Revista Jurídica Piélagus

ISSN 1657 - 6799 | e-ISSN 2539 - 522X




Revista Jurídica Piélagus, Vol. 19 No. 1 pp. 138-159

Enero - junio de 2020 / Neiva (Huila) Colombia




Neoconstitucionalismo y activismo judicial: De la inocua teoría a las preocupantes realidades *

Neoconstitutionalism and judicial activism: From innocuous theory to worrying realities


Helber Mauricio Sandoval Cumbe

Candidato a Doctor en derecho y ciencias jurídicas, Pontificia Universidad Católica de Buenos Aires, Argentina

helmasacu@gmail.com



Recibido: 07/11/2019 Aprobado: 21/01/2020

DOI: https://doi.org/10.25054/16576799.2810



RESUMEN


A las múltiples carencias que pululan en sociedades emergentes como la nuestra, suelen unirse situaciones aún más problémicas como la falta de legitimidad de las autoridades y el ungimiento de salvadores anónimos que siembran una esperanza falaz de cambio social. Se trata de los jueces, a quienes la desconfianza en los demás poderes tradicionales, ha convertido en bienhechores de trascendentales decisiones realizadoras de los derechos ciudadanos pero cuya ineficacia ha desnudado lo estructural de la crisis. Aunque se comparte del papel protagónico del juez, el presente artículo pretende mostrar que tal fenómeno, tecnificado como una variable del neoconstitucionalismo, puede llevar a peores efectos, por la irrupción de la judicatura en el escenario propio de otras autoridades, que exige competencias específicas, un contexto general y múltiples factores de consideración que jamás estarán a disposición de la judicatura.


PALABRAS CLAVE


Constitución; Activismo; Juez; Ley.


ABSTRACT


To the myriad shortcomings that pervade emerging societies like ours, even more problematic situations like the lack of legitimacy of the authorities and the emergence of anonymous saviors who sow a false hope for social change. These are the judges, whom distrust of the other traditional powers has made into benefactors of transcendental decisions that realize citizens' rights but whose ineffectiveness has exposed the structural aspects of the crisis. Although it shares the leading role of the judge, this article aims to show that such a phenomenon, technified as a variable of neoconstitutionalism, can lead to worse effects, by the irruption of the judiciary in the scenario of other authorities, which requires specific competencies, a general context and multiple factors of consideration that will never be available to the judiciary.


KEYWORDS


Constitution; Activism; Judge; Law.


INTRODUCCIÓN


Parecer una constante histórica y hasta genética en el ser humano, como representante del reino animal, la sorpresa por aquellos fenómenos que modifican lo que era usual en su quehacer social. Ello se hace más evidente cuando el impacto es masivo y ante todo, cuando se tocan estructuras de poder que también por su origen humano, procuran mantener cierto statu quo de comodidad


Con cierto asombro, más en los letrados que en el común de la sociedad, se ha venido observando el protagonismo generalizado que poco a poco alcanzan los jueces en países emergentes y especialmente en nuestro continente. Más que un escenario auto propiciado, la existencia de condiciones coyunturales como el desprestigio de las autoridades ejecutivas y legislativas –de origen popular-, tan arraigadas en el ejercicio del poder y el consecuente aumento de las necesidades sociales, junto a la visibilización de fenómenos de corrupción en el mismo Estado, han sido un caldo de cultivo para el protagonismo de la judicatura.


Pero, sería insensato hablar de este fenómeno sin reconocer que a ese papel también se ha llegado, en otras latitudes, por la emisión de providencias judiciales que bajo el prurito de interpretar la Constitución, han puesto a los jueces en la mira de toda la comunidad académica, precisamente por auto establecerse en un lugar prevalente dentro de las fuentes del derecho y someter a los demás órganos estatales a sus mandatos concretos.


Sin acuerdo aún en torno a si se trata de una nueva era del derecho, con la que se pretenda –riesgosamente- sepultar el positivismo, sólo parece claro que no hay un criterio unificador de tan multifacético contexto, quizás por su mismo origen informal, lo que sin embargo no ha impedido para que sus manifestaciones se hayan agrupado como características de la denominación de éste contexto, bajo la rúbrica de «neoconstitucionalismo», único aspecto en el que hay una tímida coincidencia.


Esta disquisición jurídica pretende retomar algunos aspectos puntuales de ésta “teoría jurídica”, iniciando por el papel del juez en la creación de derecho, la subsistencia de estructural de una amplia facultad interpretativa en sus competencias funcionales y la mención a los derechos sociales como principal punto de relieve en ese protagonismo judicial, para finalmente destacar los riesgos que en este último aspecto, son latentes para los Estados latinoamericanos y que a la larga, pueden conducir a un caos mayor del que actualmente experimentan.


Respondiendo a la honestidad que tal labor requiere, se recogen aportes determinantes de la doctrina que en castellano existe en la materia, para concluir con lo que a mi juicio constituye la esencia de las desavenencias para con esta ideología, recabando en la necesidad de aceptar que la evolución del sistema de fuentes jurídicas como las hemos conocido, es una realidad a la que seguramente debemos adaptaros por el origen social la ciencia jurídica a la cual servimos y con la que contribuimos a un mejor vivir.


Justamente por la ambigüedad del mismo contexto definitorio del concepto –neoconstitucionalismo- no se abordará lo relativo a su definición, empero, sí se tocará el activismo judicial y sus consecuencias, como uno de los aspectos más visibles de aquella corriente que directa o indirectamente comulga –o acaso determina- esa injerencia judicial.


En el epílogo se plasmará la posición personal sobre éste fenómeno, que ubicado en el campo específico del derecho público, aviva aun tantas discusiones sin concluir, para terminar siempre reafirmando que por más que se pretenda encuadrarle en un dispositivo, todo parece indicar que la discusión termina inevitablemente por cuestionar la ineficacia del derecho, lo que nos condena a seguir siendo esclavos de una realidad que invita a teorizar sobre fenómenos que cíclicamente se sumergen en el implacable abandono del paso del tiempo, tornándolas, en veces, absolutamente inocuas.


1. JUDICATURA Y MODERNAS AUTOPROCLAMACIONES


Durante muy buen tiempo de la época moderna, se ha considerado que el papel del juez es simplemente el ser la “voz” de la ley para un caso concreto, concepción que valga decirlo, ha tenido su origen en la “desconfianza”, más que frente a su labor, en los excesos que a ello pueden llevarle.


Ya con mucha antelación en la Europa occidental, el movimiento iluminista y particularmente los cultores del moderno garantismo penal, proponían restricciones a la labor del juez. Y aunque resulte en principio paradójico atribuir este tipo de posiciones a quienes forjaron la humanización del proceso penal, lo cierto es que ello obedecía al temor con el que aún se apreciaban las secuelas de los tiempos inmediatamente anteriores en lo que el Rey encarnaba la totalidad de las funciones básicas de los poderes estatales 1.


Pero tal y como lo describe Diego Eduardo López Medina (2006, p.5), ese antecedente fue generalizado y se encuentra de tiempo atrás en la misma legislación que dio origen al derecho privado en los países de tradición romano germánica y particularmente en el Código Napoleón de 1804, el que en buena parte inspiró el Código Civil de Andrés Bello adoptado en Chile en el año 1855 y que para el caso colombiano, se plasmó expresamente en el artículo 17 del Código Civil de los Estados Unidos de Colombia, instituido mediante Ley 84 del 26 de mayo de 1873, cuyo artículo 17, refiriéndose a la fuerza de las sentencia judicial y la interpretación por vía de decisión o de especie, indicaba:


Artículo 17. Las sentencias judiciales no tienen fuerza obligatoria sino respecto de las causas en que fueron pronunciadas. Es, por tanto, prohibido a los jueces proveer en los negocios de su competencia por vía de disposición general o reglamentaria (L. 84/1873)


Indudablemente, la superación del Estado feudal y el abandono de la centralización del poder para asumir la democracia como forma ungida de proveimiento de autoridades, sumadas al agitado tránsito decimonónico, permitió entender que si bien la ley emanada de un poder legislativo de origen popular, era un efectivo remedio para frenar la arbitrariedad del monarca, por contener mandatos generales y de obligatorio cumplimiento -incluso para él-, también se evidenció, lentamente, que su misma generalidad descuida los aspectos concretos de los conflictos personales y sociales, mismos estos que si bien deben ser inicialmente tratados por las partes, ya hoy en la mayoría de los casos, se dejan en manos de la judicatura para que se imponga una determinada decisión.


Y es que en efecto, de esa seguidilla de mandatos que parten de la Constitución, desciende a la Ley, pasa por los reglamentos y concluye en la sentencia, no cabe duda que es en ésta en donde se toca de forma concreta el conflicto, lo que hace entonces que su emisor –el juez- sea en últimas la cabeza visible del veredicto, pero también, la autoridad en quien descansa la esperanza de obtener decisiones que garantice ese buen vivir que los otros órganos del Estado tan solo promueven y teorizan a través de mandatos normativos o pronunciamientos administrativos


En la práctica, no puede ser de otra forma. Echamos mano del derecho para regular situaciones caóticas, o cuando menos, para tratar conflictos cuyos titulares no les han podido resolver, para que se imponga un orden dado jurídicamente, el que aceptamos como fruto del consenso social del que participaron, directa o indirectamente, esos mismos contendores.


Pero quien aplica la norma –en sentido amplio- sigue siendo un humano, atado a su magnífica imperfección, la que no se desvanece por más sofisticados que sean los mecanismos previsto para preservar su imparcialidad y ajenidad al litigio, los que a lo sumo pueden pretender que la decisión que se adopte, basada en los hechos, pretensiones, pruebas y fundamentos jurídicos invocados, sea igual a la que con tales elementos habría adoptado otro juez, circunstancia que de paso otorga legitimidad a la labor judicial (Gorphe, 1982, p. 116)2. .


Lo anterior comporta reconocer que, en el fondo de una decisión judicial, subyace el producto de una decisión humana acabada y dotada –en principio- de razón, la que, por ende, no debe limitarse exclusivamente a la percepción subjetiva del juez, quien debe esmerarse porque lo que piensa, sea algo compartido mayoritariamente por los destinatarios de sus fallos, que en últimas, son los mismos ciudadanos (Dei Malatesta, como se citó en Gorphe, 1982, p. 115).


Hay acá un aspecto que a mi juicio llama la atención y es que esa corriente del nuevo constitucionalismo ha estado apoyada, indirectamente, en figuras que de tiempo atrás hemos identificado como propias del ámbito procesal, por virtud de las cuales se ha dotado al fallador de cierta autonomía para llegar al convencimiento de la forma en que ocurrieron los hechos. Me refiero en este caso particular a la libre apreciación de las pruebas, figura que surgió como una reacción a la tarifa legal y que dio un vuelco al tradicional mandato de la tarifa legal, por la cual se ordenaba al juez utilizar ciertos medios probatorios para con determinados hechos y otorgarle el condigno valor, en el marco de una cierta “libertad vigilada” para adquirir su convencimiento:


La libre apreciación de las pruebas, que ha sustituido casi enteramente en lo penal y también en parte en lo civil a la antigua reglamentación de su valor probatorio, no quiere decir apreciación arbitraria; pues si no, no se habría abandonado la arbitrariedad del legislador sino para caer en la del juez. Y se renuncia a fijar anticipadamente y de una vez para siempre la conducta del juez con respecto a los diversos medios de prueba, es porque el valor de las pruebas no es constante, sino que varía en cada caso y sólo puede ser determinado en concreto, teniendo en cuenta todas las circunstancias de la causa y tras su examen. (Gorphe, 1982, p. 157)


Hoy por hoy resulta innegable el éxito de este esquema probatorio; criticarle se antoja hasta necio pues los excesos –si pudiesen existir-, no se notan con mayor énfasis en ese estadio de la labor judicial. El verdadero problema es que, amparados en ciertas disposiciones, esa libertad configurativa se ha traslado, no al sentido de la decisión judicial, sino a los mecanismos al alcance del fallador para cristalizarle.


En efecto, salvo lo que sucede en los juicios de responsabilidad personal (penales, disciplinarios, de juzgamiento político, etc.), en los que la decisión es meramente declarativa, es evidente que en sede de control constitucional –concentrado o difuso-, en los litigios particulares propios del derecho privado (Civil, comercial, laboral, etc.) y principalmente en materia de protección de garantías y derechos, el poder de creación judicial se hace mucho más notorio, disparando las alarmas de un latente exceso.


Qué no decir en materia de derechos y garantías fundamentales, en los que bajo conceptos jurídicos indeterminados como el de la “dignidad humana” se faculta al juez para adoptar “cualquier medida” de las que sea necesaria para dispensar la protección3. , circunstancias que sin duda han avivado la discusión hasta llevarla al estado en el que hoy se encuentra, por la sensibilidad que representa y por tocarse esferas en las que antes sólo tenían intervención los poderes públicos legitimados teóricamente por el mandato ciudadano, pero que hoy se ven deslegitimados por la flaqueza de sus resultados en materia de mejoramiento efectivo de las condiciones sociales.


No hay duda que es reducida legitimidad de las autoridades ejecutivas y legislativas, identificadas con el ansia de poder y matizadas por la evidente necesidad de negociar su ejercicio para mantenerse en vigencia, conservando la frágil estabilidad que otorga el favor del voto popular, ha forzado aventurar la hipótesis de que lo mejor es permitir que los jueces no solo interpretaran sino que también apliquen de forma directa la Constitución y que por esa misma vía, frenen las arbitrariedades de los otros dos (2) poderes o provean por lo que no han hecho.


Es una discusión de antaño. En efecto, a pesar de que se atribuye al Juez Marshall (caso Marbury Vs Madison) el protagonismo en el surgimiento del control constitucional y la injerencia judicial, también se ha dejado de mencionar que la ideología que aquel ilustre letrado pregonaba, tenía antecedentes en las dinámicas de poder en las que estuvo inmersos y que como hoy, acompañan los cambios sociales, tal vez ocupándose de situaciones muy diversas o con fines ajenos a lo jurídico, y que sin embargo, sirve hoy de soporte justificativo del activismo judicial y a la postre, del neoconstitucionalismo.


Se trata del reconocido texto El Federalista, cuyos autores propugnaban ínsitamente por la teoría del control constitucional judicial, haciendo especial énfasis en la desconfianza en los órganos legislativo y ejecutivo con una consecuente, aunque moderada, confianza en los jueces. En el número 78 de esta colección, escrito por Alexander Hamilton (1998), se sostenía:


Quien considere con atención a los distintos departamentos del poder, percibirá que en un gobierno en que se encuentren separados, el judicial, debido a la naturaleza de sus funciones, será siempre el menos peligroso para los derechos políticos de la Constitución, porque su situación le permitirá estorbarlos o perjudicarlos en menor grado que los otros poderes… (El poder judicial) no influye ni sobre las armas, ni sobre el tesoro; no dirige la riqueza ni la fuerza de la sociedad, y no puede tomar ninguna resolución activa (p. 13).


Allí mismo, destacando que no cualquier persona sino solo los enteramente preparados en materia de leyes, estaban capacitados para ejercer las funciones judiciales, se expuso todo un catálogo de posibilidades abiertas para que fuesen los jueces, intérpretes autorizados del ordenamiento jurídico.


Ya desde entonces se les situaba –a los jueces- en un escaño superior al del mismo legislador, otorgándoles la posibilidad de apartar aquellas leyes que se mostraran contrarias al pueblo:


(…) los tribunales han sido concebidos como un cuerpo intermedio entre el pueblo y la legislatura, con la finalidad, entre otras varias, de mantener a esta última dentro de los límites asignados a su autoridad. La interpretación de las leyes es propia y peculiarmente de la incumbencia de los tribunales. Una Constitución es de hecho una ley fundamental y así debe ser considerada por los jueces. A ellos pertenece, por lo tanto, determinar su significado, así como el de cualquier ley que provenga del cuerpo legislativo. (…) Donde la voluntad de la legislatura, declarada en sus leyes, se halla en oposición a la del pueblo, declarada en la Constitución, los jueces deberán gobernarse por la última de preferencia a las primeras. Deberán regular sus decisiones por las normas fundamentales antes que por las que no lo son”. (Hamilton, Madison, y Jay, 1998, p. 13)


Bajo esa misma égida, no es extraño hoy hallar Tribunales de cierre que refiriéndose a esa misma dinámica, justifican el enorme poder injerencista, en la variación de la ápoca y en el periodo por el que actualmente se transita, destacando, en medio de una abierta alusión a características propias del neoconstitucionalismo, que antes –como no ocurre ahora- poco valor se otorgaba a la Constitución, precisamente porque en su lugar, la fuente primigenia de derecho era la Ley y concretamente el Código Civil4.


Hoy incluso somos espectadores de jueces que reclaman ese poder especial de configuración jurídica. En un artículo de Jesús de Ávila Huerta, Magistrado del Primer Tribunal Colegiado en Materia Administrativa del Tercer Circuito de Zazopan (M), incluido en las memorias de un Encuentro Nacional de Magistrados de Circuito y Jueces de Distrito reclamaba como presupuestos para que el juez pudiese asumir su papel protagónico en la sociedad:


1) Un poder judicial como verdadero poder del Estado, con políticas judiciales claras y eficientes; 2) La idea del respeto de la Constitución por sobre todas las normas y fundamentaciones jurídicas de las partes; 3) Búsqueda principal de la justa solución del caso; 4) Sentencias creativas; y 5) Protagonismo del juez en la vida de la comunidad” (De Ávila, 2018).


Claro está, también se reconoce allí que aunque ese activismo judicial propicia un juez más participativo y acorde con un Estado constitucional y social democrático, con decisiones que trascienden hasta lo social y político, el exceso en esa función judicial progresista desencadena un mayor perjuicio que beneficio cuando se actúa ya no con la finalidad de impartir justicia, sino de protagonismo personal, con el fin de obtener reconocimiento para escalar peldaños, ser el juez más reconocido por su activismo que por hacer justicia, detallando lo que a su juicio, constituyen los defectos de los jueces que, arropados en un activismo judicial, se exceden en su función y olvidan la verdadera idea del juez.


2. NEOCONSTITUCIONALISMO. ASPECTOS CONTEXTUALES.


Como lo sostienen algunos autores, luego de la primera utilización que del término hiciera Susanna Pozzolo, quien por cierto lo sugirió en el marco de la interpretación de la Constitución y específicamente de la necesidad de establecer si existían diferencias entre la interpretación de la Constitución y la de cualquier otro texto normativo (Pozzolo, 1998), el término neoconstitucionalismo se ha utilizado para referirse al constitucionalismo europeo contemporáneo o constitucionalismo de la segunda posguerra e incluso, en algunas ocasiones, para enmarcar ideas de autores de tendencias con posiciones incompatibles (Bernal, 2006, p. 29).


Lo cierto es que se trata de una nueva teoría del derecho cuya fórmula se reduce, según Pietro Sachís, a la ≪constitucionalización de los derechos≫. Para el mismo autor, es un contexto en el que concurren necesariamente dos elementos definitorios: constituciones materiales (1) y constituciones garantizadas (2); lo primero, en tanto se incorporan en el texto constitucional, una serie de normas sustantivas que no solo organizan el poder, sino que lo direccionan y limitan; y garantizada, en la medida en que, igual que otras normas primarias, tienen al juez como protector directo (Pietro, 2004).


Al margen de las discusiones orientadas a establecer si se trata o no de una nueva vertiente jurídica o si se trata simplemente ante una nueva versión del enfrentamiento entre el iusnaturalismo y el positivismo jurídico, lo cierto es que la cuestión nuclear de la pretendida “novísima” versión del constitucionalismo, tiene como punto de partida éste último concepto y más que ello, el carácter y alcance que se le puede otorgar a la Constitución, que a la postre, se ha convertido, más que por sí misma, por el obrar de intérpretes y desarrolladores, en blanco de fuertes críticas que se tornan cuando menos superficiales.


Ciertamente un texto constitucional no puede ocuparse de las situaciones coyunturales inmediatas que trae consigo la democracia y que en teoría deben ser tratadas desde el legislativo. Su estructura normativa, aunque no sea del gusto de los positivistas (Serrano, 2012), debe ser tan general como comprensiva, ajena a ideologías y con tal flexibilidad que permita en contextos históricos diferentes –que no opuestos-, normalmente precedidos de una enorme inestabilidad, salvaguardar ciertos consensos sociales mínimos en aras de la convivencia pacífica.


Pero el costo de esa indeterminación es elevado y lo peor es que como acaba de decirse, del mismo se suelen aprovechar quienes enarbolando una determinada ideología, se amparan en un mismo texto constitucional para oponerse a lo que otros defiende con igual fuente, todo lo cual ha llevado, injustamente, a buscar el responsable de tal caos, en el instrumento que utilizan y no en el sujeto que lo blande, precisamente porque “(…) carece del carácter cerrado y concluyente que suelen tener las leyes” (Pietro, 2004, p. 54).


Es allí en donde se han abierto paso los dispositivos característicos del neoconstitucionalismo o cuando menos matices de la gran variedad de orientaciones internas que tiene (Bandieri, s.f.), uno de los cuales se ha hecho gravitar sobre el control de constitucionalidad que bajo la idea de ese poder omnicomprensivo de la Constitución, pretende arropar el resto del ordenamiento jurídico y que se operativiza a través de la jurisdicción como autoridad encargada de aplicar por defecto esa supremacía e incluso imponerla, al mismo legislativo.


Aunque suele citarse como antecedente de éste mecanismo de salvaguarda de la jerarquía normativa, la sentencia del juez Jhon Marshall en el caso Marbury Vs Madison5, lo cierto es que como todo mojón que sirve de referente histórico, no puede dejarse de lado el momento político y los hechos precedieron la singularidad de aquel pronunciamiento, más aun constatando el instante histórico y las relaciones de poder que tuvieron un reparto protagónico en ese importante antecedente y que premeditada, casual o consecuencialmente, condujeron a su emisión6.


Justamente por ello y reconociendo el papel de aquel Secretario de Estado del Presidente Jhon Adams que pasó a ser el más ilustre de los Presidentes de la Corte Suprema Estadounidense, su aporte en la materia puede verse con mayor precisión en el caso McCulloch Vs Maryland de 1819, en el que se describe de forma expresa la idea de interpretación constitucional por un órgano judicial con carácter vinculante para las demás autoridades, exponiendo bases claras sobre la supremacía constitucional como componente de lo que hoy conocemos como neoconstitucionalismo:


Una Constitución, si detallara con exactitud todas las subdivisiones que sus grandes poderes pueden admitir, y todos los medios por los que pueden ejecutarse, sería tan prolija como un código legal y no podría ser abarcada por la mente humana. Probablemente, nunca sería entendida por la gente. Por tanto, su naturaleza requiere que únicamente se perfilen sus rasgos generales, que se designen sus grandes objetos, y que los componentes menores de estos objetos se deduzcan de la naturaleza de los propios objetos (Carbonell, 2006, p. 296).


Otro bastión del nuevo constitucionalismo lo ha constituido el llamado juicio de ponderación constitucional, que, como modelo argumentativo para interpretar materialmente las cláusulas de la Constitución, busca conjugar diferentes y a veces contradictorias posturas, para decidirse por una, en un momento y contexto determinado, aunque sin anular a la otra definitivamente 7.


Tal apertura de fronteras interpretativas, para bien o para mal, pero consecuente con el reconocimiento del carácter normativo que se otorga a la Constitución y la condigna desaparición de las fronteras entre el ámbito de su aplicación –directa-, ha desembocado en un escenario según el cual, no hay problema jurídico que no pueda ser constitucionalizado, lo que significa que debe descartar la existencia de un mundo político separado o inmune a la influencia constitucional (Bernal, 2006, p. 13), erigiéndose así el principal punto de quiebre del neoconstitucionalismo: La injerencia o activismo judicial (Peyrano, 2016, pp. 1-2).


Las críticas, y tal vez el alarmismo, va desde la alusión a las más radicales y extremas hipótesis de posible autoritarismo judicial, hasta aquellas posturas que, entendiendo el cambio en las dinámicas sociales de poder y la moderna estructura del Estado, no ahorran líneas para prevenir lo que podría ser la hecatombe del sistema.


En el primer grupo se ubican quienes argumentan que en esa interferencia judicial en las decisiones –del ejecutivo- y competencias –del legislativo-, tiene una dimensión política y de lucha de criterios dominantes de legitimidad. En su reacción, llegan incluso a evocar el ≪originalismo≫ norteamericano como forma de interpretación constitucional, basada en el texto primigenio de la Constitución, instituido al momento de su ratificación y entrada en vigencia:


Dice Bork que cuando abandonamos la Constitución históricamente arraigada y pasamos a considerarla como creada por un razonamiento constitucional de tipo abstracto y universalista, surgen graves peligros, como el de que muchos profesores sostienen y muchos jueces creen que el legislador electo y el gobierno no son adecuados para decidir las cuestiones morales que dividen a los ciudadanos, y que, sin embargo, los jueces sí lo son y deben ocupar el sitio de aquéllos (ibid., 352). Desligar las libertades constitucionalmente protegidas de las circunstancias históricas que determinaron tal opción por su protección significaría, según Bork, desvincularlas del pueblo y su voluntad y someterlas a los designios de supuestos especialistas en el pensamiento abstracto cuyos planteamientos raramente coinciden con el sentir del pueblo al que suplantan (García, 2004, p. 40)8.


De forma más reciente, Gustavo Zagrebelsky sostiene que esa injerencia judicial es un efecto de la transformación del Estado de derecho legislativo decimonónico al Estado constitucional del siglo XX, incluso al margen de las intenciones y previsiones de los autores constitucionales actuales, lo que ha llevado a que hoy por hoy, el papel de ≪señor del derecho≫ que antes tenía el legislador, por reunirse en él las tres (3) dimensiones del derecho (Zagrebelsky, 1995, p. 150), confluyan hoy en los jueces.


A propósito del papel del legislador en este momento del Estado Constitucional, sostiene aquel autor que el asunto depende de varios factores. El más determinante es el que tiene que ver con las características específicas de la Constitución y concretamente, si esta es concebida como un marco abierto de principios y elementos que puede ser configurado por el legislador según las vicisitudes políticas, sucesivas y concretas, dentro de los límites de elasticidad que tal contexto permite, o, como un marco cerrado que ordena valores, estructurado jerárquicamente y que domina incluso al poder legislativo (Zagrebelsky, 1995, pp. 150-152).


Pero también incide en ello, determinantemente, la relación que existe en la estructura constitucional, entre la legislación y la jurisdicción. Mientras que el legalismo se preocupa por la autonomía del legislador, misma esta que fija los alcances del control de la jurisdicción sobre la ley, en el constitucionalismo se crean una serie de vínculos jurídicos recogidos esencialmente por los jueces constitucionales que incluso se imponen al legislador. En síntesis:


Desde la óptica de la doctrina de las fuentes, para el ≪constitucionalismo≫ la Constitución es un programa positivo de valores que ha de ser ≪actuado≫ por el legislador; para el ≪legalismo≫, la Constitución es un bosquejo orientativo que ha de ser simplemente ≪respetado≫ por el legislador. Los jueces, en este segundo caso, se verán inducidos a reconocer al legislador amplios ámbitos de libertad no prejuzgados por normas constitucionales, mientras que en el primero se sentirán autorizados para realizar un control de fondo a ilimitado sobre todas sus decisiones y en todos sus aspectos” (Zagrebelsky, 1995, p. 151).


Con todo, Zagrebelsky se inclina por el legalismo, afirmando que la Constitución no debe ser concebida como un sistema cerrado de principios sino como un contexto abierto de elementos que se hace pragmático por el legislador en cada momento histórico determinado, de forma que cuando el control de constitucionalidad no se limita a decidir sobre esa pretensión concreta, difiriendo al legislador la tarea de aprobar la nueva regla, sino que yendo más allá, extrae la regla directamente de la Constitución y la indica sin alternativa alguna, se termina dando una “(…) interpretación cerrada del marco constitucional, debilitando los derechos del legislador y el carácter político de su función y reduciendo sus leyes a tímidas propuestas facultativas” (Zagrebelsky, 1995, p. 152).


Claro está, este mismo autor no niega que en algunos casos sea indispensable crear la regla jurídica para resolver el caso concreto, en ausencia de la legislativa. De hecho, sostiene expresamente que “(…) excluir la posibilidad de esa integración judicial del ordenamiento tendría como consecuencia el vaciamiento de derechos reconocidos en la Constitución” (Zagrebelsky, 1995, p. 153). Empero, sostiene que eso es factible en la labor básica de los jueces ordinarios, para el caso concreto, no así cuando la operación deviene de la Corte Constitucional que lo hace presentándole como exigido por la Constitución, juridificando y constitucionalizando la vida política. Por eso concluye que en el Estado Constitucional no pueden existir ≪señores del derecho≫ y por ende, el papel de los jueces se limita a garantizar “(…) la necesaria y dúctil coexistencia entre ley, derecho y justicia” (Zagrebelsky, 1995, p. 152).


Una visión más neutral del papel de los jueces y su intervencionismo como manifestación del neoconstitucionalismo, la ofrece Manuel Atienza. Con un criterio realista, enfatiza en la complejidad de las realidades sociales, la enorme avanzada de la realidad sobre la zaga que pretende ejercer el derecho y ante todo, resalta que la labor supletiva del juez en la creación judicial –que no es de su exclusivo rubro-, puede y debe hacerse en aquellos espacios intersticiales que en casos concretos, deben ser cubiertos mediante la creación de judicial de “reglas” -que no normas jurídicas-:


En los Estados democráticos, la instancia jurídica encargada fundamentalmente de introducir cambios en el Derecho, que reflejen o guíen el cambio social, es la legislación. Pero la jurisdicción y la administración pueden desempeñar también un papel importante en la transformación social. Aunque los jueces, en general, acepten la ideología de que son “servidores” de la ley -o de la constitución- es obvio que las normas jurídicas -y más aún, las normas constitucionales- dejan un grane espacio a la interpretación, de manera que es posible introducir cambios en el sistema respetando, al menos aparentemente, las normas establecidas. (Atienza, 2001, p. 169)


Hoy por hoy, las críticas se enderezan incluso hacia los bastiones específicos del accionar judicial y los instrumentos operativos de ese nuevo ejercicio de la judicatura, especialmente en materia constitucional. Juan Antonio García Amado, por ejemplo, criticando la tesis de Luís Pietro Sachís, sostiene que la ponderación como criterio de argumentación y más que ello, aplicación de la Constitución, que construye una jerarquía móvil entre principios en colisión, para decidir cuál aplicar al caso concreto y que en otros autores es una de las características del neoconstitucionalismo:


(…) permite que las elecciones verdaderamente determinantes de las decisiones de estos tribunales permanezcan sin fundamentar. Además, de apariencia de legitimidad a un activismo judicial que a todas luces resulta violatorio de las competencias del legislador y de la jurisdicción ordinaria a incompatible con la democracia y el Estado de derecho (García-Amado, J., citado en Bernal, 2006, p. 12).


Finalmente en este punto y sin apartarse del reconocimiento del neoconstitucionalismo como una nueva tendencia jurídica, parece abrirse campo una de aquellas tesis sincréticas que sostenidas por quienes hoy ejercen en la magistratura constitucional, no dudan en poner límites a la injerencia judicial, a partir del origen mismo del órgano judicial frente al legislativo, exaltando este último e incluso reconociendo que en una eventual disputa, la balanza se inclinaría a su favor, “sentenciando” la creación judicial del derecho como un sucedáneo, que por lo mismo, sólo puede tener vocación excepcional:


Como respaldo de la ponderación legislativa no juegan solamente las razones materiales relevantes en cada caso, sino, además, el principio formal de la democracia representativa. Una ponderación del Tribunal Constitucional sólo podrá anular una ponderación legislativa cuando las razones que jueguen en su contra sean tan pesadas, que logren vencer las razones materiales que apoyen lo decidido por el legislador, sumadas a este principio formal. Este principio es de meridiana importancia en la ponderación. Su respeto hace que incluso los empates en la ponderación se definan a favor del legislador (in dubio pro legislatores) (Bernal, 2006, p. 39).


3. DERECHOS SOCIALES Y ACTIVISMO JUDICIAL.


Revisado el papel teórico de la judicatura y lo que en ese marco -para algunos defectuoso- ha sido cómplice de la injerencia judicial lo cierto es que la problemática parece inevitable dentro de contextos como el latinoamericano, en el que la sección dogmática del texto constitucional9, dedicado a los principios, derechos y deberes, se ocupa de cada derecho, a partir de verbos que imponen al sujeto pasivo encargado de la prestación –normalmente el Estado- una acción cuyo verbo concreto está redactado en tiempo futuro como pretensión de realización posible muy similar en su estructura gramatical a lo que Robert Alexy ha denominado un mandato de optimización10 (Alexy, 1993, p. 99).


Ese escenario lingüístico que utilizan nuestros textos constitucionales, que en esencia es propio de todo Estado emergente con demandas sociales excesivas y que se consolidó mayoritariamente durante la segunda mitad del siglo anterior, ha invitado a un papel más eficaz en el accionar judicial, esta vez propiciado por mandatos constitucionales directos que invitan a ello y que se operativizan a partir de mecanismos también constitucionales establecidos para la protección directa de esas garantías11. Consagrado el derecho –o principio- e instituido el mecanismo de protección, parece inexcusable una injerencia directa de la autoridad judicial12, mandando su protección, dinámica ésta que ha sido utilizada para narrar las bondades del Estado Social del Derecho.


Al parecer, se trata de una dinámica que ha logrado cierta sistematicidad, caracterizando las diferentes formas de instituir y más que ello, de redactar los textos constitucionales, con todo y las consecuencias que ello trae de cara a los cambios sociales. En países con condiciones sociales y políticas estables, de progreso social y estabilidad institucional garantizada, se acude a una Constitución preservadora, en la que los derechos sociales son un asunto político que se operativiza por el legislador y el ejecutivo. Todo lo contrario, ocurre en países emergentes, de condiciones económicas precarias o apenas en desarrollo y complejidades sociales agitadas, en los que predominan constituciones aspiracionales que, reconociendo la insatisfacción actual, hacen explícito el anhelo de lograr un mejor futuro:


Por esa razón, más que preservar el presente, estas constituciones apuntan a cambiarlo radicalmente y a promover el cambio social. Por eso las constituciones aspiracionales tienden a perseguir metas ambiciosas o maximalistas, lo que implica que exista una gran brecha entre el texto constitucional y la realidad social que tienen por objeto regular. Entre estas metas ambiciosas, la aplicabilidad de los derechos constitucionales en general y de los derechos sociales en particular es algo central. En consecuencia, estos derechos son tratados como normas jurídicas y por eso deben ser protegidos (Saffon y García-Villegas, 2011, p. 79).


Presuponiendo que ese modelo de texto constitucional recoge el consenso de la sociedad en la cual se emite y que en su construcción han confluido la más diversa gama de actores sociales y que estos han convenido en adoptar ese como elemento regulador de las relaciones entre particulares y de estos con el Estado, se otorga a la Constitución un determinante lugar como instrumento para lograr el cambio social y superar el caos que predomina en el momento de su emisión.


Tan conspicua resulta la idea, que en muy buen número de países con esa tendencia, se crea simultáneamente un Tribunal Constitucional, entronizado como intérprete autorizado de la Constitución, cuyo papel esencial es velar por la guarda del texto superior y por ende, facultado para apartar del ordenamiento jurídico aquellos preceptos legales que le contravengan e incluso para decidir en última instancia sobre el recurso de amparo de derechos fundamentales.


Pero ese marco que en principio no habría de generar resistencia se torna aún más problemática, cuando menos en países como Colombia, haciéndose palpable, principalmente, en materia de derechos sociales. Con todo y la ambigüedad que en torno a su concepto existe13 y especialmente porque dentro de la misma Constitución se rotuló así a un grupo de garantías que en la práctica es tan solo un listado enunciativo14 que se amplía por obra de otros dispositivos jurisprudenciales, lo cierto es que la relación persona – Estado que subyace en su base, ha puesto la mirada en las decisiones de los jueces que se ocupan de decidir sobre sus pedidos de protección.


Tal vez el carácter prestacional de su contenido y su misma esencia como mandatos de optimización, de mucho más amplio calado –en términos de titulares-, ha hecho que las providencias en la materia sean blanco de los reparos más sutiles en cuanto a fundamentación, pero también de letales críticas para con el sentido de los fallos, por considerarse, esencialmente desde el costado del poder ejecutivo, que en ellas se ha dado lugar a la denominada “(…)judicialización de diferentes políticas económicas” (Saffon & García-Villegas, 2011, p. 77).


Es indudable que en este tipo de escenarios, “(…) El juez se convierte en pieza clave para que los valores incluidos con intención utópica en la Constitución lleguen a dar su fruto” (Ollero, 2003, p. 63), pues se trata de un hacedor inmediato y concreto de la formula con la que se decidirá el conflicto que los contendientes han puesto en sus manos y que en principio y a diferencia de la Constitución, ley o en general, cualquier norma, tiene efectos “inter partes”.


A ello se sumó que lo que fue un buen propósito, nacido de su genética aspiracional, no sólo terminó por chocar contra la precariedad de un Estado en el que, las demandas de los ciudadanos, es exponencial y a la vez, inversamente proporcional a los recursos para su satisfacción, por lo que el buen cometido judicial –y de cualquier autoridad pública- estará llamado ineludiblemente al fracaso.


Al margen de la ya aludida vaguedad del concepto, una explicación del porqué los derechos sociales (fundamentales) están en la base del nacimiento del neoconstitucionalismo, es precisamente por su esencia dogmática. Como es apenas evidente, el derecho a un empleo y salario justo, a la protección social en todos sus niveles, a la vivienda digna, a la educación, entre otros, nacen de la idea de recomponer ciertas situaciones deficitarias, lo que necesariamente comporta la entrada de la justicia compensatoria –en oposición a la distributiva-, cuya principal característica es la adopción de una acción frente a situaciones concretas (no necesariamente individuales), a las que no se puede dar solución simplemente desde un precepto general y abstracto como la ley, lo que impide que sea el legislador el que por obra de su intervención, pueda protegerlos:


(…) La adscripción de los derechos sociales fundamentales a la justicia compensatoria tiene consecuencias importantes para su fundamentación: no encuentran su fundamento en el deber de beneficencia (KANT), sino en la idea de equilibrar situaciones de déficit, la cual está en la base de un régimen constitucional y democrático moderno (Arango, 2005, pp. 337-338).


Bajo esa interpretación y en el entendido de las funciones y competencias tradicionales de los órganos estatales modernos que guardan relación íntima con la convivencia armónica y pacífica de los ciudadanos, el primer llamado a garantizar la eficacia de los derechos sociales es el ejecutivo, por ser a quien se dirigen de forma inmediata los requerimientos de atención que tiene el ciudadano. Empero, ante su inacción, insuficiencia o incluso frente a factores coyunturales concretos -que cada vez mutan más hacia lo estructural-, la única alternativa institucional posible se dirige su mirada en el juez para que por las sendas de la coacción, imponga a su homólogo institucional, la satisfacción de un deber que se encuentra establecido constitucionalmente.


Ello ha sugerido sin más, que sean los togados los que adopte suplan tales deficiencias, adoptando medidas que bajo el amplísimo rótulo del orden ≪compensatorio≫, imponen un proceder a una autoridad oficial para aminorar el déficit objetivo que encarna la violación a un derecho de esta clase. Consecuentemente, una decisión en ese sentido, que antes era esquiva y que hoy es impuesta, se torna invasiva y hasta usurpadora.


De hecho, una razón por la que erradamente se adscriben los derechos sociales fundamentales al concepto de justicia distributiva, es porque “(…) su cumplimiento implica la distribución de bienes o prestaciones y la imposición de cargas” (Arango, 2005, p. 341), y de ello deriva entonces su asignación a las competencias legislativas, en la medida en que el reparto de cargas implica, como sucede con la creación de impuestos a la propiedad, la redistribución económica y social (Arango, 2005).


Empero, como se ha dicho, la moderna teoría ha reconocido que los derechos sociales fundamentales deben ser adscritos al concepto de justicia compensatoria, en tanto para su reconocimiento debe existir objetivamente una situación defectiva15 y sin duda, la autoridad que en mejor forma puede hacer ese análisis e impartir la orden de recomposición es la judicial.


Ello condujo a una inevitable consecuencia: Se creó una tensión entre la Constitución aspiracional y la Constitución real, aplicada pragmáticamente por las fuerzas políticas, con todo y los conflictos interinstitucionales que ello depara.


Bajo ese escenario y como se dijo, entendiendo que el impacto de las decisiones judiciales en ese ámbito, afecta a toda una comunidad, el impacto “usurpador” de la decisión judicial, adopta ribetes que atiza los argumentos de los críticos del neoconstitucionalismo.


4. DEL RIESGO A LA IMPACTANTE INJERENCIA


No hay duda que lo que ha dado lugar a la discusión en esta materia, es el nuevo modelo de Estado, que pasando de un simple reconocedor de derechos (Estado liberal) que tildaba especialmente las garantías individuales, a un Estado social –y si se quiere, democrático- de derecho, que enfatizando en su papel de cercanía a la sociedad, sin embargo, se ha quedado corto en su eficacia. Y ello obedece, de una parte, a que cuando menos en nuestro medio, se trató de importar figuras ya acabadas, originadas en una sociedad como la europea, que tuvo que madurarlas luego de los funestos efectos de las guerras mundiales que en esos territorios se desarrollaron, y por otro lado, a la falta de recursos oficiales para responder a las cargas que derivan de ese modelo de Estado cuyo reconocimiento se centra ahora en mejores condiciones sociales, las que justamente por su alcance plural, demandan más inversión.


En esas condiciones, resulta inevitable que el modelo esté llamado a fracasar. Retomando el primer punto, es claro que el desarrollo del ser humano, por su misma estructura psicosocial, sólo se hace manifiesto en la medida en que se vive una problemática, se sufre el rigor de la situación y se experimenta la forma de tratarle. En consecuencia, el surgimiento de un Estado social como aquel que se instauró en Alemania luego del Estado nacionalsocialista, no fue fruto de un espontaneo deseo del poderoso del momento, sino de un conflicto interno, desgastante, que terminó por imponer un nuevo esquema de relaciones entre el poder estatal y la comunidad


Contrastando con ello, la adopción de la misma solución en sociedades con complejidades tan disímiles como las latinoamericanas, en las que apenas se consolida la idea de Estados independientes y en las que incluso la democracia no es comúnmente aceptada, ante la proliferación de dictaduras mesiánicas que emergen temporalmente como paliativos “eficaces” frente a la aún debilidad propia de la inmadurez política de la ciudadanía16, tenía que traer consigo consecuencias evidentes como necesidad de que una autoridad impusiera, por encima de otra u otras que en principio les correspondía, las medidas necesarias para hacer efectivo ese nuevo modelo “plagiado” de otras latitudes.


La situación se torna aún más dramática al constatar que esa misma precariedad del Estado, hace insoportable la asunción de nuevas cargas públicas –como aquellas que demandan los derechos sociales- que exceden los presupuestos públicos. Lo peor es que el encargado de su cuantificación, planificación y cubrimiento –el ejecutivo- es el llamado, teóricamente hablando, a comprender de mejor forma su complejidad y a planificar su solución, todo lo cual exige un ponderado conocimiento de las dinámicas sociales, su estudio y tratamiento.


Como se ha venido diciendo, es allí en donde se hace evidente y hasta necesario el papel protagónico del juez, con un agregado especial: En nuestros países -latinos-, la existencia de poderes ejecutivos y legislativos cuyos dignatarios son elegidos popularmente y jueces sujetos a un régimen especial de carrera administrativa regida por el principio del mérito, hace a estos último -Cuando menos en éste punto- inmunes al desgaste que emerge del mandato ciudadano de la representatividad y que a su vez ha creado cierto plus de legitimidad y confiabilidad.


Pero también es allí hacia donde se dirigen la mayoría de las críticas, las que en el mejor de los casos, cuestionan la idoneidad de una autoridad con formación esencialmente jurídica, para intervenir en la adopción de políticas públicas que cuando menos, modifican las dinámicas sociales y tocan, sin conocimiento especializado y la planeación debida, tan solo algunas de las miles de necesidades insatisfechas de la comunidad a la que pertenecen.


Y entonces se acumulan supuestos de idéntico nivel de intranquilidad: La falta de articulación de las decisiones con los Planes de Desarrollo Federal, Estatal y locales; la precariedad de recursos; la existencia de programas sociales con metas y tiempos ya antes definidos; la exigencia de requisitos aplicables a todos los potenciales beneficiarios; la correspondencia de las medidas con compromisos internacionales asumidos por el Estado; el tránsito de autoridades; la priorización de poblaciones de especiales condiciones, en fin, si resultan cuestionables las decisiones de las autoridades administrativas que funcionalmente tienen atribuida esa misión, lo es aún más que un juez usurpe ese espacio para ocuparse en una providencia, que por esencia posee alcance inter partes, de una problemática social tan compleja y que con ello termine afectando a toda una población y hasta la sociedad.


Ese riesgo al que se alude, evidentemente se ha cristalizado en vicisitudes reales que, aunque sean domésticas, disparan una alerta generalizada en torno al alcance de las decisiones judiciales y sus efectos en las políticas públicas.


Se trata de lo sucedido en la ciudad capital del Estado colombiano, Bogotá. Según datos publicados en la prensa nacional17, la que cita como fuente oficial la misma oficina jurídica distrital, existen varios proyectos de inversión pública detenidos por órdenes de diferentes jueces de instancia (es decir, no se trata de órganos de cierre de las jurisdicciones), que han detenido proyectos con largos años de maduración y procesos de planificación compleja, todo ello en el marco del ejercicio de acciones orientadas a promover la protección de derechos sociales o colectivos.


Y es que al margen del estado de los trámites y de su final desenlace, lo cierto es que el sinsabor que de ello deriva, es precisamente que, bajo el prurito de la protección de garantías impersonales frente a eventuales violaciones, el juez, en ejercicio de las amplias facultades que curiosamente le ha otorgado el mismo legislador, adopta decisiones que trascienden a lo técnico y jurídico, para desembarcar en la misma conveniencia, espectro que histórica y funcionalmente ha estado reservado al ejecutivo.


Pero todo parece indicar que esa generalización es de base y lo más preocupante: es patrocinada por algunos actores del concierto institucional que sin sonrojo lo publicitan.


También en Colombia, dentro del Plan Nacional de Formación y Capacitación de la Rama Judicial, el Consejo Superior de la Judicatura, órgano encargado administrativamente de orientar la judicatura, ha venido emitiendo una serie de textos utilizados como material de trabajo en los cursos de formación de jueces. En uno de ellos, relativo a la interpretación constitucional y desde su misma introducción, se sostiene que bajo el nuevo esquema constitucional, se debe aceptar que el texto superior es una regla directamente aplicable a todo tipo de conflictos jurídicos por resolver mediante la acción de jueces y funcionarios administrativos en Colombia, lo que no pasaría de ser una común frase de cajón, de no ser por lo que luego se afirma:


Este módulo se justifica en ese contexto. Pretende ofrecer un espacio de reflexión en torno a los nuevos problemas que suscita la aplicación directa de la Constitución al conflicto por parte de todos los niveles judiciales, y no sólo por las instituciones “vértice”. Esta democratización del uso de la Constitución es un significativo voto de confianza en la capacidad de liderazgo institucional de nuestros jueces. Se trata de una responsabilidad atribuida a los jueces que, por su gravedad, exige compromiso y dedicación renovados (Consejo Superior de la Judicatura de Colombia, 2002, p. 15)


Más adelante y refiriéndose a los fines, consecuencias e intereses en la interpretación jurídica, invocando la crítica de Rudolf von Ihering a Savigny, se reafirma que amparado en el fin de buscar la bajo ese contexto, el juez está obligado a entender la política pública, social o económica y bajo esa égida, se le autoriza para “…la realización de las consecuencias específicas de la política encarnada en la ley, incluso si para ello debe sacrificar el texto, la historia, la lógica o el sistema” (Consejo Superior de la Judicatura de Colombia, 2002, p. 3


Tal posición, suficiente para explicar el fenómeno social que encabeza este apartado, puede entenderse por la forma en que sus mismos ideólogos desdicen de las críticas que se hace al activismo judicial, algunas de las cuales recogen como originadas en el “tradicionalismo”, y de las cuales Diego Eduardo López Medina destaca la denominada “dificultad contra mayoritaria”, que adaptada a los sistemas nativos, proclama a su juicio, el cultivo de las virtudes pasivas de la adjudicación constitucional y que consiste en:


(…) una cuidada deferencia hacia las soluciones propuestas por el legislador a problemas de política pública, a la distribución de recursos y a la definición de la amplitud de derechos que se haga mediante la discusión de los representantes democráticos de la población. (Binkel, A., como se citó en López, 2006, p. 5)


Incluso en ese marco, se ha terminado por proponer un “derecho judicial”, vinculado específicamente a la constitucionalización del mismo, nacido en el mismo seno de la Constitución y hecho para determinar en qué casos concretos y cómo han de hacerse valer las garantías constitucionales que se ofrece como posibilidad para desentrabar los senderos políticos regulares, sin la cual, el texto fundamental puede terminar –se afirma- en letra muerta (López, 2006, p. 5).


Con todo y ese contexto justificativo que se ubica en la orilla más extrema del neo constitucionalismo y hasta salta sus mismas barreras, sigue siendo necesario reconocer que con tan avanzado nivel de argumentación en pro del activismo judicial, es cuando menos necio pensar en limitar la facultad interpretativa de los jueces, no solo porque como lo hemos venido afirmando, dicho proceder es connatural al ser humano y propio de su función de realizador de los fines del derecho. Ningún mandato normativo, por perfecto que sea, deja de ser una declaración de buen proveer, de futuro esperado, lo que impone a la judicatura y en general, a todos los funcionarios públicos que hacen parte del Estado, como destinatario de la mayor carga de prestaciones a satisfacer en sociedades emergentes, el procurar alcanzar esa meta.


Con razón Bernal Pulido, afirma que si bien los derechos fundamentales de la Constitución son principios, lo cierto es que continúan siendo mandatos de optimización, simple y sencillamente porque si no fuese así y en cambio fueran mandatos precisos, identificables objetivamente, a pesar de su imprecisión, sería superflua la ponderación, de todo lo cual concluye que no existen mecanismos explícitamente orientados a suprimir la subjetividad de los intérpretes de la Constitución pues ni la concreción judicial ni la actualización legislativa pueden suprimir la subjetividad de los intérpretes de la Constitución que se da en la elección que hacen en el marco de deliberación que les es propio. Y concluye: “Se malinterpretaría el concepto de optimización si se le hiciera significar la eliminación de todo ámbito de subjetividad al intérprete” (Bernal, 2006, p. 37).


Como se ha venido expresando, cada época y cada momento sugieren una solución adecuada, la que por lo mismo, será diversa. Es absolutamente inviable que el tratamiento estatal que se brinda a través del derecho, tenga tal rapidez y capacidad de permear a su aplicador y a los destinatarios, como para considerar que la cura sea inmediata, entre otras cosas porque el papel del derecho, antes que solucionar, es tratar el conflicto de la manera más convenientes para la sociedad y, adicionalmente, porque los mismos dispositivos jurídicos imponen el carácter irretroactivo de sus disposiciones, esto es, regulan supuestos de hecho futuros.


Lo que sí se antoja cierto es que el riesgo de ésta nueva tendencia parece aún mayor si se considera que se trata de autoridades que en principio sólo actúan para resolver los conflictos precisos que se someten a su juicio y que de forma muy diferente a como ocurre con el control de constitucionalidad, en este caso las determinaciones con efectos generales (que en últimas se dan, como se vio, en materia de derechos sociales y colectivos), terminan por contar con las características de una ley: Se hacen generales y obligatorias.


Otros, sin embargo, considerando que de lo que se trata es de hacer del derecho un instrumento de justicia social, debe desmarcarse del formalismo, pues en últimas, el problema no se reduce a los jueces ni a la Constitución, sino a la misma sociedad que define su papel y califica la eficacia de sus mismas elaboraciones18. No creo que por los tiempos en que vivimos, tal informalidad tenga vocación de prosperidad en sociedades tan convulsionadas por las necesidades inmediatas que poco o nada de espacio otorgan a la reflexión de lo mejor para “todos” antes que para el propio beneficio


CONCLUSIONES


Aunque se comparte la idea del activismo judicial progresista, también ha de decirse que ese escenario de dinamismo no es ni debe ser asunto exclusivo de la judicatura, entre otras cosas porque el instrumento del que se vale, esto es, el derecho (materializado en la Constitución, la ley o el reglamento), es connatural al Estado de derecho y por ende, de obligatoria observancia y uso para toda autoridad.


Evidentemente legislador y por sobre todo el ejecutivo -por su común origen popular- tienen un papel político, entendido como el deber de servir a la comunidad y brindar en cada momento histórico, una solución adecuada y pertinente mediante un mecanismo de alcance general y obligatorio como la ley. Empero, ese papel ha venido siendo sustituido, con enormes riesgos por un juez que en nuestros Estados no solo no es elegido popularmente -lo que tiene a su favor el relevarles de juzgar su legitimidad y conveniencia-, sino que, además, posee una formación jurídica, generándose lo que encarna un doble riesgo.


Su fundamentación ideológica, sea cual fuere, está completamente matizada por su formación jurídica de base, de exigencia impositiva, como que deben ser letrados en derecho, formados profesionalmente en áreas jurídicas, con especialidades diversas pero al fin de cuentas abogados, a quienes su mismo trasegar (factor endógeno) y la innegable carga judicial (factor exógeno), les priva de conocer realidades sociales directas que no se encuentran en el texto de la Constitución o la ley y que sólo llega a sus manos en versiones segmentarias propias de los casos aislados que deben fallar, haciéndoles ajenos a ese contexto general de la sociedad para la que sirven.


Funcionalmente hablando, constituyen la representación humana de la más de las fragmentaria de las funciones básicas de la super estructura estatal: Sólo intervienen cuando existe conflicto y peor aún, cuando este no ha sido resuelto por los involucrados o se trata de aquellos para los que existe consenso en que no pueden ser tratados por las partes -lo penal-. En consecuencia, operan subsidiariamente, cuando ya no existen consensos sociales -como aquellos que en cambio si ≪deben≫ existir en el legislativo a la hora de crear reglas sociales o en el ejecutivo, cuando debe adoptar una decisión administrativa para toda una comunidad, invirtiéndose la noción básica que ha dado lugar a la existencia del derecho como sucedáneo de las relaciones sociales y ultima ratio de intervención en las esferas individuales.


Y aunque en el argumento puede subsistir cierta ambigüedad, en tanto es más que explicable que la judicatura actúe cuando la regla general del legislador fue ilusoria y la orden ejecutiva ineficaz, lo cierto es que no solo se está generalizando la intervención del juez –que antes era insular- sino que además, abreviando los senderos propios del ejercicio administrativo, imparte órdenes directas que en no pocas ocasiones, carecen de sustento técnico, administrativo o presupuestal, con el condigno riesgo que encarna el no cumplirles y volver al mismo escenario de insatisfacción que activó su intervención.


Ahora, es evidentemente cierto que, en nuestro medio, ello se explica por qué en varios países latinoamericanos, las prestaciones sociales básicas ya no solo aumentan en su demanda ante el ejecutivo, sino que ese inmenso volumen de reclamos, se han trasladado a los jueces, últimos actores de la cadena institucional en quien se ve reconocida una garantía, cuando la Administración no ha dado tratamiento al asunto.


Y como en no pocos casos, esa ajenidad del juez al funcionamiento de la Administración pública –sobre todo en sociedades tan densas poblacionalmente, diversas, complejas y cosmopolita como las modernas- y su natural desconocimiento de los dispositivos y procedimientos ejecutivos, le han permitido, en aras de alcanzar la eficacia de los mandatos de optimización que siguen emergiendo de los derechos que tutela, adoptar decisiones con orden coactiva que cuando menos en el papel se tornan resolutorias de la problemática, se dispara la alarma: De rechazo para los demás poderes, que ven con preocupación ese abreviado e inconsulto camino; y de aceptación para la sociedad que con ese velo superficial, los unge como verdaderos hacedores de las decisiones que reclaman.


Con todo y lo anterior, creo que dos (2) conclusiones pueden extraerse de lo expuesto:


En primer término, resulta plausible que en algunos casos las decisiones judiciales, más que ordenar medidas de protección de derechos, han reconducido el proceder administrativo en aspectos realmente necesarios, pero en cuanto tiene que ver con la creación de mejores condiciones para los administrados, no podemos llamarnos al engaño, la orden judicial per se, no va a resolver la demanda judicial de atención, entre otras cosas porque siempre habrá que pasar por la misma autoridad que en principio la omitió, la que en todo caso, debe seguir los conductos reglamentarios regulares para su optimización, al fin de cuentas, también está sometida al derecho.


De otra parte y, de no prestar atención a esas desviaciones del sistema o cuando menos tratarlas pragmáticamente, tendremos entonces que reconocer que como toda obra humana, el derecho y la Constitución son productos culturales, lo que implica “(…) asumir que estos tienen un sentido (el fin para el que fueron creados)” (Serrano, 2012), lo que conduciría, en principio a hacernos espectadores de una lenta e imperceptible desformalización de las fuentes del derecho y asumir que siempre que se consiga el tratamiento del conflicto, poco interesa cuál sea el intérprete u operador, dejando a un lado esta profusa discusión que sin duda, gravita más en torno al procedimiento que en su resultado.


En suma y al margen del sesgo que la formación jurídica pueda aportar, creo que el problema no es que la injerencia judicial deba ser tan protagónica como lo esté siendo, lo es, que hasta el momento no ha sido como ni para lo que realmente debe ser.





* Artículo de investigación.


1 Un representante de esta posición es el Marques Cesare Beccaria, quien en su Tratado de los delitos y de las penas, afirmaba: “Tampoco la autoridad de interpretar las leyes penales puede residir en los jueces criminales por la misma razón que no son legisladores. (…) En todo delito debe hacerse por el juez un silogismo perfecto. Ponerse como mayor la ley general; por menor la acción, conforme o no con la ley, de que se inferirá por consecuencia la libertad o la pena. Cuando el juez por fuerza o voluntad quiere hacer más de un silogismo, se abre la puerta a la incertidumbre. (…) No hay cosa más peligrosa como aquel axioma común, que propone por necesario consultar el espíritu de la Ley. Es un dique roto al torrente de las opiniones” (Beccaria, 1828, p. 24).


2 “Sin embargo, incluso en esa forma, la apreciación del juez conserva un carácter jurídico predominante, en el sentido de que no debe expresar ideas personales, sino encuadrar en una concepción conjunta del orden jurídico, basarse sobre lo que se llaman las “ideas del fin” (zwechgedanken) del legislador, en cuanto puedan aclarar, o sobre aquellas admitidas por la generalidad y ya experimentadas” (Gorphe, 1982, p. 116).


3 En Colombia, por ejemplo, el artículo 7 del Decreto constitucional 2591 del 19 de noviembre de 1991 “Por el cual se reglamenta la acción de tutela consagrada en el artículo 86 de la Constitución Política”, esto es, el amparo constitucional para la protección de derechos fundamentales, autoriza al juez para que, de oficio o a petición de parte, dicte “…cualquier medida de conservación o seguridad encaminada a proteger el derecho o a evitar que se produzcan otros daños como consecuencia de los hechos realizados, todo de conformidad con las circunstancias del caso”(Negrillas adicionadas) (D. 2591/1991).


4 Así lo hizo la Corte Constitucional Colombiana en un pronunciamiento en el que declaró el ajustamiento a la Constitución, del antes citado artículo 17 del Código Civil, que como se vio, limitaba la fuerza obligatoria de las sentencias judiciales a las causas en que fueron pronunciadas, afirmando que tal pronunciamiento (De exequibilidad) se hacía bajo el entendido de que nada impedía la existencia de efectos erga omnes y extensivos en las sentencias que deciden las acciones constitucionales, lo que no significa otra cosa que darles el alcance general y obligatorio de una ley. (CConst, C-461/2013, M. P. N. Pinilla).


5 Algunos autores consideran, sin embargo, que no existe en la cultura jurídica sajona y especialmente la estadounidense, un aporte significativo en la materia. Se sostiene que la Corte Suprema Estadounidense, tanto la precedida por Marshall (1801-1836) como la que regentó el juez Roger Brooke Taney (1836-1857), fue restrictiva y conservadora en su interpretación, destacando, anecdóticamente, que luego de la declaratoria de inconstitucionalidad de una Ley en 1803, no volvió a implicar otra ley en su periodo, resaltando que a juicio de aquel protagonista, cuando se hablaba de interpretar la Constitución, lo que realmente se pretendía era “…llamar la atención sobre la fidelidad que había que guardar al texto constitucional y a los padres fundadores” (García, 1994).


6 Autores como Miguel Carbonell, destacan la consabida rivalidad entre Jhon Marshall y el presidente de los Estados Unidos para la época, Thomas Jefferson, el que Marshall hubiese sido Secretario de Estado y, en consecuencia, hubiese intervenido en los hechos previos que dieron lugar al caso judicial, entre otros aspectos. Vid. Un análisis más extenso de estos antecedentes puede verse en Fernández-Segado, F. (2011). “El trasfondo político y jurídico de la «Marbury v. Madison Decisión»”.


7 “La Constitución sustantiva o principalista suministra razones justificatorias distintas y tendencialmente contradictorias, y esto vale tanto para el legislador como para el juez. Ambos vienen llamados a conjugar esas razones para alcanzar un punto óptimo de recíproca satisfacción o, cuando menos, para evitar que ninguna de ellas quede anulada o definitivamente postergada; y ello por el sencillo motivo de que todas son razones constitucionales” (Pietro, 2004, p. 55).


8 “≪una vez que la adhesión al significado original se debilita o abandona, un juez, quizá instruido por un teórico revisionista, puede alcanzar cualquier resultado, pues el entendimiento y la voluntad humanos, liberados de las ataduras de la historia y del sedimento de la historia que es el derecho, puede llegar a cualquier resultado≫ (Bork, R., citado en García, 2004)


9 Vd. Título II, artículos 5 y s.s. Constitución de la República Federativa de Brasil de 1988; título II, artículo 10 y s.s. Constitución Política de la República del Ecuador de 2008; título III, artículo 19 y s.s. Constitución de la República Bolivariana de Venezuela de 1999; artículos 14 y s.s. Constitución Política de la Nación Argentina de 1853; capítulo III, artículo 19 y s.s. Constitución Política de la República de Chile de 2005.


10 Se trata de “…normas que ordenan que algo sea realizado en la mayor medida posible, dentro de las posibilidades jurídicas y reales existentes”.


11 El mismo Tribunal Constitucional Español en sentencia del 20 de diciembre de 1982, a pocos años de entrada en vigencia de la Constitución de 1978, le reconoció al texto superior, carácter de norma vinculante y de aplicación directa, cuyo contenido debía ser efectivizado por todos los órganos del Estado: “2. Lo dicho hasta aquí no implica la aplicación retroactiva de la Constitución, sino el reconocimiento de su carácter normativo, el de la vinculatoriedad inmediata del art. 14 y la afirmación de que, en consecuencia, todo español tiene desde el momento mismo de la entrada en vigor de la Constitución, el derecho a no ser discriminado por razón de nacimiento, por lo cual no puede perpetuarse, vigente la Constitución, esta situación discriminatoria surgida al amparo de la legislación preconstitucional y de la diferencia en ella existente entre los regímenes contenidos en los arts. 118 y 137 del Código Civil”. Tribunal Constitucional Español, STC 80/1982, de 20 de diciembre de 1982, Sala Segunda del Tribunal Constitucional.


12 Una muy sucinta, pero completa descripción de la atmosfera que precedió la adopción del nuevo texto constitucional en España hacia el año 1978 y especialmente del cambio de algunos paradigmas que rodeaban el escenario jurídico, puede hallarse en Andrés Ollero Tassara: “Se preconizaba pues una parsimoniosa pasividad judicial. No faltaba por lo demás quien insinuara que la propia Constitución (art- 117.1) consideraba a los jueces ≪sometidos únicamente al imperio de la ley≫, por lo que los mandatos constitucionales habría que entenderlos dirigidos al Poder Legislativo. Por si fuera poco, actuaba como trasfondo teórico un estricto normativismo jurídico, que animaba a considerar a los principios como mera música celestial”. (Ollero, 2003, pp. 55-66).


13 “La expresión “derechos sociales” es bastante ambigua. Esta puede incluir o excluir ciertos derechos dependiendo del alcance con el que se entienda el concepto. Desde un punto de vista restrictivo, la noción de derechos sociales incluye solamente derechos prestacionales, es decir, aquellos que suponen un deber positivo del Estado de proporcionar un servicio o un subsidio económico a los ciudadanos. Por el contrario, una concepción más amplia del término incluye aquellos derechos que no necesariamente implican una erogación económica de parte del Estado, pero que pueden ser considerados derechos sociales ya sea porque son derechos de segunda generación y/o porque su protección sea determinante para que las personas pueden solicitar la protección de sus derechos prestacionales (como el derecho a formar sindicatos o a iniciar huelgas). Algunos han sugerido que en vez de clasificar los derechos sociales entre aquellos que son prestacionales y aquellos que no lo son, se debería prestar atención a la dimensión prestacional de cada derecho, dado que la mayoría de las veces un mismo derecho social puede suponer obligaciones tanto positivas como negativas de parte del Estado. La propia Corte Constitucional ha defendido esta postura en la Sentencia T-595 del 2002”. (Saffon y García-Villegas, 2011, p. 77).


14 Incluso la misma Convención Americana sobre Derechos Humanos suscrita en la Conferencia especializada Interamericana sobre Derechos Humanos de San José de Costa Rica del 22 de noviembre de 1969, incluye un tercer capítulo titulado “Derechos Económicos, Sociales y Culturales”, el cual consta tan solo del artículo 26, denominado “Desarrollo Progresivo”, en el que antes que enunciarles, se menciona el compromiso de los países dignatarios de lograr progresivamente la efectividad de los derechos que derivan de las normas económicas, sociales y sobre educación, ciencia y cultura. (Convención americana sobre derechos humanos suscrita en la conferencia especializada interamericana sobre derechos humanos, 1969)


15 Es importante acá traer en cita el ejemplo de E Tugendhat, Vorlesungen über Ethik, Frankfurt A. M. 1995, p. 358 (trad. Esp.: Lecciones sobre ética, por Luis Román Rabanaque, Gedisa, Barcelona 1997, p. 344): “Se presenta una necesidad objetivamente fundada cuando alguien está impedido físicamente, por ejemplo, es ciego lisiado, etc. Quien es menesteroso en ese sentido, está perjudicado en un sentido objetivo y como lo dice ACREMAN, requiere de una “compensación”. Un ciego, por ejemplo, necesita medios de ayuda especiales. Quien recibe más en este sentido es meramente compensado por lo que falta. Esta forma de consideración especial es un derecho y no puede entenderse como un cuestionamiento del reparto igualitario fundamental. El Argumento vale para toda forma de necesidad especial, por ejemplo, para los enfermos y ancianos” (Arango, 2005, p. 341).


16 Un fenómeno similar parece presentarse en la tan afamada incorporación de normas de Derecho Internacional de los Derechos Humanos, previstas normas y tratados internacionales de Derechos Humanos, a los ordenamientos internos, proceder en el que sacrifica la pertinencia por su atractiva rimbombancia, siempre en perjuicio de la eficacia del derecho (Abbot, 2018).


17 Evocando fuentes oficiales de la Secretaría Jurídica del Distrito Capital, se detalla en éste artículo la existencia de 44 demandas de nulidad y acciones populares interpuestas desde el 2016, con las que se ha pretendido impedir obras claves para la ciudad, como el sistema de salud, la propuesta de exonerar del pico y placa a quien pague una sobretasa, el sistema de tabletas inteligentes para los taxis, la política de siembra de árboles, las obras para adaptar los humedales para que puedan ser usados por el público, el proyecto de Lagos de Torca, el metro de la ciudad, el parque San Rafael, entre otros casos. En todos los casos, sin excepción, se han pedido medidas cautelares de suspensión, mientras se produce un fallo de fondo, a lo que en algunos eventos se ha accedido, paralizando el desarrollo de la ciudad (El Tiempo, 2019).


18 “Somos plenamente conscientes de que el derecho en general y la Constitución en particular, no constituyen sino otros tantos instrumentos precarios –y acaso no los más importantes- de articulación y de ejercicio del poder, de integración sociopolítica, de tramitación de conflictos, de control social, etc. El destino último de nuestra maltrecha sociedad no está en las manos de los legisladores ni de los jueces, sino de nuestra capacidad, como conglomerado humano, para el consenso y para la acción colectivos”. (Orozco y Gómez, 1999, p. 3.)




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