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La Hipertrofia Legislativa

“Hemos cambiado el nombre de la patria en varias ocasiones. La inseguí dad, la miseria, el desorden se traduce de pronto, en el anhelo de hacer vida nueva, arrasando lo anterior, comenzando una nueva página. Cien veces nuestros caudillos militares y civiles nos han dicho, al fin vamos a ser felices. A los pocos años todo está muy semejante, y entonces nos cambiamos de nombre, dictamos otro estatuto para nuestra asociación y comienza el nuevo ensayo de la felicidad”.

Alberto Lleras Camargo (al referirse a la reforma constitucional de 1945).

T(al vez nadie pudo conocer mejor que el ex - Presidente Lleras Camargo la idiosincrasia colombiana. De ahí el contundente pensamiento que a manera de epígrafe, dada su indiscutible pertinencia, hemos querido compartir. Porque, en realidad, en este país, desde siempre, todo problema o situación difícil hemos creído necesario confiarlo a la supuesta taumaturgia de la Constitución o de la Ley. Tal es el estulto juego al que acudimos de manera recurrente y obstinada, como si un fracaso colectivo pudiese ser superado promulgando nuevas leyes, así sea para engendrar nuevas frustraciones generales. Tanto es así qut ya ni siquiera de manera cíclica, como antes podía advertirse, se presentan las reformas a las leyes. . . la parturienta legislativa es permanente y perniciosa: se legisla sobre todo, por todo y para todo; y de cualquier manera. No bien acaba de ser espedido un estatuto, aúft no conocido suficientemente ni probadas sus bondades, cuando ya algún congresista acucioso pero superficial procura “inmortalizarse” al prohijar cualquier proyecto de reforma que con ostensible ligereza le sea propuesto.

¿De dónde proviene esta atávica tendencia hacia el sortilegio legislativo? Todo parece indicar que fue uno de los “legados” de la confrontación cultural con España, en su dolorosa e inexorable colonización de América.

Asistimos modernamente, fieles a esa tradición secular señalada por Lleras Camargo, a la adopción en 1991 de la denominación de Estado Social de Derecho. . . y antes de una década ya estábamos observando cómo ni con acciones de tutela, ni con sanciones por desacato, pueden hallar los derechos fundamentales constitucionales plena eficacia.

Y ¿qué decir de la avalancha (admítasenos el galicismo) de reformas introducidas a nuestros códigos y demás leyes en menos de un año? Veamos, a manera de ejemplo, las siguientes:

>    Ley 712/01, vigencia: junio 8/02, reformó el Código Procesal del Trabajo.

>    Ley 789/02, vigencia: diciembre 27/02, reformó el Código Sustantivo del Trabajo.

>    Ley 791/02, vigencia: diciembre 27/02, reformó el Código Civil (se reducen términos de prescripción).

>    Ley 794/03, vigencia: abril 8/03. reformó el Código de Procedimiento Civil.

>    Ley 734/02, nuevo Código Disciplinario Único.

>    (La pretendida reforma al Código de Comercio fue archivada).

Además:

>    Ley 793/02, Ley de extinción de dominio.

>    Ley 788/02, sobre Reforma Tributaria.

>    Ley 776/02, diciembre 17, se modifica el Sistema General de Riesgos Profesionales.

>    Ley 785/02, sobre administración de bienes incautados.

>    Ley 795/03, enero 14, por la cual se reforma el Estatuto Orgánico del Sistema Financiero.

>    Ley 797/03, vigencia: enero 29/03 reformó los Regímenes Pensiónales.

>    Etc., etc.

Ese culto a la ley, bastante irracional, fue conocido y fustigado por nuestro libertador Simón bolívar, quien entendía que “las leyes por sí mismas no producen la felicidad humana si no se cambia el carácter de las personas, regidas por-ellas” (Tomado del libro “Para Leer la Política”, de Fernán E. González González, Cinep, Bogotá, 1997, Pág. 33).

Cabe preguntar, entonces: no afecta acaso el trabajo judicial ese cambio permanente - y las más de las veces injustificado - de nuestras leyes? Desde luego, pensamos nosotros, pues eso de estarle cambiando “las reglas del juego” (o del juicio) genera, inevitablemente, incertidumbre, inestabilidad e inseguridad jurídicas, al punto de no saberse en determinado momento, con certeza, cuál es la legislación vigente. Y no sólo respecto a nuestros juzgadores, quienes seguramente verán retardado su trabajo tratando de “ponerse al día” con tanta reforma a las leyes que han de aplicar, sino también a los abogados y demás operadores jurídicos y a la sociedad civil en general. En el señalado problema podría radicar el proferimiento, más o menos frecuente, de fallos contradictorios.

¿Qué hacer? Dentro de la concepción de transformación integral y profunda que nos anima, pensamos que las soluciones parciales, insulares, aisladas o desarticuladas que se asuman o implementen serán - seguramente -buenos deseos que marchitarán ilusiones o abonarán desesperanzas. Porque, en realidad, ¿qué logramos por ejemplo con introducir magníficos procedimientos si se parte de la inmanejable situación de congestión de los despachos judiciales que hoy se registra? O ¿qué sacamos con ampliar las medidas de descongestión judicial e incluso de intensificar la altematividad judicial si conservamos los mismos factores que han propiciado o incidido como determinantes en la congestión, como procedimientos anacrónicos o jueces y empleados deficientemente preparados?

La cuestión no funcionará jamás así, de manera satisfactoria, en términos de eficiencia de los funcionarios y empleados judiciales y de eficacia del sistema, con miras a la excelencia del aparato judicial en su conjunto.

Por consiguiente, para la solución efectiva, real y definitiva de la problemática del sector justicia la única vía cierta y confiable será la de estructurar e impulsar una política amplia, radical y omnicomprensiva que integre todas y cada una de las soluciones propuestas frente a los diversos problemas o fallas detectados; pues, sólo articulando esa gama de factores y mecanismos, podremos arribar - en un mediano plazo - al puerto seguro y anhelado de la aplicación de una Dronta y cumplida justicia.

Quedaría por resolver, como punto más álgido, el de la incontrolable y asfixiante profusión legislativa.

Nos atrevemos a plantear, para un futuro ojalá no muy lejano, cuando los factores de poder cambien sustancialmente


- en virtud de alguna ruptura institucional de derecha o de izquierda - que hemos de revaluar la clásica división tripartita del poder, atribuida tradicionalmente a Montesquieu, pero por algunos a Locke (creemos sobre el punto que hemos de remontamos hasta Aristóteles, con su “Política”).

La inquietud no sería novedosa si se limitara a la mera agregación de poderes o controles; ya Bolívar, por ejemplo en su famosa carta de Jamaica hablaba de un cuarto poder: el electoral. Luego se ha hablado del poder de control (Procuraduría y Contraloría), del poder de los medios de información, etc.

Y sobre estos aspectos no se suscita mayor polémica. Sin embargo, nuestra propuesta es grave y coherente: en una democracia real o verdadera, que consulte no sólo lo económico sino preferentemente la justicia social, esa engañosa, costosa, perniciosa y meramente formal representación popular atribuida al Congreso sale sobrando (C©n razón se ha dicho, sobre la ineficacia de su gestión, que si el 10% de las leyes que tenemos fuese aplicado cabalmente, la situación del país sería mucho mejor).

¿Qué tendríamos a cambio? Una presidencia por elección popular, unos mecanismos efectivos de participación ciudadana, unos controles poderosos y autónomos de origen popular y unos jueces probos, independientes y preparados que se encargarían de aplicar las leyes existentes y de hacerlas cumplir.

Pero, como el apotegma según el cual “el derecho va rezagado en relación con los hechos” no puede soslayarse, tendríamos igualmente una Comisión de Ajustes Legislativos, de origen popular, seleccionada en atención a distintas especialidades, la cual funcionaría de manera transitoria y esporádica (por ejemplo, cada diez años durante un

período de dos años). Los vacíos que se presentasen serían llenados o cubiertos por vía de interpretación, acudiendo ésta al valor innegable de los precedentes judiciales e invariablemente a las supremas directrices de los principios y valores constitucionales.

Todos los recursos presupuéstales que de esta manera serían liberados del erario público (acrecentados por una verdadera poda de la costosa e innecesaria fronda burocrática del llamado servicio exterior - diplomático y consular - y de tantas sinecuras existentes en este país) permitiría acometer una agresiva, rea± y masiva política de generación de empleo productivo; y lograríamos otra conquista de mayores repercusiones nacionales: extirparíamos el cáncer de lá corrupción, el cual ha inficionado - con ese origen focal y mediato - todo el aparato institucional, en sus distintos estamentos, y corrompido la misma conciencia colectiva.

Vendrán nuevos y mejores tiempos, seguramente, como vendrán nuevas generaciones que harán el balance de nuestra mezquindad o de nuestra incapacidad. Por ahora sería recomendable, por lo menos fomentar foros, conferencias, ensayos, etc. que lleven a los señores congresistas el mensaje claro de la sociedad civil en el sentido de que se requiere que cese el mito de la ley, que comprendan cómo la insensata hiperinflación legislativa en referencia a nadie beneficia, pues todo lo enreda y lo confunde; haciendo más difícil, engorrosa y lenta la delicada y fundamental labor de nuestros administradores de justicia.

(Tomado del libro “Práctica Forense para Jueces y Magistrados”, escrito en coautoría por los abogados Martha Cecilia AbéUa de Fierro y Eduardo Fierro Manrique, próximo a ser publicado).0