CIUDADANIA europea

ciudadanía NACIONAL

I Centro de Investigaciones de Derecho I Europeo. París (Francia)    |

Jean Pierde Lascoux

Resumen

Se parte de un interrogante crucial sobre la relaciones entre ciudácLanía y nacionalidad, por sus implicaciones ideológicas y políticas, que no siempre separan el principio comunitario del principio político. Se toma el caso de Francia que, tradicionalmente ha sido la América de europa, para discutir las nociones de nacionalidad y frontera, entre otras, para postular una nueva forma de ciudadanía que exige un ejercicio conceptual dialéctico, de comunidad y exclusión, de identidad y pertenencia, nación y territorio, en aras de buscar un modelo que se adaote al tercer n lenio.

Muchos autores expertos en derecho europeo se han* hecho la pregunta crucial sobre las relaciones entre ciudadanía y nacionalidad, es decir, sobre el doble status de1 individuo como miembro de un estado y come parte de un grupo humano que, aunque pudiera existir o considerarse existente independientemente del estado, puede coincidir con el. Así, como es el caso de la gran mayoría de judíos en el mundo entero, se puede ser ji idío sin ser ciudadano de Israel. Es un programa ideológico, de nacionalismo, el cual supone y aspira a la congruencia universal de la ciudadanía y de una nacionalidad que se supone precede al Estado. Las características de los grupos; tales como las ebrias, las culturas, etc., han suscitado debates tan vivos que se profundizan entre los antropólogos sociales.

Pero evidentemente se trata de una pregunta que deja el solo marco científico. Europa, como comunidad y al nivel de la mayoría de sus Estados miembros, ha escogido formalmente rechazar toda inmigración sin límite alguno. El fondo del problema de la ciudadanía europea, de la construcción de una Europa política, es el cierre, la exclusión, que es un princij 10 de constitución de los grupos bien conocidos de la antropología social. El problema de la exclusión es por lo tanto capital, sobre todo para Francia que por mucho tiempo ha sido la América de Europa, es decir, el principal país de inmigración de nuestro continente.

Hay una gran preocupación concerniente a la dificultad de construir en la escala europea “un contra poder” eficaz.

La Base Comunitaria y el Principio Político

Una primera observación se halla en la amb ¿edad de la palabra “comunidad”. El término “comunidad de ciudadanos” tiene nna ambigüedad por la totalidad de los ciudadanos de un Estado, parecido a la totalidad de los sujetos de un reino no constituyen una comunidad sociológica. Si se constituye una, es una comunidad de nivel secundario. Esto ha sido bien comprendido en el pasado como lo muestra el caso del pensador dominico inglés quien, estudiando la pregunta en el siglo XIII, hacía una serie de distinciones entre los hombres en función de sus grupos de lenguas (de acuerdo al idioma hablado), de sus generaciones (de acuerdo al origen), de los territorios particulares que habitaban, y de sus grupos definidos por las diferencias en las costumbres y en los hábitos. Estas clasificaciones no o nddían necesariamente entre ellos, y no había que confundirlos con la delimitación de un populus o pueblo, definido, en cuanto a él, poi la voluntad de obedecer a una ley común y así constituir una comunidad de naturaleza político-histórica en lugar de una “natural”.


Es por lo tanto esencial -mas esencial hoy mas que nunca pues las ideologías nacionalistas buscan confundirlos- separar el princip io ftxtnuniiario del principio político.

No es solamente un imperativo analítico, sino un principio del Estado, moderno que resulta del hecho evidente de que todos los estados, principados, reinos e imperios que se conocen en la historia conoce, englobando poblaciones fuertes heterogéneas. Esta dist ición es valedera para la doctrina del Estaao-nación salida de las Revoluciones francesa y americana, y modificada por el liberalismo del siglo XIX. Es, entonces, ciudadano de los Estados Unidos toda persona que acepte las leyes y la constitución de esta república, la cual, en retribución, acepta como ciudadanos los adeptos de toda religión, los miembros de todas las etnias, etc. La situación de Francia ha sido completamente análoga con lo que el general de Gaulle reivindica una relación familiar entre los franceses y la gente de Québec en 1967.


A lo largo de todo el siglo XIX, los juristas y los estadistas franceses acepta que no reconocían mas que una sola definición de la nacionalidad francesa, a saber la ciudadanía francesa. Desde el momento en que un hombre se convierte en ciudadano francés, sus orígenes étnicos y demás ya no cuentan.

Se puede dejar a un lado el caso de las naciones en las que la ciudadanía está formalmente ligada a la pertenencia de un grupo étnico supuestamente homogéneo, como en Alemania y o en Israel, sea históricamente a un Staatsvotk que constituye la gran mayoría de la población, tal como el pueblo han en China. Estos caso históricamente excepcionales no pueden, en efecto, aclarar para nada e\ problema de \a constitución de una ciudadanía europea. Si el ideal de una ciudadanía como característica de un grupo homólogo se expandía, excluiría simplemente la posibilidad de instaurar una ciudadanía a la escala de Europa.

La segunda consideración se halla sobre la pregunta general de la permanencia de la noción de frontera, es decir sobre la crisis del modelo de estado bajo el cual vivimos desde la Revolución Francesa y al cual domina el mundo hoy en día. La terr^orialidad es la base de este modelo por el cual el Estado clama la soberanía directa y exclusiva sobre un territorio y todos sus habitantes, territorio delimitado con exactitud y sin ambigüedad salvo la abrogación específica que equivale precisamente a la “extraterritorialidad”.

¿Habría que recordar que la mayor parte de los sistemas de poder político que se conocen en la historia han sido sistemas de dominación o de jurisdicción sobre un grupo de hombres en los que el estatus territorial era secundario?

Para el Estado moderno, la territorialidad es tan central como reciente. Para no tomar sino un ejemplo, no es sino hasta 1868, es decir dos siglos después del tratado de los Pirineos, que la frontera franco-española ha sido establecida como línea geográfica delimitante a un lado lo que es francés y lo que es español al otro. Pues bien, a partir del momento en que el mundo se componga únicamente de unidades políticas territoriales, la situación de las personas privadas de pertenecer a un territorio se hará aberrante debido a que entonces perderán la única base de toda existencia civil y política.


Desde el final de la Primera Guerra Mundial, la cual dio inicio al funesto hábito de los estados de expulsar sus ciudadanos, la comunidad se esfuerza, de todas formas sin mucho éxito, por solucionar los problemas de estos “apátridas” “personas desplazadas”, refugiados y demás. La reductio ad absurdum de la territorialidad ha sido perfectamente ilustrada con el caso de los cuatrocientos militantes islámicos expulsados de un país, rechazados por los otros y obligados a subsistir en la tierra de nadie que separa las fronteras hostiles de Israel y del Líbano.

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Es evidente que la territorialidad del Estado corresponde cada vez menos a las realidades económicas, sociales y políticas del mundo actual. Los actores económicos, principalmente, por su multinacionalidad, chocan en el desbordan ento del marco del Estado territorial.

La multinacionalidad no es una propiedad exclusiva de las empresas, ella pertenecen también a los hombres. Hoy día la revolución de los transportes y de las comunicaciones permite vivir, trabajar y participar en la vida política de manera casi simultanea en muchos países. Lo que transforma la situación del inmigrante que ya no mas es obligado en casi permanencia a desraizarse y, en consecuencia de abandonar tma identidad cávicay política chocando con otra. Y lo que disminuye la fuerza de la asimilac >n, es la principal fuerza para transformar el inmigrante en ciudadano del Estado-nación

La evolución hacia la Unión europea no creó este tipo de problemas para el Estado ten tor i, pero los subraya. Ella subraya igualmente las dificultades debidas a lo que la soberanía de un Estado sobre su territorio no es solamente exclusiva sino inmediata, conforme al propósito que se había fijado la Revolución francesa de eliminar toda la cantidad de instancias intermediarias entre el soberano y el último de sus sujetos que caracterizaba el feudalismo.

Ciertamente, esta falta de mediación en el ejercicio del poder nacional hizo posible la democratización de la política, pero fue hecho al precio de una disminución de la flexibilidad de este poder y de una reducción de su capacidad de adaptarse a las circunstancias particulares de un grupo o de una región. Es por ello que el modelo del Estado territorial no puede aplicarse a la unidad política de la Europa del futuro que tiene como precio la resistencia de los Estados actuales y/o de la opinión pública que se muestra insuperable en la mayor parte de ellos.

El descubrimiento del principio de “subsidiariedad” no es más que una forma de reanudar con la sabiduría de los imperios y principados que precedieron el Estado territorial. En la actualidad europea, los Estados miembros de la comunidad representan precisamente las instancias intermediarias, los “señores”, las corporaciones, las universidades y otras instituciones autónomas pero subordinadas que el Estado nacional-territorial ha hecho todo para eliminar.

Una Nueva Forma de Ciudadanía

Toda similitud entre los ciudadanos nacionales y los ciudadanos europeos se hunde a partir de que se introduce la cuestión de la democracia. El “Parlamento europeo” con sus elecciones un poco fantasiosas no es tomado en serio (a diferencia de la Comisión europea) no solamente porque la Comisión hace todo por minimizar toda forma de control democrático sino tamt en porque “Europa”, que no ha sido jamás un “pueblo” ni una “nación” y no da signos de una transformación en ese sentido, continuará en ese dominio de sufrir la competencia de los Estados actuales.


No existe pues un electorado europeo. No existe mas que electorados nacionales que son llamados, de tiempo en tiempo, para elegir una parte de una asamblea con funciones oscuras y dominadas por extranjeros.

Los electores de los países miembros votan en función de su política nacional y la elección europea no tiene denominador común. Probablemente la única forma de crear una verdadera conciencia democrática a escala europea sería eligiendo un presidente de Europa -es la única elección presidencial que urraca la política de los Estados Unidos- con tal que el elemento nacional pueda ser eliminado de la lucha política. »

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Esto no es impensable pero, en las condiciones políticas actuales, es poco probable. Es inútil recordar que desde que la democracia electoral no es ya el terreno de una s ’ nple escogencia o elección entre programas operado por ciudadanos a título individual, la legitimidad del voto mayoritario peligra perderse.

Que la derecha acumule mas votos que la izquierda no destruye la legitimidad de un gobierno. Aunque la mayoría representa el bloque compacto de los protestantes, la minoría de los católicos (como en Irlanda del Norte), o que la alianza de los croatas y de los musulmanes gana el referéndum sobre la independencia de Bosnia contra la minoría servia, tenemos que es incompatible con el significado legítimo del voto democrático, al menos por las minorías.

El hecho es que en la coyuntura actúa los “nacionalismos regionales” se han vuelto tendendalmente no menos sino mas exclusivos que los nacionalismos de Estado (el ejemplo de las Liga italianas aquí suena como una advertencia). Igualmente la ubicación de la ciudadanía europea comienza mejor por el espacio de policías y la restricción del derecho de asilo (Schengen, Dublín) que por una participación democrática ensanchada. En consecuencia, está bien en el centro la ecuación ciudadanía=nacionalidad, en el análisis y la crítica del concepto “comunidad” que ella define, debe llevar a la reflexión y la búsqueda de las dinámicas de transformación.

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El debate sobre la ciudadanía europea hoy puede parecer académico, de los menos vistos en Francia. Como si solo se tratara de una utopía destinada a dejar el lugar, tarde o temprano, a las preguntas “reales” de la política.

Por tanto fue 1994 la fecha de entrada en. vigor del tratado de Maastr^ht. Una etapa irreversible debería ser atravesada en el surgimiento de una entidad política nueva.

Mas allá de las formulas juríc -cas -algunas veces sabiamente equívocas- esa definición no siempre cubre alguna unanimidad, ni entre los componentes nacionales ni en el seno de cada una de ellas. Pero, defacto, ella no puede dejar sin cambios las relaciones civiles entre residentes del estado europeo, ni mucho menos su estatus personal y colectivo.

Sobre este aspecto no es aparentemente paradójico sostener que la convergencia de las revisiones constitucionales (en Alemania, en Francia y en Países Bajos) y las medidas de control del íluj o de personas a la “frontera comunitaria” podría tener mayores consecuencias que la divergencia persistente de políticas comerciales y monetarias y el reconocimiento de hecho de una construcción “a varias velocidades”.


Pues también por mucho tiempo todas las señas de “Estado de derecho” no habrán desaparecido formalmente de nuestro espacio político, la anti-ciudadanía que representa la reglamentación de la exclusién o el pod^r elevado de los aparatos de represión sin un crecimiento correlativo de las posibilidades de control democrático, implican una redefi] ión latente de la misma ciudadanía. Y esta redefinición, quiéranlo o no, tiene como marco, y por pre-supuesto, el espacio europeo, tomando poco a poco las características de un territorio.

Es muy urgente mantener abierta la dialéctica de las diferentes nociones aquí implicadas, necesariamente juntas, pero de ninguna forma sinónimas: aquellas de comunidad y de exclusión, pero tamt én aquellas de ciudadanía de los Europeos (entendiendo por esto, primero, la identidad de “origen”, luego la pertenencia nacional previa con la que franceses, alemanes, griegos, etc. entran en el campo de los derechos y de las obligaciones común arias), de ciudadanía europea.

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Estas- observaciones nos llevan a la conclusión que no hay relación de s n itud entre una ciudadanía nacional y una ciudadanía europea, a pesar de la definición completamente territorial de “la Europa” misma. Una Europa federal no sabría ser un Estado del modelo corriente, es decir un Estado con identidad y ciudadanía única.

No tenemos la costumbre de una ciudadanía con muchos niveles ni de identidad política múltiple, pero todas las dos corresponden mejor a la situación actual que la representación vigente. Por otra parte, ciertas experiencias que ilustran existen ya: por ejemplo el caso de los inmigrantes rlandeses en Gran Bretaña quienes tienen el derecho de voto como no todo ciudadano britái„co, guardando el derecho de voto en la República irlandesa (pero sin reciprocidad para los Británicos).

Los problemas que acabo de plantear no son, a decir verdad, únicamente relativos a una eventual ciudadanía europea. Se hallan en todos los Estados en una época donde el modelo de Estado nacional-territorial, hijo de la era de las revoluciones burguesas, deja de ser capaz de estructurar las realidades del mundo actual. Haría falta buscar un modelo que se adapte mejor al tercer milenio. Es en el curso de esta discusión que descubriremos en medio de otras cosas si una ci idadanía europea es posible. E3

Traducido al español por:

FAIBER ENRIQUE IBARRA MOSQUERA VIII Semestre de Lengiias-'ñiodemas. Revisado por:

GERMAN ALFONSO LOPEZ DAZA Catedrático de derecho constitucional USCO