgencia será el medio que tiene el individuo marginado para procurar repararse de las lesiones o del daño que padece con ocasión de la marginación que sufre por cuenta de las instituciones vigentes en las que no se reconoce y las cuales no reconocieron en él su diferencia y su posibilidad de disentir en medio de la uniformidad. En este orden el insurgente será un sujeto que busca resiliarse de la marginación institucional, procurando la búsqueda de instituciones en las que se pueda reconocer.
Los estudios de Fréchette M. y Le Blanc M. (1998), enfocados en la variable de la resiliencia fuera de la ley de los jóvenes que toman parte en actividades delictivas, muestran que en la mayoría de los casos, la participación de los jóvenes en el crimen está motivada por un interés en desafiar las leyes institucionales, y el deseo de explorar la trasgresión de la norma como un puesta a prueba del orden normativo.
En esta variante de la resiliencia el individuo no desprecia las disposiciones normativas, y por el contrario las reconoce como algo que le da sentido a su vida en tanto pueda transgredirla para obtener una descarga de emociones que le permite alcanzar la experimentación de la infracción, en este caso, la búsqueda es más de orden emocional que de orden ético.
Otras corrientes sostienen que la acción delictiva está asociada más con la búsqueda de placer que con la exploración de la trasgresión, es precisamente el placer que les causa evadir la ley, y evadir ser capturados en el acto. Sin embargo, para Fréchette y Le Blanc (1998), estos actos están atravesados por factores de riesgo que aumentan las posibilidades de que el joven cometa actos criminales.
Precisamente esos factores de riesgo implicados en la trasgresión del orden institucional legal es lo que interesa en este punto transpolar de la teoría de Fréchette y Le Blanc a la resiliencia fuera de la ley, para el caso de quien incurre en el delito político, porque es lo que permite ver cuáles son las condiciones necesarias que hacen que el individuo no se reconozca en el orden institucional vigente, sea marginado y busque repararse pretendiendo sustituir el orden institucional que lo excluye para instaurar otras instituciones en las que se pueda reconocer dentro de su ideal ético.
Los factores de riesgo se ubican fundamentalmente con las conductas y el entorno en el que se desarrollan las personas, de hecho, el estilo de vida, y la manera en que sus actitudes, acciones y comportamientos se exponen a los peligros o la forma como el individuo se autoprotege para evitar daños, reduce las posibilidades de que se presenten los problemas de trasgresión normativa.
Los factores de riesgo constituyen especiales situaciones del entorno familiar y social en el que se desenvuelve el individuo que lo ponen en perspectiva de una acción o un comportamiento acorde con esas situaciones, es decir, con altas posibilidades de que el individuo realice las acciones características de su entorno, sin que ello constituya un determinismo conductual. Dicho de otra manera, un factor de riesgo no es nada distinto a las circunstancias sociales y familiares que pueden perjudicar el desarrollo psicosocial del individuo, como sería el caso de quien crece dentro de una familia que abusa de las drogas y realiza constantemente acciones delictivas. De igual manera, podría ser el caso de un individuo que crece en medio de condiciones de pobreza o de miseria extrema, discriminación de género, étnica, social, económica, religiosa o marginación, pero en este
caso sus acciones estarían orientadas a subvertir el orden institucional en busca de condiciones de justicia social, o enfocadas a trasgredir el orden normativo en procura de superar las condiciones que lo sitúan en condiciones de marginación.
Si llevamos esos factores de riesgo al problema del reconocimiento institucional, es posible apreciar de cierta forma las razones por las cuales los individuos no se reconocen en el orden institucional vigente que deviene en ilegitimidad institucional, en tanto y en cuanto resultan excluidos de ese orden.
En este caso los factores de riesgo aumentan las posibilidades de que los individuos asuman acciones orientadas a subvertir el orden institucional en procura de lograr sustituirlas por instituciones que anulen los factores de riesgo y puedan autónomamente reconocerse en ellas, reconocerse en instituciones que devengan legítimas por la misma legitimidad del derecho que fluye de las decisiones de los propios individuos.
En este orden de ideas, la resiliencia implica la realización de acciones que procuran una reparación sin mal a terceras personas, evitando así la circularidad entre reparación y desgracia. En términos de la delincuencia común, de crímenes de lesa humanidad, crímenes de Estado y de especiales formas de delincuencia juvenil, valdría la pena, por el momento, no entrar en la discusión sobre su relación con formas de reparación por fuera de la ley, porque su confrontación está en el orden de la trasgresión normativa y no en la subversión contra el orden institucional y legal; por eso valdría la pena preguntarse ¿hasta dónde esa negación de la resiliencia por fuera de la ley se puede considerar para el delito político, cuando la trasgresión de la norma no procura el placer por la trasgresión, sino la búsqueda de instituciones en las que el individuo se reconozca ante la marginación que sufre por no ser reconocido por el orden institucional vigente?
Se apela al recurso que proporciona la incidencia de los factores de riesgo en la realización de una acción fuera del orden legal que se ha señalado, para mostrar que ante factores de riesgo de un tipo específico como se indica seguidamente, se desencadenan acciones orientadas a subvertir el orden institucional vigente, por lo que, no menos cierto es que, para que el individuo apele al delito político como una forma de procurar repararse de los daños que le genera la marginación a la que fue
Juan Carlos Quintero Calvache, Marco Antonio Macana
condenado por la institucionalidad, se tienen que revisar los factores de riesgo que están implicados en las acciones subversivas, y en especial en la búsqueda de espacios que permitan reparar los daños ocasionados por la marginación y superar los factores de riesgos que inciden en las acciones contra la institucionalidad vigente. Los factores de riesgo implicados en las acciones subversivas de los individuos que no se reconocen en el orden institucional vigente, como son la pobreza extrema, todas las formas de discriminación por factores de género, étnicos, religiosos, políticos, económicos o sociales, políticas de favorecimiento para sectores económicamente fuertes y políticas que restringen el acceso a la propiedad sobre la tierra, para establecer cuál o cuáles podrían incidir en acciones contra la institucionalidad que resulten resilientes fuera del orden institucional.
En este orden, la negación del pluralismo político, la restricción del acceso a la propiedad de la tierra y el favorecimiento a sectores económicamente fuertes, como factores de riesgo para incurrir en acciones contra el orden institucional en términos de subversión, están implicados de manera directa, por un lado en el hecho de que muchos ciudadanos no se hayan reconocido en las instituciones vigentes y en ese orden devienen para ellos en instituciones ilegítimas, y por otro lado, hayan sido marginados con ocasión de su no reconocimiento en ellas.
Ahora bien, ese marginamiento ya lo había señalado como constitutivo de un daño para quienes quedaron fuera del orden institucional y sujetos a la persecución criminal como agentes trasgresores de la norma jurídica que prohíbe el levantamiento contra el orden institucional, y en consecuencia, será sobre ese daño específico que el individuo desarrollará acciones que le procuren resiliarse y a la vez procurar el establecimiento de nuevas instituciones que respondan a su necesidad de reconocimiento para el logro de un ideal ético.
En ese orden, y asumiendo el criterio de que no existe una única línea de resiliencia sino múltiples líneas, no resulta descabellado considerar el delito político como una forma de resiliencia de quienes no se reconocen en el orden institucional vigente, y apelan a una forma de acción fuera del orden jurídico para procurar su reparación mediante la búsqueda de posibilidades, por vía de la fuerza, que le permitan sustituir el orden institucional, por uno en el que ellos se reconozcan y lo reconozcan como legítimo.
El sentido ético de las acciones insurgentes está delimitado por propósitos de carácter político y altruista. En relación con el primero, está implicada la sustitución de las instituciones vigentes por otras que representen un modelo que responda al ideal de vida buena de quienes se enfrentan al establecimiento, y el segundo, alcanzar mejores condiciones de vida para aquellos que se encuentran dentro de las condiciones propias de los factores de riesgo. En este sentido, una resiliencia fuera de la ley en cuanto al delito político tendría sentido ético, otra discusión es el procedimiento o el método de la confrontación armada que se utiliza para ello.
Así las cosas, puede llegar a considerarse como víctimas a los miembros de la insurgencia que asumieron la confrontación armada como un espacio para su resilien-cia fuera de la ley por los daños institucionales y políticos padecidos, sin que ello implique necesariamente que una acción criminal cualquiera sea constitutiva de una terapia reparadora para quien no puede resiliarse dentro del marco institucional y el orden legal vigente.
1 - De los dos conceptos de institución que aborda Lapassade, el que interesa en este caso es el que se asume en el lenguaje jurídico, del cual forman parte las normas, las leyes, las constituciones y los reglamentos.
2 - Por otra parte, la Corte Suprema de Justicia definió el concepto y los atributos del delito político, señalando que"...El delito político tiene un objetivo final invariable que le es consustancial, se prospecta buscando una reparación efectiva y se realiza con supuesta justificación social y política. Si estas son las notas características de este tipo de delito, cabe precisar: 1) Que envuelve siempre un ataque a la organización política institucional del Estado; 2) Que se ejecuta buscando el máximo de trascendencia social y de impacto político; 3) Que se efectúa en nombre y representación real o aparente de un grupo social o político; 4) Que se inspira en principios filosóficos, políticos y sociales determinables; y 5) Que se comete con fines reales o presuntos de reivindicación socio-política...."
(CSJ, 26 de junio 1982. Calderón Botero, Fabio).
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