Mujer, poder y derecho en Roma*
Women, power and law in Rome
Recibido: 27/04/18 Aprobado 15/06/18
DOI: http://dx.doi.org/10.25054/16576799.1669 [Link]
Aurora López Güeto
Doctora en Derecho
Profesora Universidad de Sevilla, España
mlopez73@us.es [Link]
RESUMEN
El final de la República y el Alto Imperio contempla una cierta emancipación de la mujer romana con importantes
repercusiones jurídicas. Los juristas ofrecían soluciones a las necesidades de las mujeres, cada vez con mayor
protagonismo en la esfera económica, aunque, en ocasiones, se recortaban sus derechos y frenaban sus avances. Este
estudio, siguiendo las pautas metodológicas, formales y expositivas del derecho romano, se abre a consideraciones de
orden sociopolítico, invitando a la reflexión y a la asociación de comportamientos y decisiones de los poderes públicos y
de la sociedad civil. Se han utilizado fuentes jurídicas, históricas, literarias, filosóficas y epigráficas para concluir que el
derecho romano clásico refleja las vicisitudes de la emancipación femenina.
La llegada de Augusto al poder tras la cruenta guerra civil supuso un viraje de las costumbres y de la legislación romana en
cuanto a la moral y el concepto de familia. El Príncipe, preocupado por el descenso demográfico en la urbs en contraste
con la pujanza poblacional de los territorios conquistados, decide intervenir en la vida privada de sus súbditos regulando
asuntos como el matrimonio, el adulterio o la natalidad. Todo ello prueba que, en numerosas ocasiones, el poder político y
la influencia de los intelectuales forzara las normas para recortar los avances de las mujeres hasta límites que la propia
ciudadanía no estaba dispuesta a tolerar.
PALABRAS CLAVE
Augusto; Derecho Romano; Mujer Romana.
ABSTRACT
The ending of the Roman Empire gave a certain emancipation to Roman women but came with significant legal
consequences. Jurists offered solutions to the needs of women and they achieved greater prominence in the economic
sphere, although on occasion, their rights were curtailed and their advances were halted.
This study, regarding the methodological, formal and expository guidelines of Roman law, weighs up current socio-political
considerations. This work welcomes reflections and comparisons between behaviors and decisions of public authorities
and civil society. Legal, historical, literary, philosophical and epigraphic sources have been used to conclude that classical
Roman law reflects the vicissitudes of female emancipation.
The arrival of Augustus to power, after the bloody civil war, meant that customs and Roman legislation overturned,
particularly regarding morality and the concept of family. The Prince, concerned about the demographic decline in the urbs
in contrast to the vast and strong population of conquered territories, decided to deal with the private lives of his subjects by
regulating issues such as marriage, adultery or birth.
All of this proves that, on numerous occasions, political power and the influence of intellectuals forced laws to curtail women's progress, which the population was not willing to tolerate.
KEYWORDS
Augustus; Roman law; Roman women.
INTRODUCCIÓN
Con el advenimiento del principado de Augusto se produjo
cierta tensión entre la realidad familiar, económica y social
de las mujeres y los intentos políticos de ralentización de
su reconocimiento en el orden jurídico. El papel reservado
como hija, esposa y madre desde la etapa monárquica
(753- 509 a. C.) había mutado durante los siglos republicanos.
Consagrado ya como habitual el matrimonio libre,
sine manu, que le permitía conservar el parentesco
jurídico o agnatio con su familia de sangre, la mujer
casada conservaba el culto familiar a sus antepasados a
heredarles. Asimismo, otro hito importante de este
progresivo proceso emancipatorio fue el acceso al
divorcio tal y como venían haciendo los varones, sin
acudir a procedimiento judicial o administrativo alguno y
sin necesidad de alegación de causa. Es cierto que la
mujer carecía de derechos políticos, pero, en el ámbito de
las relaciones sociales, se las empezó a ver en ciertos
espectáculos públicos o reuniones y banquetes. Las más
privilegiadas pudieron vestir, expresarse e incluso
desplazarse por la ciudad haciendo una cierta ostentación
de su posición, después de haber vivido en el recato y
la modestia propios de una sociedad agropecuaria que
practicaba el autoabastecimiento. Roma era la principal
potencia del Mediterráneo y sus ciudadanos se enriquecían
gracias al comercio, dejándose seducir por los lujos y
placeres.
Asimismo, existe constancia del desempeño de numerosas
actividades privadas por las ciudadanas que les
reportaron una cierta independencia financiera y
personal. Pese a todo, la mujer romana seguía vinculada
a la figura masculina y era reconocida y admirada en
cuanto cónyuge sumisa, madre abnegada o hija piadosa
si el esposo, hijo o padre al que consagraba su vida
despuntaba como militar o político, los dos nobles oficios.
Numerosos literatos ensalzan los valores de célebres
romanas como auténticas heroínas y referente de
generaciones posteriores. Entre esos méritos se
enontraban la puditicia, la prudentia, la verencundia
(sentido de la vergüenza) y la estricta observancia de los
mores maiorum o normas no escritas que desde hacía
siglos regían la vida de la sociedad romana. Todas esas
virtudes fueron igualmente valoradas por los juristas y por
el poder político hasta el punto de proteger a las mujeres
de comportamientos groseros o irrespetuosos de los
varones. Por supuesto, la protección iba dirigida a la
materfamilias o mujer de vida honorable, sin que fueran
merecedoras de ella las esclavas, las adúlteras ni las
mujeres que desempeñaban ciertas actividades como el
arte escénico o la prostitución.
Paradójicamente, pese a que el derecho causaba gran
parte de las situaciones injustas que las apartaban de sus
logros y anhelos, muchas de ellas optaron por recurrir al
sistema jurídico más compacto, racional y coherente que
conoció la antigüedad para paliar sus propios efectos
nocivos, consiguiendo por diferentes vías (los responsa de
los juristas, la actividad del pretor, los rescriptos imperiales)
la superación de los arquetipos anclados en un pasado en
el que difícilmente se reconocía un imperio colosal que
albergaba en su seno diversas nacionalidades.
A continuación, se procede a visualizar la situación de las
mujeres romanas en torno a tres grandes cuestiones.
Primero, se contextualiza la situación jurídica de las romanas
en el apartado 1. “Mujer y derecho” para, en los dos
siguientes, 2. “Patria y matrimonio” y 3. “Patria y maternidad”,
exponer las repercusiones del comportamiento femenino
frente al Estado. Finalmente, en el epígrafe 4. “La mujer
romana y el acceso al poder” se comenta las limitaciones
que el derecho público impuso a las ciudadanas, siendo
absolutamente discriminadas en el ejercicio de derechos
políticos.
1. MUJER Y DERECHO
En sus instituciones, el primer manual de derecho romano
conocido, Gayo, jurista del siglo II d. C., menciona como
justificación a la discriminación de las mujeres en el
ámbito jurídico la atribución de cualidades innatas como la
levitas o fragilitas animi, imbecillitas mentis o infirmitas
consili (Gayo, 1, 114 y 1,190). No era oportuno que las
mujeres se representaran a sí mismas y estaba prohibido
que representaran a otras personas en un juicio. Si acaso,
pudo interesadamente admitirse que fueran delatoras de
otras mujeres, como ocurrió con la premiada liberta Ispala
Fecennia en los sucesos de las Bacanales. Tampoco
podían juzgar ni ejercer cargos políticos.
Los juristas entendieron que el derecho sólo cumplía con
su labor limitando sus actuaciones, pues la naturaleza las
había privado de los atributos necesarios para ejercer la
actividad jurídica. Desde las últimas décadas republicanas
y los primeros años del principado de Augusto,
muchas mujeres que reivindicaron sus derechos en el
ámbito económico-patrimonial y familiar no hablan
directamente. El derecho romano desarrolló un auténtico
catálogo de normas que configuraron un estatuto
patrimonial de la mujer, pues, pese a las limitadas
posibilidades de las que dispusieron de desarrollar alguna
actividad jurídica y económica, su papel en la economía
romana era innegable. Por ejemplo, se reconocieron
(Gayo, 1, 114) algunos beneficios en la esfera del derecho
de familia, pues accedieron con facilidad al divorcio (Cid López, 2009, 155; Núñez Paz, 1998, 83; Senés
Rodríguez, 1995, 69-88) o se les atribuyó la custodia
sobre los hijos en caso de mala conducta del padre
(Salazar Revuelta, 2013, 1-30). Era bastante habitual que
administraran sus bienes, gestionaran la fortuna de sus
hijos, recibieran legados, compraran y arrendaran fundos
o que redactaran testamento.
No obstante, existió un movimiento amparado por
políticos e intelectuales, entre los que hallamos a
principios del siglo II a. C. a Catón el Censor, que criticaba
con dureza a las mujeres ricas y emancipadas. Como
consecuencia de ello, en el año 195 a. C., Catón pronunció
un famoso discurso, sin duda reflejo del pensamiento
de muchos de sus conciudadanos, que podemos resumir
en la siguiente frase: “Como no hemos sido capaces de
imponernos a nuestras mujeres individualmente, ahora
debemos tenerlas aquí, en el foro, a todas juntas”. Se
refería a las mujeres que bajaron a la plaza pública para
apoyar a los tribunos Fundanio y Valerio en su intento de
derogar la lex Oppia que limitaba la exhibición de la
riqueza femenina. Los tribunos pretendían que el control
de las mujeres se ejerciera por los parientes varones, no
por el Estado, para evitar que ese tipo de normas las
ofendiera al hacerlas sentir como esclavas. Según sus
palabras: “Las mujeres no tienen magistraturas, ni botín
de guerra, ni triunfos. Sus insignias son sus vestidos y
adornos. Ésa es su gloria1”.
Desde la fundación de la ciudad, el derecho consideraba a
la mujer romana como hija, esposa o pupila, permanentemente
sometida a la autoridad de un varón: el paterfamilias,
el marido o suegro o el tutor, si quien ejercía ese poder
sobre ella falleciera.
Pese a que el poder político, en numerosas ocasiones,
recortaría los avances sociales y económicos de las
mujeres, forzando las normas jurídicas hasta límites que la
propia ciudadanía no estaba dispuesta a tolerar, la
emancipación de las romanas tuvo un importante reflejo en
el derecho tardorrepublicano y en el Alto Imperio. En ese
tiempo, los juristas y políticos debieron ofrecer soluciones
jurídicas a las necesidades de las mujeres que, en
ocasiones, caminaron de la mano de la sociedad y en otras
de forma descompasada. Su papel clave como motor de la
sociedad romana se materializaba de forma silenciosa, y
fue especialmente significativo en el ámbito del derecho de
la persona, de la familia y patrimonial. No fue así en el
derecho público, pues la mujer romana no obtuvo el
reconocimiento de derechos políticos como el acceso a las
magistraturas o el voto.
A continuación se analizan las distintas situaciones
jurídicas por las que pasaba una mujer romana:
1. 1. Hija de familia
La figura del paterfamilias, varón sui iuris, era el eje en
torno al que giraba la vida familiar de los romanos desde
los tiempos arcaicos. Los nacidos fruto del matrimonio
conforme al derecho, varones o mujeres, recibían el
atributo de la legitimidad quedando sometidos a la patria
potestad, un poder amplio, prácticamente absoluto; son
los llamados alieni iuris.
Al paterfamilias se le permitía rechazar a los hijos (ius
exponendi), abandono que en ocasiones se realizaba por
motivos económicos, para no tener que mantener a
demasiados hijos. Siempre estuvo peor visto el abandono
de los varones que el de las hijas, y se menciona en las
fuentes una ley de Rómulo que obligaba a los padres a
educar a todos los hijos varones y, al menos, a una mujer.
Según Dionisio de Halicarnaso (Libro II, 15), el rey habría
sancionado el abandono de la hija primogénita o de los
hijos varones. El padre procedía al abandono sin consultar
a la madre. Un suceso especialmente doloroso era el
nacimiento de niños con malformaciones, los llamados
monstrua o prodigia, Ley de las XII Tablas, 4, 1. carentes de
forma humana, pues se consideraban una ofensa a los
dioses.
Una vez que el nacido era aceptado por el paterfamilias
obtenía la condición de hijo legítimo que transmitía el
llamado parentesco agnaticio, Ley de las XII Tablas, 4, 4.
Los nacidos fuera del matrimonio, aunque fueran de la
sangre del padre de familia, eran llamados vulgo concepti
o spurii, invisibles durante siglos para el derecho romano.
La patria potestad era un poder amplísimo que permitía
disponer de la vida e integridad física de los sometidos,
pero también podía el paterfamilias vender al hijo (ius
vendendi), Ley de las XII Tablas, 4, 2. En los siglos
posteriores, el derecho fue progresivamente limitando
esos amplios poderes, atenuados o eliminados gracias a
una evolución del concepto patriarcal de la familia hacia
una consideración de la función del pater más como un
deber que como un derecho. La corrección de sus faltas,
la domestica emmendatio, se aplicaría con moderación y
afecto, pues la ley limitaba los excesos paternos.
Viviendo el paterfamilias hasta una edad longeva,
convivían tres o incluso cuatro generaciones de parientes
a expensas de la generosidad de aquél. Sólo él era propietario de los bienes familiares y de ellos podía,
igualmente, disponer en vida o a su muerte por medio del
testamento. Por ello, las personas alieni iuris tenían
limitada su capacidad de obrar y recibían graciosamente
una cantidad para sus gastos, el peculium, que el
paterfamilias podía retirar a voluntad. En ocasiones el
pater emancipaba a los hijos, lo que suponía la pérdida de
parentesco de agnación con su familia y emprender una
vida independiente en el plano personal y económico.
Pero, normalmente, era el momento del fallecimiento del
pater, el que definía que sus hijos e hijas pasaran a ser
personas independientes, sui iuris. Los varones casados,
ejercerían desde entonces su poder sobre sus futuros
descendientes y esposa.
Siendo alieni iuris, la posición de hijos e hijas es teóricamente
de igualdad, aunque los condicionantes sociales y
morales discriminaran a las mujeres; y también lo hizo el
derecho. Es interesante detenernos brevemente, en el
ámbito de la sucesión mortis causa, en el estudio de la lex
Voconia (Ballestri Fumagalli, 2008, 20; Kaser, 1971, 219,
250, 280, 301-306, 684, 701; Viparelli, 2007, 5843-5849,
122, 343; Cantarella, 1997, 77, 107), plebiscito aprobado
en el año 169 a. C. que debe su nombre al tribuno Quinto
Voconio Saxa (Gelio, Noches Áticas, 20, 1, 23).
En su capítulo I, la norma prohíbe a los romanos
propietarios de un patrimonio superior a 100.000 ases,
por tanto, de la primera clase del censo, instituir como
herederas a las mujeres fuera cual fuera su relación con
ellas. Calificada siglos después por el emperador
Justiniano como norma injusta, responde al movimiento
legislativo que entre los años 217 y 115 a. C. invadió la
vida privada de los ciudadanos tratando de imponer,
sobre todo a las mujeres, unas pautas de actuación en la
vida social. Se pretendió evitar la excesiva exposición
pública de la riqueza en un momento en el que se tomaba
como referente de modas y costumbres a Oriente. Todo
ello desde el profundo convencimiento de que los
cambios en la vida doméstica y el acceso de las mujeres
al trabajo y a la generación y gestión del patrimonio,
acarrearía el desmoronamiento de la sociedad romana
(Herrmann, 1964, 52; Rotondi, 1990, 188). Se puede
intuir que los principales afectados por las disposiciones
de la lex Voconia fueron los ciudadanos romanos de
elevada posición social que carecían de hijos varones,
naturales o adoptivos, pero que habían confiado a sus
hijas la gestión de sus patrimonios. Algunas de ellas
estarían solteras en potestad y otras habrían sido
emancipadas. Unas y otras, a la muerte del padre, se
hallarían bajo la tutela de un varón, previsiblemente
designado en el testamento.
Pues bien: la lex Voconia impedía a los padres elegir como
sucesoras a sus hijas o a cualquier pariente femenina, lo
que llevó a buscar herramientas jurídicas, muchas de
ellas que podríamos catalogar hoy como fraude de ley,
para eludir una prohibición manifiestamente injusta. O
bien el testador dejaba los bienes a las hijas mediante
legados, previa desheredación, o se utilizaba el fideicomiso
(Gayo, Instituciones, 2, 274). El despropósito técnico
en la redacción de una ley que no contemplaba sanciones
para los infractores, lex imperfecta, hizo que se fuera
eludiendo con frecuencia, aunque sus efectos llegaron a
incidir en la sucesión intestada tras la extensión por la
jurisprudencia de fines de la República, Voconiana
ratione, de ciertas limitaciones a la sucesión legítima
(Paulo, Sententiae, 4, 8, 20). En efecto, los juristas
establecieron que las parientes femeninas que no fueran
hermanas del fallecido, como la madre o la mujer del
pater, no le sucedieran en ausencia de testamento (Gayo,
Instituciones, 3, 14). Si bien la ley estaba aún vigente en
época de Augusto, se aplicaba no a testadores de la
primera clase del censo, sino a poseedores de una
determinada suma (Casio Dión, 41, 10, 2). La lex Papia
Poppaea del año 9 d. C. (Evan Grubbs, 2002, 83) suprimió
algunos de sus límites pero sobre todo, iría cayendo en
desuso como tantas instituciones que afectaron a las
mujeres romanas por sus inconsistencias técnicas y la
falta de aceptación social.
1. 2. Pupila
Posiblemente, la institución jurídica que mejor define la
posición del derecho sobre la autonomía de las mujeres sea
la tutela. A diferencia de los varones sui iuris, quienes una
vez alcanzada la pubertad salían de la tutela, comenzaban
a gestionar sus patrimonios y sus vidas sin injerencia
alguna; los actos jurídicos de las mujeres siempre quedaban
limitados por la necesidad de aprobación de un varón,
el tutor. En el caso de los impúberes de ambos sexos, la
tutela respondía a la necesidad de protección frente a la
manipulación de quienes tenían más experiencia. Pero, y
aquí está la gran desigualdad de tratamiento, se nombraba
un tutor a las ciudadanas púberes sui iuris, en muchos
casos titulares de patrimonios y que gestionaban de forma
hábil sus negocios. Realmente la tutela de las mujeres era
difícil de justificar. Cicerón o Ulpiano la justifican de la
siguiente forma, acudiendo a criterios como la debilidad y
volubilidad de las mujeres: la levitas animi y la infirmitas
(Astolfi, 1996, 174-179; Sanz Martín, 2010, 1-42;
Spagnuolo Vigorita, 2010, 15-17).
Cicerón, Pro Murena 12, 27: Todas las mujeres, a causa de
su poca firmeza, fueron puestas bajo tutela por consejo de
los mayores.
Tituli ex corpore Ulpiani, 11, 1: Se otorgan tutores tanto a los
varones como a las mujeres, pero a los primeros cuando
son impúberes a causa de la edad. Sin embargo a las
mujeres se les otorgan cuando son impúberes pero
también a causa de su sexo y de la ignorancia de los
asuntos jurídico.
El mismo jurista severiano detalla los actos que deben ser ratificados por la autorización del tutor:
Tituli ex corpore Ulpiani, 11, 27: Es necesaria para los
actos de las mujeres: si acuden a un juicio, si contraen
obligaciones, si llevan a cabo negocios de derecho civil, si
quieren consentir que sus libertas vivan en contubernio
con esclavos ajenos, si enajenan bienes mancipables
(Evan Grubbs, 2002, 47)2.
La prosaica realidad es que la justificación para la tutela
mulierum siempre fue económica, puesto que, en la
mayoría de los casos, confluían en el tutor la calidad de
familiar y heredero de las mujeres siendo su gestión
absolutamente interesada.
El mismo ius civile acabó por admitir diversas herramientas
legales para que las mujeres pudieran tomar la
iniciativa. La llamada coemptio fiduciaria, evitaba la tutela
mediante una venta imaginaria de la mujer realizada por
mancipatio, acto solemne y público en presencia de cinco
testigos y del libripens que sostenía la balanza para pesar
el cobre que representaba el precio. La mujer era
transferida a un tercero, normalmente de su plena
confianza, siguiendo un rito que se utilizaba para las
adopciones y las compraventas entre otros muchos
negocios jurídicos3. Si bien seguía siendo preceptiva la
autorización del varón para realizar la mayoría de actos
jurídicos que jalonaban la vida de la mujer (Zannini, 1979,
148), como las disposiciones de inmuebles y esclavos o el
testamento, al tratarse de alguien de su confianza le
prestaba su consentimiento sin plantearle oposición.
Al menos en cuanto a las mujeres casadas, el derecho
romano encontró otro modo de superación de la injerencia
de los tutores a través de la optio tutoris testamentaria:
los esposos, en sus testamentos, evitaban a las viudas la
sujeción al agnado, pues ellas mismas elegirían al tutor4.
La lex Claudia de tutela mulierum abolió la tutela de los
agnados (Rotondi, 1990, 275) y, en tiempos de Gayo, los
tutores consentían de forma automática a los actos de las
mujeres y a veces ni tan siquiera se presentaban a
ratificarlos, alegando enfermedad o ausencia (lo que no
alcanzó al testamento). Los textos dejan se referirse a la
tutela de las mujeres desde el gobierno de Diocleciano
(284-305 d.C.).
1. 3. Esposa
El término matrimonium derivaba de mater y definía la
condición adquirida por la mujer por lo cual la más antigua
acepción de materfamilias debió referirse a la esposa que
se sometía al marido y a su familia como contrapuesta a la
paelex o mujer que convivía con un hombre (Gelio,
Noches Áticas, 4, 3, 3). Tiempo después, con la palabra
uxor se acabó por definir a todas las mujeres casadas,
independiente del régimen de matrimonio.
Comunidad íntima y espiritual entre hombre y mujer,
Modestino define el matrimonio como el consorcio de
derecho humano y divino para toda la vida, D. 23, 2,1
(Modestino, 1 regularum). Cicerón, Tito Livio o Tácito
destacan igualmente el aspecto espiritual de la sociedad
conyugal, lo que no obstaba a su disolución cuando la
intención de los cónyuges cesara, pues la affectio maritalis
había de mantenerse durante toda la vida del matrimonio.
La sociedad debía distinguir las uniones matrimoniales del
concubinato, para lo que contaba con el honor matrimonii
o participación de la mujer en el rango social del marido,
los sponsales, el traslado público de la esposa al domicilio
conyugal y, por supuesto, la convivencia. Pues, si el
matrimonio nacía del consenso de los cónyuges, la
llamada affectio maritalis, es conveniente recordar que se
exteriorizaba su celebración con la deductio o traslado
público de la mujer a la casa del marido. Los hijos nacidos
de esa unión eran legítimos y quedaban emparentados
por agnación con el padre y sometidos a la patria potestad.
Algunos autores mencionan la obligación de los censores
de prestar el juramento de tener descendencia (Cantare-
lla, 1997, 110)5.
La modalidad más antigua de matrimonio iba unida a la
conventio in manum, acto jurídico por el que la mujer
entraba a formar parte de la familia del marido y debía abandonar el culto religioso de sus antepasados mediante
la detestatio sacrorum, pasando a venerar a los
familiares de su marido. Raros eran a finales de la
República los matrimonios celebrados en este sentido:
las romanas optaban por conservar lazos jurídicos con la
familia de origen y, por ello, era poco habitual que
fusionaran sus patrimonios con los del marido6. Puede
afirmarse que el régimen económico matrimonial por
excelencia de los matrimonios de aquéllos tiempos fue la
separación de bienes, y la procedencia de los bienes
femeninos era variopinta. Por un lado, existía una masa
de bienes, la dote, entregada al marido al celebrarse el
matrimonio y que podía recuperarse en caso de disolu-
ción por muerte o divorcio7 de forma que la mujer viuda o
divorciada decidiría si contraer o no un nuevo matrimonio
sin verse acuciada por la necesidad. Asimismo, en el
patrimonio de las romanas podía haber bienes derivados
del ejercicio de una actividad económica, dedicándose a
la explotación de tierras, al comercio o la industria, a
actividades de asistencia y cuidados o a profesiones
liberales. Las fuentes revelan que, en época clásica y
coincidiendo con una cada vez mayor autonomía
patrimonial, un importante número de mujeres contaban
con explotaciones agrícolas generadoras de rentas, con
esclavos o libertos propios (Cantarella, 1991, 193-208) y
con negocios y propiedades urbanas. Otras veces, las
propiedades tenían su origen en disposiciones mortis
causa o donaciones de parientes o extraños (Ballestri
Fumagalli, 2008, 10ss)8. Numerosos textos jurídicos
exponen que la mujer entregaba voluntariamente al
marido la gestión y administración de su patrimonio,
debiendo aquél actuar con la diligencia debida.
2. PATRIA Y MATRIMONIO
Los romanos siempre privilegiaron al matrimonio. Sus
innegables repercusiones económicas, morales y
sociales llevaron a la intervención estatal en su regulación.
El derecho romano exigía para contraer matrimonio
estar en posesión del ius conubium que, en términos
absolutos, se concedía a quienes ostentaban la ciudadanía
romana (personas nacidas libres o liberadas de la
esclavitud por las formas de manumisión establecidas).
También se otorgó el ius conubium a los latinos. Además
de la ciudadanía, se exigía haber superado la pubertad y
tener uso de sus facultades mentales.
El ius conubium, considerado en términos relativos sería
la posibilidad o imposibilidad de contraer matrimonio con
ciertas personas. Las prohibiciones matrimoniales, a
veces, se justificaron en cuestiones de orden natural y
religioso, como las que impedían contraer con los
parientes cercanos. El tabú del incesto restringía los
matrimonios entre ascendientes y descendientes (la línea
recta de parentesco) y hasta el tercer grado colateral
(Gayo, Instituciones, 1, 59). Carecía de relevancia que el
parentesco hubiese nacido de la adopción hasta el punto
de que en la línea recta, incluso aunque se emancipara
después a la persona adoptada, se impediría el matrimonio;
algo que no sucedía entre los que fueron hermanos
adoptivos que podrían casarse si ambos eran emancipados
(D. 23, 2, 14, Paulo, 35 ad edictum; D. 23, 2, 34, 2,
Papiniano, 4 responsorum)9.
Los matrimonios incestuosos eran considerados
inválidos, y se perseguía por un proceso penal, castigándose
con más severidad a los que lo cometían en secreto,
pues dicha actitud revelaba que eran conocedores de la
prohibición. Por contra, se podía perdonar a quiénes la
desconocían en el caso de matrimonios del tercer grado
colateral. Precisamente los deseos del emperador
Claudio de contraer matrimonio con su sobrina Agripina,
hija de su hermano Germánico, forzaron al Senado
romano a permitir esas nupcias si la sobrina lo era por
parte de hermano (Tácito, Annales 12, 6-7). El veto legal
se mantuvo a las nupcias entre el tío materno y la sobrina
y por supuesto, entre las tías y los sobrinos de ambas
ramas.
El derecho romano también contempló prohibiciones
matrimoniales que respondieron a motivaciones políticas,
como las nupcias entre patricios y plebeyos, la llamada lex
inhumanissima por Cicerón, de republica 2, 37, 62, que
fue abolida en el año 445 a. C. Tampoco podían contraer
matrimonio ciudadanos y ciudadanas con personas
extranjeras10, los gobernadores de las provincias11 con
mujeres nativas o los militares mientras duraba el servicio (Gayo, Instituciones, 1, 57). A veces las prohibiciones se
basaban en cuestiones de moralidad pública, pues se
impidió casarse al tutor y la pupila. Numerosas inscripciones
epigráficas reflejan que el matrimonio entre el patrono
y su liberta estaba permitido y era más que frecuente,
siendo la causa de la manumisión la intención de
desposarla (D. 40, 2, 14, 1 Marciano, 4 regularum). Por
cierto que la liberta necesitaba el consentimiento del
antiguo patrono, ahora su marido, para divorciarse. No
obstante, en ciertos ambientes se veía más natural que la
liberta quedara como concubina del patrono (Evan
Grubbs, 2002, 151. D. 23, 2, 41; Marcelo, 26 digestorum,
D. 25, 7, 1; Ulpiano, 2 ad legem Iuliam et Papiam) en lugar
de otorgarle la dignidad de materfamilias12.
Pero si hay normas especialmente relevantes en relación
al matrimonio, son las leyes promulgadas por Augusto: las
leges Iulia de maritandis ordinibus del año 18 a. C., lex
Papia Poppaea del año 9 d. C. y lex Iulia de adulteriis
coercendis del año 17-16 a. C13.
Para todos los ciudadanos nacidos libres, el príncipe
decretó la prohibición de contraer con prostitutas (D. 23,
2, 43, pr. -5, Ulpiano, 1 ad legem Iuliam et Papiam),
alcahuetas (D. 23, 2, 43, 6-9, Ulpiano, 1 ad legem Iuliam et
Papiam) y adúlteras (D. 23, 2, 43, 12-13, Ulpiano, 1 ad
legem Iuliam et Papiam). Los valores reconocidos a la
materfamilias, esposa o hija de un ciudadano romano,
giraban en torno a la puditicia, y se le imponían una serie
de límites en sus comportamientos sexuales, mientras
que ciertas prácticas sexuales eran consideradas
infamantes y los varones no podían exigírselas. Las
prostitutas fueron apartadas de la institución del matrimonio,
pues habían renegado de su papel de esposa y
madre, y se alejaban del ideal que encarnaba la matrona.
Aun así, calificada como mujer infame, ocupó un lugar en
la sociedad romana, no necesariamente marginal y fue
ejercida por muchas esclavas a las que no quedaba otra
opción, pero también por ciudadanas que habían
abandonado el grupo de las matronas.
La ley indicaba que las matronas vistieran la stola y las
prostitutas sólo la toga. Como las prostitutas carecían de
fama y reputación, podían ser forzadas sexualmente y
estaban incapacitadas jurídicamente. Por supuesto sus
hijos siempre eran ilegítimos. Incluso algunos autores
hablan de su virilización, pues para los romanos el género
parece limitarse a la dualidad vir-matrona (D. 47, 10, 15,
Ulpiano, 56 ad edictum; Horacio, 1, 2, 31 y 119-134. D. 47,
2, 39, Ulpiano, 41 ad Sabinum), y eran calificadas como
turpes personas. En D. 37, 12, 3 (Paulo, 8 ad Plautium) se
las presenta como personas incompletas y con sus
derechos recortados. También Quintiliano, Instituta
oratoria, 8, 5, 17, las define incapaces para heredar más
que una cuarta parte. Pero, como colectivo, se les exigió
que siguieran unas reglas al ejercer su ocupación o
regentar sus negocios.
Para mantener la pureza de la sangre, la lex Iulia de
maritandis ordinibus (Rotondi, 1990, 443, 445, 457, 507)
del año 9 d. C. llegó a impedir a los senadores y a sus
descendientes el matrimonio con libertas y libertos
propios o ajenos, así como con actrices y actores o hijas e
hijos de actores14. La paradoja es que, con sus limitaciones
el príncipe acabó favoreciendo el concubinato, unión
estable no matrimonial, pues los hombres de clase
senatorial que quisieron mantener una relación monógama
con estas personas las tomaron como concubinas, lo
que les alejó del matrimonio. Por supuesto, las concubinas
no podían ser acusadas de estupro (relaciones
sexuales ilícitas por tener lugar fuera del matrimonio
según lo recogido en la lex Iulia de adulteriis) e incluso
antiguas prostitutas alcanzaban el rango de concubinas,
como expone Modestino (D. 23, 2, 24, 1 regularum). En
líneas generales, puede decirse que el concubinato
estuvo aceptado socialmente.
Las leges augusteas constituyen un cuerpo normativo
que no sólo recogía prohibiciones matrimoniales o
perseguía como delito público el adulterio, sino que
imponía la obligación de contraer matrimonio a los
ciudadanos varones entre 25 y 60 años y a las ciudadanas
entre 20 y 50 años, privando de beneficios sucesorios
tanto a los célibes como a los casados sin hijos (orbi).
Otras medidas de impacto fueron la creación de un
impuesto sucesorio a las mujeres que tuvieran un
patrimonio superior a los 2.000 sestercios (tasa anual del
1%), así como la concesión del ius liberorum a las
vestales y a las mujeres ingenuas con tres hijos y libertas
con cuatro hijos.
Augusto sancionaba a los caelibes y a los orbi (casados
sin hijos) con una incapacidad para suceder por testamento.
En cuanto a los esposos infértiles, sus expectativas
en las disposiciones en las que fueran instituidos se
reducían a la mitad de la herencia siempre que el testador
no fuera el otro cónyuge. Naciendo un hijo vivo del
matrimonio se alcanzaba la capacidad total para sucederse
entre ellos, así como si naciera un póstumo o si
hubieran tenido un hijo que murió púber o tres que
llegaron al dies nomini, si alguno de ellos vivió dieciséis
meses. También la muerte de uno o dos hijos pasados los
nueve días hacía aumentar en una o dos décimas la
cantidad a heredar por el cónyuge.
Las sanciones por no contraer matrimonio consistían en
una serie de incapacidades para suceder mortis causa,
absoluta para los solteros (incluidas las personas viudas y
divorciadas que no habían vuelto a casarse) y parcial para
los orbi que heredaban un décimo en sus recíprocas
herencias (Gayo, Instituciones 2, 228-229). En el reverso
de la moneda, se concedían beneficios a las personas
que contribuyeran con hijos al imperio. La intervención de
Augusto15 se justifica en la merma de población genuinamente
romana causada por las bajas en las guerras
civiles y exteriores16, la alta mortalidad infantil y el escaso
interés de los romanos de clases altas en formar una
familia tradicional, entregados a las pasiones y al ocio. No
podemos obviar la motivación recaudatoria, pues los
bienes procedentes de herencias cuyos herederos o
legatarios habían incumplido con las normas pasaban al
Estado.
En definitiva, el príncipe tenía especial interés en
promover y proteger la fertilidad de los romanos y de las
romanas de las clases dominantes, ante el peligro que
representaban para la estabilidad del imperio las
invasiones de otros pueblos especialmente populosos.
En tiempo de guerra debía existir un reemplazo para las
bajas producidas y, en tiempo de paz, la actividad
económica y la dirección política necesitaban de genuinos
romanos. Desde un plano casi filosófico, quizá influenciado
por los principios estoicos, se entendió que renunciar a
la perpetuación a través de la procreación violentaba
principios superiores de orden moral y religioso, como una
negación de la fisiología masculina que respondía en la
mayoría de las ocasiones al deseo de entregarse a una
vida lujuriosa.
Según Mastrorosa (2007, 281-304), en las leyes de
Augusto sobre la familia subyace un interés demográfico.
Pero también político, no exento de un matiz elitista,
incluso de tintes xenófobos, que propugnaba el control
por los ciudadanos romanos de las instituciones en un
momento especialmente delicado de consolidación de su
programa político, que podía verse amenazado por las
manumisiones de esclavos y la llegada de extranjeros a la
ciudad (Suetonio, Augusto, 40, 3; Casio Dión 56, 7, 6).
Las leyes fueron muy contestadas y los ciudadanos
trataron de eludirlas17. Pensemos que, desde los últimos
siglos republicanos, los romanos miraban con desidia el
matrimonio. Gelio (Noches Áticas 1, 6, 6) y el propio Casio
Dión (56, 8, 2-3) se refieren al fastidio ocasionado por la
convivencia conyugal, lo que coincide oportunamente con
la época de mayor emancipación femenina en la historia
romana. Añorando los tiempos en los que la mujer
permanecía dedicada a las tareas domésticas y alejada
de la vida social y económica, había que concienciar a los
ciudadanos de las consecuencias irreparables para
Roma de su egoísmo y de la importancia para la propia
supervivencia del imperio del fortalecimiento de su
estructura social a través de la familia, el vehículo natural
para la sucesión hereditaria.
El problema demográfico y el temor a la pérdida de
influencia de las costumbres antiguas de los romanos en
un imperio cada vez más globalizado, auténtico crisol de
culturas, religiones y usos, supuso el respaldo a estas
medidas de los emperadores posteriores. El incumplimiento
de esas obligaciones suponía el descrédito social,
una acción impía, casi una traición a la patria y a los mores. Por ello, el discurso del príncipe pudo evocar el
espíritu de los reyes romanos, que fueron capaces de
recurrir al rapto de las Sabinas para evitar la extinción de
su pueblo y que, en sus leges regiae a favor del matrimonio
reprimieron los comportamientos inmorales en la vida
conyugal y familiar (Cantarella, 1997, 43 ss; Livio, 1, 9, 1-
4; Casio Dión 56, 6, 4), sobre todo, los de las mujeres.
Las personas no obligadas por estas leyes debido a su
juventud o a su senectud, mantuvieron sus privilegios
como antes de la promulgación. El ius civile no consentía
el matrimonio antes de la pubertad, pero uno de las
principales deficiencias técnicas de la ley sería no haber
indicado una edad mínima para contraer matrimonio.
Parece que se quiso ofrecer un margen razonable, las
mujeres entre los 12-20 años y los varones entre los 14-
25 años, para que los contrayentes asumieran la
paternidad con madurez. Por otra parte, la superación de
los 50 o de los 60 años eximía de la obligación de casarse,
pues sus condiciones biológicas les alejaba de la
procreación. Pero no se miraba con buenos ojos que
varones mayores contrajeran matrimonio con mujeres
mayores en lugar de con mujeres que aún pudieran
procrear, así como los supuestos de varones jóvenes que
se desposaban con mujeres estériles.
En tiempos de Tiberio, el senadoconsulto Perniciano (Tituli
ex corpore Ulpiani, 16, 3) castigaba a las mujeres menores
de 50 años que esperaban a contraer pasados los 50 años
ya fuera con un hombre mayor o con uno menor de 60
años, así como a los varones que lo hicieran con mujeres
mayores de 50 años. Atendiendo a intereses personales,
el emperador Claudio exoneró de sanciones a los varones
mayores de 60 años que se casaran con mujeres jóvenes.
Y el senadoconsulto Calviniano declaró irrelevante el
matrimonio de la mujer mayor de 50 años, como si no se
hubiese celebrado, lo que impedía que la mujer heredase
a su marido. Se puede decir que es una clara manifestación
de discriminación por razón de sexo, tal y como lo
fuera la lex Voconia, pues consideraba la dote como
caducum (Astolfi, 1996, 97 Ss., 133 Ss; Spagnuolo
Vigorita, 2010, 35 Ss; Cuena Boy, 2004, 99-108).
La vida privada de las mujeres era observada con lupa
sobre todo ante las sospechas, más o menos fundadas,
de comportamientos alejados de las buenas costumbres.
A la vez que se ensalzaba por políticos, juristas y literatos
el rol de la materfamilias, mujer honorable cuyo estricto
cumplimiento de las normas morales y sociales le suponía
el reconocimiento de sus parientes, de los conciudadanos
y del poder público, otras mujeres eran juzgadas con
penas desorbitadas. Si el llamado consilium domesticum,
órgano compuesto por los parientes varones, desde hacía siglos sustraía al procedimiento judicial ordinario el
castigo del adulterio o de la ingesta de bebidas alcohólicas,
con Augusto el ordenamiento penal estatal se
interesa por esas infracciones.
3. PATRIA Y MATERNIDAD
Para los romanos, la mujer estaba naturalmente destinada
a ser madre y reducida a venter por el derecho. La
maternidad se percibía en el principado como un servicio
a la patria para repoblar Roma, asolada por las guerras,
las epidemias y los desastres naturales. La mujer era el
recipiente que engendraba futuros soldados y ciudadanos
de pura sangre romana. Precisamente por su valor como
vientres, el ius civile extremó las medidas para controlar el
aborto no consentido por el marido, la suposición de parto
o el robo de recién nacidos.
Consecuentemente con lo anterior, la relación materno
filial en aquellos siglos se vio abocada a un cierto desapego
entre progenitora y descendientes, siendo éstos casi
propiedad del paterfamilias que encontraba en ellos la
continuación de su nomen, de su culto familiar y de su
patrimonio, dejando escaso margen de decisión a la
madre más allá de los cuidados asistenciales. Lo
expuesto se refleja en la crianza de los hijos por el grupo
de parentesco agnaticio y en la concesión, casi sistemática,
de la custodia de los hijos al paterfamilias en caso de
divorcio. Es curioso cómo las fuentes literarias nos
transmiten la recuperación por las madres de cierto
control de la vida de sus hijos adultos, sobre todo en el
caso de las viudas, como facilitadoras de relaciones
sociales y de sus carreras políticas; por no hablar de su
influencia a la hora de dirigir la vida conyugal de las hijas.
Augusto premiaba a las mujeres prolíficas con el ius
liberorum nada menos que alcanzando la absoluta
independencia económica al quedar liberadas de la tutela
masculina. El ius liberorum, que podríamos traducir
literalmente como el derecho por haber tenido hijos, fue el
equivalente clásico a los premios o incentivos a la
natalidad. Al ser un orgullo disponer del ius liberorum, es
habitual encontrar en inscripciones como CIL. VI, 10247;
VI, 1877, VI, 10246 o XI, 634 la mención, i.l.h que significa
ius liberorum honorata.
Una de las cuestiones que dificultan el conocimiento de
esta institución es la duda sobre su origen, que para
algunos autores pudo ser la lex Iulia de maritandis ordinibus
del año 17 a. C. aunque parece más probable que fuera la
lex Papia Poppaea del año 9 d. C. Esta norma determinaba
un régimen de exención de las sanciones por incapacidad
sucesoria a favor de varones y mujeres con un cierto número de hijos y habría descrito la ceremonia para
acceder al ius liberorum a instancias de la propia mujer.
Previamente a su concesión, se verificaba que la solicitante
hubiera contraído matrimonio legítimo, lo que excluyó del
beneficio a las mujeres sometidas a prohibiciones matrimoniales,
ya fuera como miembros de la clase senatorial o
como ingenuae, todo ello a salvo de esporádicas dispensas.
Asimismo, no hallamos en las fuentes supuestos de
solicitud y, mucho menos, de la concesión, del ius liberorum
a personas solteras, lo que no obsta a que viudos o
divorciados de ambos sexos lo tuvieran por su matrimonio
anterior. Muy difícilmente serían honradas con ese
beneficio mujeres marcadas con infamia.
Son numerosos los testimonios jurídicos sobre la
exigencia a las mujeres ingenuas de tres hijos y a las
libertas de cuatro para la obtención del beneficio y
escasos los textos sobre los hombres, lo que se debe a
que el privilegio se extendió en el tiempo solo para las
primeras (Fragmenta vaticana, 192). Se consideraba apta
para recibir este beneficio la mujer ingenua que hubiera
llevado a término tres embarazos, cuatro en el caso de la
liberta. Se contaban los hijos nacidos con deformidades,
pues la fatalidad sufrida no se les podía adjudicar a las
mujeres que habían acatado las normas de Augusto hasta
donde dependió de sus posibilidades. Más dudas
generaría el nacimiento de trillizos o cuatrillizos.
También los hombres con tres hijos, ya fueran libertos o
ingenuos, eran favorecidos por las leyes augusteas con
numerosos privilegios, como la asunción de los fasces
consulares, la exoneración de la sortitio en la atribución
de las provincias o el acortamiento de los plazos para
acceder a las magistraturas en tantos años como hijos se
tuvieran. Posiblemente, pudieron alegar la paternidad de
familia numerosa para la excusatio tutelae (Astolfi, 1996,
333 Ss.; D. 4, 4, 2, Ulpiano, 19 Ad Legem Iuliam et
Papiam; Plinio El Joven, Epistulae 16; Tácito, Annales 2,
51; Gayo, Instituciones, 3, 42).
Coinciden los autores en que el sistema de concesión no
era flexible en ausencia de matrimonium iustum, mientras
que la exigencia de haber dado a luz un número de hijos sí podía ser dispensada (Casio Dión, 55, 2 y 56, 10). Sobre
todo, la dispensa alcanzaba a las situaciones en las que la
naturaleza impedía la procreación y las mujeres lo podían
solicitar de forma directa al príncipe (Casio Dión, 54, 30;
60, 24. También la lex Malacitana, 56). La misma pareja
imperial, Augusto y Livia recibieron el privilegio del
Senado. Más adelante, los emperadores asumirían la
facultad de concederlo con tal arbitrariedad que podía
conseguirse en caso de justificarse la infertilidad, o por
tener un número inferior de hijos, a la vez que, paradójicamente,
había casos de denegación a personas con
familias numerosas. Como se ha dicho, para la mujer el
mayor rédito de la obtención del ius liberorum, ingenua o
liberta, fue siempre la exención de la tutela, aunque se
daban otras ventajas como asistir a las celebraciones con
ocasión del cumpleaños del príncipe o a la ceremonia de
los iura maritorum (Casio Dión, 54, 30; 60, 24. También la
lex Malacitana, 56).
Desde finales del siglo I d. C. se abría paso un movimiento
para relajar la concesión del beneficio (López Güeto,
2017)18 y, curiosamente, la principal noticia jurídica que se
tiene del ius liberorum es su derogación, expresada por
las Instituciones de Justiniano, 3, 3, 4, que pretende evitar
que las mujeres pusieran su salud en riesgo con sucesivos
alumbramientos (Kübler, 1909, 154 ss. y 1910, 176
ss.; Samper, F,1972, 7-18). El emperador cristiano
comenta que las mujeres que dieran a luz a menos hijos
no debían ser privadas de suceder a sus descendientes,
pues la naturaleza era impredecible y llega a considerar
impía esa discriminación atendiendo a la fertilidad.
Por todo ello, los romanos consideraron a la materfamilias
apta para procrear nuevos ciudadanos y, si bien nunca
llegó a recibir un tratamiento jurídico y social igualitario en
relación al recibido por el paterfamilias (Núñez Paz, 2009,
284-285; Salazar Revuelta, 2013)19, concitaría el respeto
de sus conciudadanos. Se pueden llegar a enumerar
hasta siete significados distintos del término materfamilias
que abarcan desde la mujer casada mediante
conventio in manum, es decir, sometida a su marido o a su
suegro, hasta la mujer sui iuris que seguía siendo
miembro de su familia de origen. Incluso hay textos que independizan el concepto de materfamilias de la procreación,
pues lo verdaderamente esencial era que viviera
conforme a los mores, aunque no tuviera hijos. Así pues,
merecían la aprobación social y, por ende, la aprobación
jurídica aquellas mujeres solteras, casadas, divorciadas o
viudas que vivieran honorablemente (Suetonio, Augusto,
69, 1; Cicerón, Topica 3, 14)20. Ésta es la definición de
Ulpiano, especialmente ilustrativa:
D. 50, 16, 46 pr. -1 (Ulpiano, 49 ad edictum): "Materfamilias"
debemos considerar a la mujer que no vive deshonestamente,
pues las costumbres a ciertas mujeres
identifican y separan del resto. Casada o viuda, ingenua o
liberta, ni el matrimonio ni los hijos hacen a la materfamilias,
sino las buenas costumbres21.
El matrimonio y la fidelidad fueron considerados elementos
vertebradores de la familia, de la comunidad y de la patria.
Desde los tiempos de la fundación de la urbs y el gobierno
de los reyes, el ius y los mores maiorum tuvieron especial
interés en sancionar los comportamientos que comprometían
la estabilidad conyugal. Las leges regiae, disposiciones
atribuidas a los reyes, prohibieron la bigamia, el
adulterio femenino que comprometía la legitimidad de la
prole, el estupro (relaciones sexuales fuera del matrimonio)
y el incesto (Plutarco, Numa 12; Dionisio de
Halicarnaso, 2, 25, 6; Gelio, Noches Áticas, 4, 33). Livio,
Periocas, 10, 31, 8-9 ya se refiere al stuprum, comportamiento
condenable en materia sexual, y Plauto deja fuera
de la acción sexual del vir romano a mujeres casadas,
viudas, doncellas, jóvenes y niños de nacimiento libres.
Algunas actividades femeninas recibieron la descalificación
por parte del derecho y un tratamiento próximo a la
prostitución. Así ocurrió con las actrices de teatro, las
músicas y las camareras de bares o tabernas. También se
equiparó a las prostitutas con las mujeres que practicaban
la magia22. Son muy interesantes los juicios por casos de
envenenamiento contra matronas (Valerio Máximo, 2, 5,
5; Tacito, Annales 2, 69; 4, 22; 4, 52; 12, 65) acusadas de
magia a la vez que de comportamientos sexuales no
controlados. Un hecho particularmente inusual, inefable, exponente máximo de la contestación social al catálogo
de leyes augusteas, fue la rebelión de matronas en
tiempos de Tiberio: ante las prohibiciones y fuertes
sanciones, mujeres respetables de la aristocracia romana
comienzan a declarar al edil que ejercen la profesión de
meretrices o actrices. El emperador reaccionará prohibiendo
a su vez el ejercicio de la prostitución a las mujeres
de alto rango (Tácito, Annales, 2, 85, 1).
En conclusión, la maternidad se concibió por el poder
romano como un servicio a la patria, pues se instaba a las
clases altas a mantener la dignidad de la ciudanía y el
control del poder. La hegemonía de las familias romanas
de siempre, con poco interés en perpetuarse, se veía
amenazada por las clases sociales emergentes favorecidas
por el incremento del comercio.
4. EL PODER DE LAS MUJERES
Las madres y las esposas de los políticos más notables de
la República y de los emperadores eran admiradas y
veneradas por la sociedad, pues no sólo habían dado a
luz a los prohombres, sino que los habían educado en los
valores patrios. A diferencia de lo que ocurrido en otras
civilizaciones como la griega, la educación de los hijos era
encomendada a la matrona romana en los primeros años,
pasando luego a manos de los pedagogos. Son habituales
las referencias literarias a las viudas pendientes de
sus hijos que gestionaban sus bienes o sus vidas
personales, sobre todo en lo referente a la carrera política
o a la concertación de matrimonios. A las filiae se las
instruía no sólo en las artes literarias, la música o la danza,
sino en la observancia de un comportamiento correcto:
expresarse con buen gusto y ser castas, amables y
sumisas con sus futuros esposos en su labor como
matronas (Salazar Revuelta, 2013)23.
Las virtudes y dones exigidos a las mujeres eran la
constricción y el recato, la represión de muestras de dolor
salvo en ocasiones oficiales de luto ciudadano, la
moderación en gestos y en palabras, la contención en la
alimentación o la prohibición de beber vino. Al educar a sus hijos, se valoraba su severidad. En contrapartida, las
matronas eran protegidas por los usos y por el derecho:
quedaba, por ejemplo, prohibido pronunciar palabras
malsonantes o desnudarse en su presencia, así como
nombrarlas en público o en voz alta, se les debía ceder el
paso en la calle y gozaban del privilegio de vestir la stola
púrpura y adornarse con alhajas de oro (Cantarella, 1991,
a 197, 200, 208, 235; 1997, 63 Ss., 80 Ss.; Fiori, 1993-4,
455 Ss)24. Augusto les permitió reclinarse en las comidas
como los hombres, pues antes estaban obligadas a
comer sentadas en un taburete a la antigua usanza.
La privación de derechos políticos debió, pues, suplirse
con la influencia en la vida pública que fue realmente
importante en las damas de la familia imperial y de la
aristocracia, tanto en Roma como en las provincias.
Realmente, la participación de las mujeres adineradas en
la esfera pública se produce desde el estrecho margen de
actuación que les concediera el Estado.
La necesidad vital de muchas de ellas de tener un papel
relevante en la vida de sus ciudades, de trascender a
través del tiempo, se expresa en la promoción de obras
públicas, espectáculos o la dedicación de ingentes
cantidades a los templos y las divinidades. Precisamente
en Hispania, en la provincia Bética, encontramos
numerosas inscripciones epigráficas sobre el evergetismo
femenino en sus diferentes modalidades (Medina
Quintana, 2015; CIL. II, 1956; CIL. II, 3240). Por una parte,
las romanas perseguían un buen nombre para sus
familias a través de estos actos, a la vez que reafirmaban
su patriotismo por un cauce permitido. Pero, por otra,
como en el caso de las fundaciones alimentarias a favor
de niñas pobres o como patronas de collegia de libertas,
realizaban verdaderos actos reivindicativos para
favorecer la integración de las mujeres.
La sociedad amparaba estos actos porque sus beneficios
revertían en la comunidad y les fueron reconocidos en
vida y a su muerte. Muchas de esas mujeres se dedicaban
al sacerdocio en las provincias como flaminicae, a veces
casadas con el flamen dialis y quisieron dejar su huella en
sus ciudades como muestra de pietas, pero también para
dar lustre al nombre de sus hijos, a los que mencionaban
para dejar constancia de que habían dedicado sus vidas a
ser buenas madres. En cierta forma se transmitía un
mensaje tranquilizador a la sociedad, pues las mujeres
habían cumplido lo que de ellas se esperaba. Pero fueron
mucho más que madres.
Templos, termas, fuentes, acueductos y espectáculos
se ofrecen como reflejo de su poder e influencia (Cid
López, 2005-06, 210-218. CIL. II, 1952-1953; II, 4241;
II, 1241; II 2/7, 448; CIL. II, 1958). En ocasiones,
adornaban las estatuas de las diosas, Concordia
Augusta, Victoria Augusta, Diana Augusta, con sus
vestidos y joyas. En la Bética se hallan abundantes
inscripciones en las que se reconoce a mujeres como
Pomponia Roscio, Licurnia Rufina o Vibia: hasta
sesenta nombres propios catalogados de mujeres
hispanas, sobre todo en la provincia Bética y en el
Mediterráneo, que invirtieron sus riquezas en la
comunidad, una manifestación de la maternidad en
sentido público que les hizo merecer en contados
casos el calificativo de mater patriae.
CONCLUSIONES
El derecho romano clásico impuso un estatuto a las
mujeres, tanto a las sometidas a patria potestad como a
las romanas sui iuris, que se manifestaría, sobre todo,
en normas de derecho de familia, de sucesiones, de
obligaciones y en las formalidades del proceso judicial.
A veces, lo hizo en clara oposición al sentir social, a la
vida y a las experiencias romanas, temiendo que las
mujeres se desviaran de su trascendente tarea de
custodiar los mores maiorum y transmitirlos a sus hijos.
Las romanas debían realizarse como ciudadanas a
través del matrimonio y de la procreación, y sus deseos
y anhelos como personas nunca llegaron a interesar a
los literatos, políticos o juristas. Quizá el más claro
exponente de su situación sea que, sobre sus hijos, no
tuvieron potestad legal alguna. En efecto, los nacidos
de matrimonio legítimo seguían la condición jurídica del
padre, sin que hubiera reconocimiento a la maternidad
en el ámbito de la herencia, y ni siquiera en el caso de
hijos extramatrimoniales, quienes nacían siendo sui
iuris, sin sujeción a poder alguno.
Resulta complicado asumir, aunque por desgracia
estas situaciones se repiten en numerosos Estados en
la actualidad, que la mujer fuera a efectos jurídicos
principio y fin de su familia. Pero, a la vez, se le exigía
actuar como un marmóreo pilar que sostuviera a la
familia patriarcal.
La feminización del derecho privado romano comenzó
precisamente por el amparo a la materfamilias, pero
llegó mucho más lejos. Pese a todas las trabas y
dificultades, la realidad y la actividad constante de las mujeres, justo cuando los hombres estaban en la guerra y las ciudades y los campos requerían de su tesón e iniciativa acabaron desdibujando las antiguas reglas.
Entre los siglos I a. C. y II d. C. se alcanzan cotas importantes
de autonomía femenina en el ámbito económico
con innegable repercusión en la vida jurídica. También
hubo, como hemos visto, circunstancias en las que se
desandaba lo avanzado precisamente por la acción del
derecho al servicio del programa de los emperadores
como Augusto y Tiberio. Precisamente la invasión jurídica
o política en la intimidad de los romanos, pero, sobre todo,
de las romanas, es el hilo conductor de este estudio, que
pretende demostrar cómo transcurridos más de veinte
siglos, con las debidas matizaciones y sin caer en el
anacronismo, ciertas situaciones a las que se enfrentaron
las mujeres, desgraciadamente, se manifiestan, con otros
modos, con otros nombres, en muchos lugares del
planeta. Algunos tan cercanos a nuestro entorno que nos
hacen palidecer.
Sin ánimo de exhaustividad, hemos recurrido abiertamente
a las fuentes epigráficas para desmontar un estereotipo
de mujer en la Roma clásica que responde a la mujermodelo
reflejada por la literatura. Por supuesto los
varones dejaron un número de inscripciones sobre su
trabajo abrumadoramente superior al de sus conciudadanas,
tan orgullosos de dar a conocer sus habilidades y
ocupaciones. Las mujeres tuvieron más difícil el acceso a
la conmemoración de sus actividades, pero fueron
recordadas por sus parientes y sus esclavos o libertos,
aunque ellas mismas prefirieran pasar de puntillas a la
posteridad, destacando su papel de esposas y madres.
Pero las mujeres romanas trabajaron. Y mucho. Dentro
de la domus y fuera de ella. A veces con un salario y otras
sin él pero contribuyendo a mejorar las condiciones de
vida de sus familias. Las privilegiadas, con el afán de
conservar lo recibido de sus parientes o de promocionar
socialmente pensando en sus hijos e hijas. En las clases
más débiles de la sociedad, para sobrevivir. Y, en muchas
ocasiones, ayudando a otras mujeres a sobrellevar sus
circunstancias de salud, familiares y económicas, en una
suerte de solidario movimiento silencioso y de una
conciencia de género que no deja de ser sorprendente a
nuestros ojos.
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* Artículo de Investigación
1 - Livio, 34, 7, 5. Posiblemente el tribuno Valerio estuviera apoyado por Publio Cornelio Escipión Emiliano y su esposa Emilia, filohelénicos y enemigos de Catón.
2 - Los estereotipos fomentados por algunos juristas se reflejan en D. 1, 16, 9, 5 (Ulpiano, 1 de officio proconsulis); D. 2, 13, 1, 5 (Ulpiano, 4 ad edictum); D, 8, 8, 2 (Paulo, 14 ad edictum) o D. 22, 6, 9 pr. (Paulo, libro singulari de iuris et facti ignorantia).
3 - Gayo, Instituciones, 1, 114 define la coemptio por causa de matrimonio y la que tenía como finalidad evitar la tutela. Con la primera, filiae loco sit.
4 - Pero esa opción no llegó a estar disponible para las hijas solteras pues en el testamento del padre a lo más que se llegaba era a la designación de un tutor ajeno a la familia.
5 - Gelio, Noches Áticas, 17, 21, 44; Valerio Máximo, 2, 1, 4.
6 - El poeta Marcial, Epigramas, 4, 75, sobre una mujer llamada Nigrina.
7 - La devolución quedaba garantizada por las cautiones rei uxoriae, pactos previos a la entrega de esos bienes y más adelante por la actio rei uxoriae, cauce procesal diseñado para que el padre de la novia o ella misma si era mujer sui iuris solicitaran la restitución, aunque no se hubieran pactado las cauciones.
8 - La facilidad para el divorcio, el acceso a la cultura, las dotes y peculios generosos de los padres a sus hijas casaderas.
9 - Asimismo, los libertos o antiguos esclavos, si bien no mantenían parentesco con efectos jurídicos con sus padres o hermanos de sangre estaban sometidos a la prohibición de contraer matrimonio con sus parientes una vez todos hubiesen alcanzado la libertad D. 23, 2, 14, 2, Paulo, 35 ad edictum).
10 - Tituli ex corpore Ulpiani, 5, 4 y 5, 8; Gayo, Instituciones, 1, 156 y 1,157.
11 - D. 23, 2, 38 (Paulo, 2 sententiarum); D, 23, 2, 63 (Papiniano, 1 definitiorum).
12 - No se aceptaba que la mujer contrajera matrimonio con su liberto. Paulo, Sententiae 2, 6, 9 menciona el castigo a trabajos forzados en las minas al liberto que se casara con la patrona o con sus hijas. Si acaso, se consentía si ambos habían sido compañeros de cautiverio.
13 - La segunda atenuó la rigurosidad de la primera para los solteros, viudas y divorciadas, concediendo un plazo mayor a éstas para volver a casarse y una vacatio legis de 2 años a los solteros, pero acabó perjudicando a los orbi o casados sin hijos con una incapacidad parcial para heredar salvo que tuvieran hijos en los diez meses siguientes a ser beneficiados en un testamento.
14 - La doctrina se encuentra dividida sobre los efectos de contravenir la prohibición. Astolfi (1996) entiende que el matrimonio no era nulo, y que los efectos se limitaban a la herencia. Ahora bien, ante las continuas vulneraciones el endurecimiento de la norma por Marco Aurelio sí conllevaría la sanción de nulidad, D. 23, 2, 16 pr. (Paulo, 35 ad edictum).
15 - Casio Dión, 56, 2-9. Augusto habría tomado la inspiración del discurso republicano de Quinto Cecilio Macedonico, de prole augenda, pronunciado ante el Senado en el año 131 a. C., censor que se manifestaba a favor de establecer una obligación de contraer matrimonio y procrear (Livio, Periochae, 49; Cicerón, Brutus, 81; Plinio, Epistulae, 7, 59; Suetonio, Augusto 89, 2). Fue famoso por haber muerto dejando 6 hijos y 11 nietos.
16 - Las campañas en Dalmacia y Panonia fueron especialmente difíciles y causaron muchas bajas, llegándose a llamar a filas a libertos. Suetonio, Augusto, 23, 2; Res Gestae 36, 2; Tácito, Annales, 1, 61.
17 - Tiberio creó una comisión que atenuara sus rigores, aunque subsistieron con mayor o menor grado de cumplimiento hasta la eliminación por Constantino de las sanciones en el año 320 d. C. El cristianismo ensalzaba las virtudes del celibato y la consideración de la procreación como objeto de recompensas era visto como una ofensa.
18 - La progresiva desaparición de la tutela de las mujeres, que culmina con la abolición por la lex Claudia para las ingenuas, y en época de Constantino para las libertas, debilitó al ius liberorum, con el paréntesis que supuso la renovada relevancia que le otorgara el senadoconsulto Tertuliano. A finales del siglo II d. C., a iniciativa de Adriano reconoce la relación materno-filial en la herencia intestada civil y pretoria. La madre pasa a ser la heredera preferente de su hijo fallecido sin testamento si cumplía ciertas exigencias: haber mantenido un parentesco de cognación ininterrumpido con el fallecido y estar en posesión del beneficio del ius liberorum. Aun cuando las referencias a este instituto para la sucesión ex Tertulliano fueron eliminadas intencionadamente por los compiladores del Digesto, obras como Tituli ex corpore Ulpiani 26, 8 lo mencionan como una exigencia cardinal para la aplicación de la norma. Lo anterior no resulta extraño si consideramos que Adriano promovía el retorno hacia un modelo tradicional de familia engarzando con las leyes augusteas, a la vez que se beneficiaba al Estado por el aumento de la población romana.
19 - 2, nt. 2 enumera una extensa serie de textos sobre la consideración de las mujeres.
20 - D. 48, 5, 10 (Papiniano, 2 de adulteriis).
21 - Nótese que Ulpiano incluye expresamente a las viduae, con o sin hijos. D. 1, 6, 4 (Ulpiano, 1 institutionum); Festo, De verborum significatu, s. v. Materfamilias (Lindsay, 112).
22 - Las mujeres se transmitían conocimientos sobre los buenos y malos efectos de hierbas y plantas. Dentro del templo de la Bona Dea existía una farmacia.
23 - Por lo que se refiere a manifestaciones en público, las matronas pudieron acudir a ciertos cultos como la fiesta de las Matronalia y el culto a Fortuna Muliebris. César había limitado a determinados días el uso de la litera a las mujeres casadas y madres que tuviesen más de 40 años. Domiciano privaría de este derecho a las acusadas y probadas de llevar una vida liberal (chismosas o charlatanas). Incluso se recomendaba que la materfamilias honorable se hiciera acompañar de una ancilla fea (mala forma) para que no recibiera exclamaciones irónicas o vulgares. Cicerón, pro Cluentio 35; Tácito, Annales 2, 85; Juvenal, Sátira 6 arremete contra las mujeres borrachas, que desatan sus pasiones con desenfreno.
24 - Ulpiano retoma el modelo más primitivo que se hallaba reflejado en las fuentes literarias e históricas, incidiendo en el valor de la fidelidad conyugal o de la virginidad. Plinio, Epistulae 3, 16, 6; Tácito, Annales, 6, 26 y 16, 10; Senés Rodríguez (1995) 69-88; Solazzi (1960) 360 ss.; Zanninni (1967) 293 ss.