Revista Estudios Psicosociales Latinoamericanos

ISSN 2619 - 6077



Revista Estudios Psicosociales Latinoamericanos -RELP
repl@usco.edu.co

DOI: / Vol. 4, 2021 / pp. 32-55 / ISSN 2619-6077



Entre el recuerdo y el olvido. Dos masacres estudiantiles en México:2 de octubre de 1968 y 10 de junio de 1971

Between lost memories and forgot. Two students massacres in Mexico:October 2, 1968 and June 10th, 1971



Jorge Mendoza García. jorgeuk@unam.mx

Universidad Pedagógica Nacional, México


Amílcar Carpio Pérez. ozomatli_acp@hotmail.com

Universidad Pedagógica Nacional, México.


Javier Zavala Rayas. jzavala@uaz.edu.mx

Universidad Autónoma de Zacatecas, México


Recibido: 28-junio-2021
Aceptado: 14-febrero-2022

Resumen


Dos matanzas estudiantiles en un lapso breve, menos de tres años. México en los años sesenta y setenta del siglo XX vivió en una lógica autoritaria y de represión en distintos órdenes sociales y políticos. De la matanza de Tlatelolco ya han transcurrido 53 años, del Jueves de Corpus va a cumplirse medio siglo. El trabajo que presentamos es una reconstrucción narrativa por parte de participantes de esos dos movimientos y que sobrevivieron a las balas que esos días apagaron incontables vidas de sus compañeros. La reconstrucción se efectúa desde la perspectiva teórica de la memoria colectiva; en términos metodológicos se trabaja desde la narración. Se entrevista a participantes de ese entonces y a jóvenes actuales para conocer el significado de esos eventos a varias décadas de distancia; lo colectivo, es que estos sucesos resultan de especial relevancia desde una lógica grupal.

Palabras clave: Memoria colectiva, narración, Tlatelolco, Jueves de Corpus.


Abstract


Two student killings in a short span of time, less than three years. Mexico in the sixties and seventies of the twentieth century lived in an authoritarian and repressive logic in different social and political orders. Fifty-three years passed since the Tlatelolco massacre. Corpus Christi Thursday will be half a century. This work is a narrative reconstruction by the participants of these two movements who survived the bullets that in those days extinguished countless lives of their companions. The reconstruction is carried out from the theoretical perspective of collective memory. In methodological terms, one works from the narrative. Participants and young people who signify these events several decades away are interviewed; the collective, is that these events are of special relevance from a group logic.

Keywords: Collective Memory, narrative, Tlatelolco, Corpus Christi Thursday



Cómo citar este artículo: Mendoza, J., Carpio, A. & Zabala, J. (2021). Entre el recuerdo y el olvido. Dos masacres estudiantiles en México: 2 de octubre de 1968 y 10 de junio de 1971. Revista de Estudios Psicosociales Latinoamericanos, 4: 32-55.



1968 y 1971: las gestas estudiantiles


Los movimientos estudiantiles en México, al menos desde la segunda mitad del siglo xx, han sido una constante. Especialmente los años sesenta y setenta fueron de expresiones de descontento y rebeldía en las universidades públicas de una buena parte del país. En el norte, el centro y sur se vivió una álgida movilización estudiantil contra las formas autoritarias del gobierno, tanto federal como estatal.


En el libro El otro movimiento estudiantil se hace una revisión de los conflictos universitarios en el país desde los años cincuenta: en abril de 1959 estalla la huelga en el Instituto Politécnico Nacional (IPN), demandando, entre otras cosas, una nueva Ley Orgánica; en septiembre el ejército toma las instalaciones. Al mismo tiempo, se efectúa una huelga en las normales rurales, la Escuela Nacional de Maestros (ENM) y la Escuela Normal Superior (ENS). Entre 1961 y 1963, hay especial agitación en la Universidad de San Nicolás de Hidalgo (la después Michoacana), el problema gira en torno a una nueva Ley Orgánica. La lucha en pos de la democracia universitaria también se desarrolla en esos años en la Universidad Autónoma de Guerrero (UAG) asimismo, hay conflicto a inicios de los sesenta en la Universidad Autónoma de Puebla (UAP). Tanto en Morelia como en Puebla, la acusación a los estudiantes inconformes es de ser “comunistas”. En esta última ciudad durante una marcha se gritaba: “¡cristianismo sí, comunismo no!” (De la Garza, Ejea y Macías, 1986, p. 33).


Para 1964, los estudiantes asumen que es necesaria la coordinación más allá de sus centros locales, y se reúnen en la ciudad de Morelia, Michoacán, en lo que llamaron Conferencia Nacional de Estudiantes Democráticos (CNED), un primer intento de unificación del movimiento estudiantil: entre los años de 1966 y 1968 hay una gran agitación estudiantil en las universidades, lo cual es el preámbulo del movimiento más nacional de 1968. En Tampico, Durango, Coahuila, Puebla, Guerrero, Morelia, Nuevo León, Tabasco, y en la ahora Ciudad de México, principalmente en el IPN y en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) la inconformidad se tornaba rebelde. Entre 1966 y 1976 en la Universidad de Sinaloa se desarrolla un gran movimiento por la democratización de su centro de estudios, las acusaciones de “comunistas” a los dirigentes no se hacen esperar; pero hay otra lectura: este movimiento estudiantil es el “preludio de las grandes acciones y radicalización de los primeros años de la siguiente década, cabe destacar el carácter democrático y eminentemente estudiantil del mismo” porque “se luchaba en contra de una estructura de gobierno universitario que impedía que los estudiantes participaran en las decisiones importantes de la institución” (Garza, Ejea y Macías, 1986, p. 36).


Como puede advertirse, el movimiento estudiantil de 1968 tiene antecedentes diversos y en múltiples sitios del país. La inconformidad contra el autoritarismo y la lucha por la democracia en las universidades venía de tiempo atrás. Los estudiantes estaban en la lógica del antiautoritarismo, porque en el país imperaba una vertiente de corte totalitario, lógica que quería implementarse en la vida de las instituciones de educación superior. Ante ello, las inconformidades se manifestaban. Las acusaciones, fabricación de enemigos los señalamientos de “comunistas”, las más de las veces provenientes del poder, de la derecha y de los medios de comunicación, eran ya una constante antes de 1968 (Aguayo, 2018). En el gobierno se encuentra el Partido Revolucionario Institucional (PRI).


1968.Es el año de movilizaciones y protestas juveniles en distintos puntos del mundo: París, New York, Berlín, Madrid, Tokio y Praga, entre otros lugares (Fuentes, 2005; Magdaleno, 2018); en la agenda política se encuentran las resistencias anti-imperialistas en África y Asia, así como los movimientos de liberación en el continente americano, y la Revolución Cubana y el Che Guevara.


México no se sustrae a este panorama, y se desarrolla una fuerte y marcada protesta juvenil y estudiantil durante ese año


Se señala el inicio del conflicto el 22 de julio, cuando se presenta una riña entre estudiantes de dos planteles. La fuerza pública agrede a los grupos, se mete a una escuela y arremete contra estudiantes y profesores. Se convoca a una marcha para protestar por la actuación de la policía, manifestación que coincide con una convocada para celebrar el aniversario de la Revolución Cubana el 26 de julio. Un grupo de estudiantes se dirige al centro de la ciudad, al Zócalo, son interceptados por los granaderos y se desata la trifulca, resultando heridos de ambos bandos, siendo arrestados varios estudiantes. El 30 de julio se incrementa la represión y el gobierno da muestras de la ruta de represión que tomará: soldados avanzan hacia escuelas de la UNAM y del IPN


El 2 de agosto se crea el Consejo Nacional de Huelga (CNH), inicialmente con integrantes de la UNAM y el del IPN, después se incorporan estudiantes de otras universidades. El 3 de agosto se formulan las demandas, que luego se conocerán como pliego petitorio: 1. Libertad a los presos políticos (los detenidos durante el movimiento); 2. Derogación del artículo 145 y 145 bis del Código Penal Federal (en que se establece la disolución social); 3. Desaparición del cuerpo de granaderos; 4. Destitución de los jefes de la policía (que habían estado al frente de la represión); 5. Indemnización a las víctimas de los actos represivos, y 6. Deslinde de responsabilidades de los funcionarios involucrados en los actos de represión. Dicho pliego debía solucionarse mediante la realización de un diálogo público. El 13 de agosto se realiza una manifestación del Casco de Santo Tomás (IPN) al Zócalo: se calculan unos 200.000 asistentes.


En el informe de gobierno, el 1 de septiembre, el presidente acusa que hay un intento por boicotear los Juegos Olímpicos, que inician el 12 de octubre. El 13 de septiembre se realiza una manifestación denominada del silencio, que culmina en el Zócalo, se calcula que asisten unas 250,000 personas. El 18 de septiembre el ejército ocupa Ciudad Universitaria y el 24 ocupa el Casco de Santo Tomás (Ramírez, 1969). El 2 de octubre, un grupo paramilitar llamado Batallón Olimpia dispara contra la multitud que se congrega en un mitin pacífico en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco; previamente el ejército había rodeado la plaza y realizó disparos en dicho sitio. Innumerables muertes: la cifra real no se ha conocido.


1971.En el poder se encuentra el mismo grupo, el del PRI. Quien era Secretario de Gobernación cuando la masacre de Tlatelolco, ahora es presidente del país, Luis Echeverría Álvarez; anuncia un supuesto viraje hacia la izquierda, y algunos intelectuales le compran la idea: es su propuesta o el fascismo, acusan (Ortega, 2006).


Quienes asumen que la lucha por la democracia en donde se encuentran debe desarrollarse, es la comunidad de la Universidad de Nuevo León. En esta ocasión, la demanda de democratización de los universitarios tiene dos elementos clave: una nueva Ley Orgánica y la autonomía universitaria.


El rector en turno, se suma a las propuestas democratizadoras. Para lo cual se organizaron, marcharon, demandaron, y al final el gobierno local no los consideró. Era febrero de 1971; para marzo el gobernador, en la lógica de autoritarismo, impone una Ley Orgánica que no brindaba democracia, además de nombrar a un nuevo rector, un militar, lo cual intensifica las protestas. La policía entra a la universidad y desaloja a los estudiantes, la violación de la autonomía universitaria los enardece. Por su parte, la prensa local acusa de comunistas a los universitarios opositores. Las protestas arrecian, la policía detiene al ex-rector y a un grupo de estudiantes, en total suman más de cien los detenidos. Se puede advertir que la represión va en aumento. En ese contexto, y en el mismo tono unilateral, el presidente Luis Echeverría hace caer al gobernador; nombra a su sustituto y éste restituye al anterior rector. Lo que había detonado el conflicto, la autonomía y la Ley Orgánica, sigue en la agenda de demandas (Guevara, 1988; Ortega, 2006).


En la Ciudad de México los estudiantes, herederos de los comités de lucha del movimiento de 1968, se reorganizan alrededor del Comité Coordinador de Comités de Lucha (Coco) de la UNAM y del IPN; desde esa instancia discuten para coordinar actividades de solidaridad con el movimiento en Nuevo León. Por acuerdo, deciden marchar de San Cosme (a un costado del IPN) al Monumento a la Revolución el 10 de junio. Después de lo sucedido en Tlatelolco, no se había realizado marcha alguna: “es la primera gran demostración en las calles desde el 2 de octubre de 1968 y, al mismo tiempo, sería también la primera gran prueba para el nuevo gobierno” (Condés, 2001, p. 14). A poco de haber salido la marcha, son interceptados por un grupo paramilitar que, después se sabrá, son los Halcones. El gobierno declara que no hay tal grupo paramilitar y responsabiliza a las fracciones estudiantiles de distintas ideologías de lo ocurrido. Al jefe del Departamento del Distrito Federal (DDF; hoy Ciudad de México) lo hace renunciar Luis Echeverría (Montemayor, 2010).


Hasta aquí un breve bosquejo de los dos movimientos estudiantiles y sus respectivos desenlaces: dos tragedias en menos de tres años.


Entre recordar y olvidar: queda narrar


La sociedad en su presente, se encuentra derivada de una disputa entre recordar y olvidar. Las memorias de lo que sí debe relatarse y lo que debe omitirse del pasado impactan y trazan lo que en el presente vivimos. Las sociedades están hechas de memorias y de olvidos. Qué se recuerda y qué se olvida, en buena medida está delineado desde una lógica de poder. Al menos esos han sido los intentos en distintos momentos y en diferentes sociedades. De ahí que haya que hurgar en estas dos perspectivas conceptuales, para aportar elementos para el análisis de los dos movimientos estudiantiles que aquí se abordan.


La memoria colectiva es ese proceso de reconstrucción de un pasado vivido y/o significado por un grupo, sociedad o colectividad (Fernández Christlieb, 1994); es ésta una perspectiva presentada en 1925 por Maurice Halbwachs en un magnífico texto: Los marcos sociales de la memoria. La propuesta de la memoria colectiva señala que es el grupo, y no el individuo, la entidad que recuerda, y es el significado, y no el dato, lo que se recuerda, es decir: no el suceso sino lo que significa el acontecimiento. Y en ese caso, son los grupos los que nos señalan qué ha de ser relevantes para nosotros, y lo hace a partir de lo que el autor denominó marcos sociales, como el tiempo, el espacio y el lenguaje.


Esos puntos de inflexión, fijos, de apoyo, son una especie de “sistema de algún modo estático de fechas y lugares, que nos los representaríamos en su conjunto cada vez que deseáramos localizar o recuperar un hecho" (Halbwachs, 1925, p. 175), como una fecha relevante, la del aniversario de un evento que nos ocurrió y que se presenta como una coordenada que permite situarlo y localizarlo, por ello, el contenido puede modificarse, pero los marcos, asentados como son, se mantienen: “son aquello fijo donde puede apoyarse lo que se mueve” (Fernández Christlieb, 1994, p. 95). Los marcos son entidades sociales y simbólicas: son significativos en la medida que se acuerdan colectivamente, y que se convienen, igualmente, con los grupos: una fecha resulta de interés para la gente en la medida que les “dice” algo, que les interpela, que les comunica algo significativo, pues de no ser así se presentarían como algo ajeno y sin interés


Con las fechas, se encuentra el espacio; la esquina del barrio que puede tener sentido para las bandas de jóvenes que en ella se reúnen, y puede resultar ajena para los visitantes o adultos de la zona; un sitio logra contener los sucesos que ahí han ocurrido, como una muerte, una celebración o una vida, como sucede con las casas que habita la gente toda la vida y se niega a desalojarla ante los temblores, como ha ocurrido en la Ciudad de México. Sobre ese emplazamiento como espacio social, Gastón Bachelard (1957, p. 30) expresa: las imágenes de la casa marchan en dos sentidos: están en nosotros tanto como nosotros estamos en ellas”. En efecto, así ocurre con el espacio habitado: nos incorporamos y nuestros recuerdos ahí se inscriben. La casa, al igual que Tlatelolco, contiene memoria. Así son los marcos, posibilitan, y así es el sentido, permite sentir los momentos y los sitios. Por eso suele esgrimirse que los lugares traen recuerdos, porque exactamente así sucede, lo cual saben perfectamente los grupos que demandan o levantan placas o grafos conmemorativos en lugares significativos. Al respecto Paul Ricoeur (2004, p. 159) argumenta: “los marcos sociales dejan de ser una noción simplemente objetiva, para convertirse en una dimensión inherente al trabajo de rememoración”. Lo propio ahí se aloja


En efecto, la memoria está constituida de lo significativo, de acontecimientos con sentido para un grupo que los vivenció y después los comunica. En tal sentido, la memoria colectiva cobra forma de espacio o tiempo social, de lugar o fecha: el 2 de octubre en Tlatelolco, el 10 de junio en las inmediaciones del metro Normal, por citar dos casos. Existen múltiples conmemoraciones que para un grupo o sociedad adquieren sentido y alrededor de las cuales se unifican, en términos espacio temporal.


Asimismo, no recordamos solos, sino con ayuda de los recuerdos de los otros, pues los recuerdos propios se edifican sobre la base de los recuerdos de terceros. Ocurre con cierta frecuencia que los recuerdos que uno considera propios en algún momento se han tomado de otros: "nuestros recuerdos se encuentran inscritos en relatos colectivos que, a su vez, son reforzados mediante conmemoraciones y celebraciones públicas de acontecimientos destacados" (Ricoeur, 1999, p. 17). Según este planteamiento, los recuerdos, por personales que se crea que son, lo son de sucesos, de pensamientos y de nociones que otros también poseen, ya sean personas, grupos, lugares, fechas, palabras o formas del lenguaje, también con razonamientos e ideas, se evocan con toda la vida material y moral de las sociedades de las cuales formamos o hemos formado parte (Halbwachs, 1925). En efecto, la memoria se construye sobre la base de relaciones con otras personas, con sitios, fechas, objetos y significados que se delinean socialmente, todo esto mediado por los grupos en que participamos. Por caso, sucede repetidamente con las memorias sobre la infancia: en buena medida, suelen ser lo que nos narraron nuestros padres y que hemos significado como propios (Blondel, 1928). La memoria colectiva es, de principio a fin, relacional. Se conforma con los otros, en sociedad (Halbwachs, 1950; Ricoeur, 2004). La memoria es civil, de a pie, de la vida cotidiana y no busca imponerse, no busca desplazar otros relatos pretéritos ni coartarlos.


El olvido social. Ha sido tema de trabajo en diversas disciplinas sociales, como la antropología, la sociología, la psicología y la historia. No obstante, el concepto de olvido social ha sido poco teorizado. Podríamos decir que de manera más o menos reciente ha cobrado notoriedad, especialmente por el siglo XX convulsionado que se vivió y lo que trajo en distintas naciones la eliminación de memorias disimiles. Las prácticas que sobre el olvido se desarrollan, no obstante, vienen de lejos, de tiempo muy atrás. Desde una perspectiva psicosocial, el olvido social puede concebirse como la imposibilidad de evocar o expresar acontecimientos significativos que en algún momento ocuparon un sitio en la vida del grupo, colectividad o sociedad, y cuya comunicación se ve bloqueada o prohibida por entidades supra grupales como el poder. Los grupos de poder pretenden silenciar o relegar sucesos significativos de una colectividad, pues implican un obstáculo para lograr la legitimación que buscan en el presente. Por ello, se entiende su pretensión en imponer una versión particular sobre el pasado vivido y experimentado por una sociedad (Mendoza, 2016).


El olvido que puede afianzarse en una sociedad de distintas maneras, aquí podemos mencionar al menos tres: i) un tipo de olvido que se cree necesario para que una sociedad se movilice en el presente; algunos de los autores que reivindican esta postura son Friedrich Nietzsche (1874) y Tzvetan Todorov (2000); ii) otro tipo de olvido es el que contiene el exceso de modernidad en las grandes ciudades, una especie de rapidez social, que han analizado, por ejemplo, Emilio Lledó (1992) y Milan Kundera (1978), y iii) un tercer tipo de olvido, proveniente del poder que dictan los grupos que intentan imponerse (Mendoza, 2016). Este es el que ahora nos interesa, dado lo que se analiza en este trabajo.


Esta forma de olvido ha sido un ejercicio recurrente, diversos grupos en distintos momentos lo han puesto en práctica para mantenerse y legitimarse al momento de asumir un cierto poder. Los grupos que desean imponer su visión del pasado recurren a omisiones y supresiones discursivas de múltiples sucesos que ocurrieron en el pasado, con la intención de imponer una sola versión sobre el pretérito, practicando un tipo de olvido para mostrarse como aquellos que provienen de un pasado que desemboca lógicamente en el presente que los legitima. Para llegar a este tipo de olvido, se vuelve necesario saber que hay diversas memorias, y acto seguido desbordarla o vaciarla (Yerushalmi, Loraux, Mommsen, Milner, y Vattimo, 1989). Este olvido impuesto, se expande originariamente desde las instituciones, sean políticas, académicas, educativas, militares, eclesiásticas, etcétera, y de cumplir con su cometido, después se desdoblan en huecos sociales en una colectividad. Puede advertirse que el olvido social tiene una cierta relevancia con respecto a la producción y mantenimiento del orden social del presente


En la traza del olvido se ponen en marcha diversos procesos, como el manejo de la información, la implementación de la versión única, prácticas como la omisión, el silencio, o el manejo de discursos por parte de expertos, por ejemplo, de algunos historiadores como especialistas sobre temas del pasado. De igual manera, se echa mano de otras formas, como ir borrando ciertas inscripciones y sustituirlas por otras versiones, todo un mecanismo con el que se comienza a implementar el olvido social.


A diferencia de la memoria colectiva, el olvido social tiene un nivel desde donde, prioritariamente, ejerce sus prácticas: el del poder. Desde ahí se ejercen posiciones de privilegio: desde las instituciones, desde sus cúpulas, desde donde se puede dictar, decretar, imponer, ejecutar, quemar, reprimir, aterrorizar, entre otras más, que posibilitan la suspensión de los recuerdos. No es desde posiciones marginales, desde sitios alternativos, desde lugares periféricos, de donde parten las instrucciones para que la desmemoria se aposente en las colectividades y sociedades, esto más bien se ejerce desde los sitios del pensamiento autoritario, desde donde se trama y despliega todo el operativo para que el olvido sustituya a la memoria, porque el objetivo no es que cohabiten el olvido al lado de las memorias, si ello fuera posible, sino que el primero reemplazando a las segundas. En tal caso, el olvido va sustituyendo a las memorias, tomando su lugar, generando vacíos.


En un sentido conceptual, el poder es esa práctica asimétrica de recursos: no se posee, se ejerce; no es sólo un privilegio de la clase dominante, es un efecto de las posiciones estratégicas que mantienen, y se manifiesta en los dominados, pues suele estar en las “altas esferas”, centralizado en las instituciones y en el funcionamiento del discurso organizado. El poder invalida, prohíbe, se erige como un discurso que penetra en amplias capas de la sociedad; es totalizante, pues se manifiesta en distintos ámbitos, y se expresa en la coacción, donde no se enmascara, está justificado y puede formularse en términos de ejercicio de dominación, del bien sobre el mal o del orden sobre el desorden (Foucault, 1981, p. 12). Y el poder le apuesta al olvido. El olvido social se contrapone a la memoria, van en sentidos inversos. El poder, por ejemplo, omite, prohíbe o impone silencio sobre las versiones que le incomodan. Veamos.


El olvido, como el silencio, intenta que lo que antes concernía a una colectividad o sociedad, ahora solo sea parte del repertorio de un pequeño grupo o de un individuo, esto es: manda a la esfera privada lo que debía ser parte de la esfera pública, de lo comunicable. En el sitio público se manifiesta la palabra, el logos, lo que compete a los ciudadanos, la polis; lo que es de relevancia para la colectividad. Lo de interés común se comunica sobre todo con palabras, el logos es público, se enuncia lo que hay que conocer, no esconder sino manifestar, comunicar, intercambiar: se notifican ideas, pensamientos, palabras. El intercambio de ideas y la comunicación difícilmente se presenta en una esfera estrecha, en un espacio privado. Lo privado es esa zona en donde la gente se “repliega”, se “retira”; es el sitio donde se colocan los asuntos que no conciernen a los demás, de lo que no se habla ni divulga porque no pertenece al sitio abierto y, por tanto, se protege: “el poder privado ha de resistir hacia fuera, los asaltos del poder público” (Duby, 1985, p. 13).


Al poder, llámese grupo de control en el gobierno o una institución, le incomodan ciertas versiones del pasado porque les resta legitimidad o no les permite tener control en el presente. En consecuencia, decretará que se omitan, releguen o silencien ciertos sucesos que no le pongan en tela de juicio su dominación. Una fórmula de acallar lo que no se quiere que se exponga en la esfera pública es la censura, esa forma de supervisión del comportamiento público (Gómez de Silva, 1985): el censor evalúa y juzga lo que es pertinente de expresarse en el espacio abierto, sea comportamiento, manifestación, palabra,signo o escritura. Y eso, que deseaba comunicarse, ha de recluirse en la esfera privada; al respecto se guarda silencio.


No es el silencio poético ni el de pausa entre las palabras al que se alude en esta formulación del olvido. Entendiendo que el sentido del silencio es relacional, el silencio del que aquí se trata es aquel que intenta ocultar deliberadamente algo, que se realiza desde ciertas posiciones privilegiadas, como la del poder (Coetzee, 1996). Es decir, existen instituciones o pensamientos totalitarios y/o excluyentes que practican el silencio con el fin de ocultar cosas, objetos, sucesos e información que a la sociedad le competen, sacándolas del espacio público y llevándolas al espacio privado, como si se tratara de un asunto doméstico o personal. Guardar silencio sobre lo que uno hizo o es, no necesariamente genera malestar ni daño, ni se hace con fines de imposición. Ocultar, guardar silencio sobre acciones, masacres, crueldades, segregaciones, periodos cruentos que practicó el poder, pueden resultar deletéreas para una sociedad. En su forma excesiva este silencio se presenta como uno impuesto, ese tipo de mutismo es el que se cuestiona: el tesón de las dictaduras, ese que inicia aniquilando la palabra, sobre todo la palabra pública, aquello que no se puede enunciar por tener la amenaza a un costado: “el dominio del silencio y la palabra” ha sido y es “una característica de la autoridad institucional” (Le Breton, 1997, p. 58).


En ese sentido, y parafraseando la sentencia wittgensteineana: “si los límites del lenguaje… significan los límites de mi mundo”, la realidad social no contiene aquello de lo que no se habla: “lo que no se cuenta no existe. Lo que nunca ha sido el objeto de un relato, de una historia, no existe. Los tiranos lo saben muy bien y por eso borran los rastros de aquellos a quienes intentan reducir a la nada” (Perrot, 1999, p. 61). Distintos actores han sido borrados, por acción del silencio, en los relatos de la remembranza y, en este caso, certeramente señala Michelle Perrot, las mujeres han sido “las mudas, las ausentes, las olvidadas de la historia”; las mujeres de las que se habla son las excepcionales, una especie de “grandes hombres” (1999, p. 55). Las mortales y pequeñas, no han existido, no son sujeto de relato.


En efecto, el poder calla los sucesos que le resultan incómodos para su óptimo ejercicio, como los actos de terror que practica. Las matanzas estudiantiles, por ejemplo; en cambio su contraparte, la memoria, se empeña en no ocultar esos sucesos, en mostrarlos, en narrarlos.


Narrando. El olvido impone el silencio; la memoria se comunica con lenguaje, implementa la narración. El olvido se mueve en la esfera de lo privado, buscando ocultar lo lóbrego de una sociedad; la memoria pretende entrar al espacio público, para que se reconozca y signifique lo acontecido. Una forma de hacerlo es relatar, narrar aquello que el poder intenta acallar.


Entendidas como una forma del discurso y un modo de organizar la experiencia, las narraciones cuentan con una secuencia singular de sucesos, donde la gente es considerada en términos de personajes que representan un papel; el significado de los componentes está determinado por la configuración global de las secuencias en la trama o relato. Puede expresarse en estos términos: una historia da cuenta de acciones y experiencias de ciertos personajes, reales o imaginarios; que se encuentran en situaciones que cambian y a las que reaccionan. Los cambios dan cuenta de aspectos ocultos de las circunstancias y personajes, provocando situaciones problemáticas que requieren de nuevos pensamientos y acciones. La respuesta que se emprende ante estas situaciones lleva a concluir la historia (Ricoeur referido en Bruner, 1990, p. 56). La trama, real o imaginaria, no disminuye el poder del relato. La narrativa vincula lo excepcional con lo canónico de lo que se dice sobre la vida humana, dotando de un lazo de cercanía a lo extraño e inusual, volviéndolo inteligible; quizá por eso Ricoeur (1985) señalaba que con la narración el tiempo se volvía un tiempo social, un tiempo humano, comprensible. De esta manera, la continuidad de ciertos patrones culturales, al menos en una de sus vertientes, se posibilita por su capacidad para resolver conflictos, para explicar las diferencias y renegociar los significados de los grupos. Esta negociación de significados es posible mediante el aparato narrativo que proporciona una colectividad para hacer frente a lo canónico y lo excepcional (Bruner, 1990). Los distintos discursos de la vida social se articulan vía narración; sucesos aparentemente aislados y sin relación se presentan de una forma cohesionada e interdependiente (Cabruja, Iñiguez y Vázquez, 2000; Fernández Christlieb, 2006).


Ahora bien, la memoria colectiva para mantenerse y continuarse, debe comunicarse. Dicha comunicación se logra las más de las veces compartiéndola de manera narrativa: “nuestra experiencia de los asuntos humanos viene a tomar la forma de las narraciones que usamos para contar cosas sobre ellos” (Bruner, 1997, p. 152). Justamente, lo que ha vivido el mundo social se estructura por concepciones profundamente internalizadas y narradas en la cotidianeidad, así como por “las instituciones históricamente enraizadas que una cultura elabora para apoyarlas e inculcarlas” (Bruner, 1990, p. 68).


Halbwachs habla de marcos sociales donde se contiene el recuerdo, y para expresarlos se tiene a la narrativa, en tanto que la modalidad narrativa es también un tipo de cuadro, una manera de enmarcar la experiencia, y de esta manera “lo que no se estructura de forma narrativa se pierde en la memoria” (Bruner, 2002, p. 66). Baste recordar que el marco social más fuerte de la memoria colectiva es el lenguaje (Halbwachs, 1950).


Sobre el método


Los resultados aquí presentados se inscriben en un proyecto denominado Recordando y narrando: la exploración de movimientos estudiantiles en México. El periodo de trabajo abarca de 2016 a 2020; para lo cual se revisaron y registraron: i) periódicos de la época; ii) materiales impresos por los estudiantes, volantes, carteles, folletos; iii) textos que publicaron algunos de los participantes y/o investigadores; iv) eventos de conmemoración, como marchas, mesas, foros, conferencias, presentaciones de materiales; v) entrevistas. Se realizaron alrededor de 300 entrevistas, principalmente en la Ciudad de México; algunas de ellas se han utilizado para este artículo.


Ahora bien, la narración es también un método-proceso de investigación que permite hablar sobre las relaciones y prácticas de la gente, ese sitio donde lo personal y lo social se entrecruzan a manera de diálogo entre investigador e investigado, es un proceso en el que puede hablarse de “prácticas discursivas”, porque las narrativas van recreando o reconstruyendo la realidad que van relatando: las narrativas son una acción conjunta (Biglia y Bonet, 2009). En cuanto a la técnica, se desarrollan las “narrativas discontinuas”, que ponen el acento en el argumento y quien enuncia, y al final es una voz colectiva, compartida, que vierte sus significados; mostrando, de esta manera, diferentes puntos de vista de una misma trama, donde el relato tiene un autor y desde ahí se reconstruye. En los fragmentos de entrevistas en que aparece el nombre completo, es porque así lo autorizo el entrevistado; en otros casos, aparece el seudónimo.


De los objetivos de la investigación y la parte conceptual se derivan algunas categorías o ejes de análisis. Otras más provienen de las entrevistas realizadas, en tanto que se ajustan a los objetivos de la investigación. Aquí se presentan tres de esos ejes: a) Tlatelolco, 2 de octubre: el significado, b) 10 de junio, Casco de Santo Tomás: la reconstrucción, c) Las dos matanzas: memoria narrada.


Las matanzas estudiantiles: entre olvido y memoria


A finales del siglo XX la noción de memoria colectiva se perfiló como concepto clave para las investigaciones relacionadas con las persecuciones políticas, las guerras de baja intensidad, las desapariciones forzosas, la represión contra movimientos sociales, entre ellos los estudiantiles, sucesos en los que el principal represor ha sido el Estado.


En tal caso, hablar de memoria es hablar de situaciones ligadas al dolor. Al reflexionar sobre este tipo de conmemoraciones marcadas por una fecha nefanda, Cristina Godoy afirma sobre el 24 de marzo en Argentina (día que conmemora el aniversario del golpe cívico-eclesiástico-militar de 1968, y donde se recuerda a los muertos y desaparecidos civiles):


“son fechas negras para nuestra memoria colectiva. En estos aniversarios reflexionamos, tal vez con más intensidad que en cualquier otro luto, sobre los alcances de olvidar, perdonar o penalizar, en un Estado de derecho, los crímenes de lesa humanidad cometidos en periodos de dictadura. Nuestro recuerdo es invadido por chispazos de imágenes y perfiles recortados y dispersos, cargados de sentidos” (Godoy, 2002, p. 17).


En México se han ido acumulando una serie de fechas negras, de páginas silenciadas o borradas por la historia oficial y que, a pesar del esfuerzo del Estado por ocultarlas, banalizarlas, criminalizarlas u olvidarlas, de alguna forma siguen presentes en ciertos sectores de nuestra sociedad, por ejemplo, una fecha reciente, la del 27 de septiembre, que recuerda la desaparición forzada de 43 jóvenes estudiantes de la normal de Ayotzinapa, Guerrero, en la ciudad de Iguala en 2014. El 27 de septiembre es una fecha de dolor; Iguala es un lugar de dolencia.


2 de octubre y 10 de junio, en el caso revisado, son ese tipo de fechas que se han practicado como un día que moviliza principalmente a estudiantes de nivel media superior, universitarios y la sociedad en general, en la ciudad de México y en algunos estados del país. Poco más de cincuenta años han pasado desde que una generación de jóvenes estudiantes decidió organizarse y expresar públicamente su descontento ante los excesos de un Estado autoritario. En su mayoría estudiantes de la UNAM, del IPN y de la Universidad Autónoma Chapingo (UACH), y algunas universidades privadas, entre otras, se organizaron ante los actos violentos que se venían desarrollando durante la década de los sesentas e inicios de los setenta. El costo para estos jóvenes fue la represión y muerte de cientos de estudiantes que se manifestaron el miércoles 2 de octubre de 1968 en la plaza de las tres culturas en Tlatelolco y el jueves 10 de junio de 1971 en lo que ahora es la estación del metro Normal.


Son estos, dos momentos de un episodio doloroso y cruento de la sociedad mexicana, de la actuación extremista del Estado Mexicano (Montemayor, 2010). Dos momentos de una sola trama: la represión hacia las expresiones de descontento estudiantil; descontento dirigido contra el autoritarismo del gobierno; dos momentos clave para explicar parte del presente de nuestra sociedad. A poco más de 50 años de lo acontecido en el movimiento de 1968 y la manifestación de 1971, algunos de los sobrevivientes y quienes se consideran herederos de esas gestas reconstruyen lo ocurrido


Tlatelolco, 2 de octubre: el significado


La plaza de las Tres Culturas tiene largo memorial de tragedia. Durante el periodo denominado de conquista, al someter a la población nativa los conquistadores derramaron sangre; una placa levantada en el sitio da cuenta: “el 13 de agosto de 1521 heroicamente defendido por Cuauhtémoc cayó Tlatelolco en poder de Hernán Cortés”. El periodo denominado Colonia estuvo cargado de dolor; durante los sismos de 1985 el área se tiñó de mortandad; y el 2 de octubre de 1968, la matanza de estudiantes. Ese año, como se señaló, se desarrollaba el movimiento estudiantil popular más grande en la segunda mitad del siglo XX; un movimiento social amplio, una concentración pacífica, y ahí arremetieron contra la multitud:


“del 68, también, la masacre que desarrolla el Estado burgués mexicano, en ese tiempo encabezado por Gustavo Díaz Ordaz. Que después de un periodo de lucha de parte de los estudiantes, apoyados ya por el pueblo, que fueron apoyados por pueblo en ese tiempo, son masacrados allá en la plaza de las Tres Culturas; en la cual caen centenares de muertos y decenas de heridos. Y esos crímenes se mantienen en la total impunidad; eso es lo que recordamos, principalmente” (Alicia, comunicación personal, 10 de junio del 2018).


La memoria es una cuestión de continuidad, de comunicación, de ir relatando lo que ha acontecido en el pretérito, con la clara intención de que lo narrado permanezca en las generaciones que van llegando, para que se signifique en el presente, en este caso, el dolor de lo acontecido.


En el siguiente fragmento, extraído de una entrevista realizada en el punto de partida de la marcha, en Tlatelolco, a quien actualmente es una estudiante, se recuerda:


“hay todo un proceso de movilización, no solo del sector estudiantil, sino de diferentes sectores de la sociedad… el 2 de octubre hay una concentración en Tlatelolco, se dan las condiciones para la represión, tiene lugar digamos, este acto ya muy bien planeado orquestado, pero al final el Estado no… no se hace cargo de esto; él lo manifiesta como un enfrentamiento: hubo bajas, las bajas no solamente fueron estudiantes, repito, hubo personas de la sociedad civil que también, digamos, fueron alcanzadas por las balas del Batallón Olimpia… y eso es lo que se trata de mantener activo hoy: la memoria no es una cuestión de pasado, la memoria es qué consecuencias tiene en el presente y como nos sitúa como personas frente a una realidad que a 48 años no ha cambiado. Estoy aquí, no como una cuestión de inercia, sino como una necesidad de mantener activa esa reflexión, de cuál es nuestro papel como personas, quizás estudiantes...” (Isabel, comunicación personal, 2 de octubre de 2016).


Dos relatos que van dibujando lo acontecido aquella tarde en la Plaza de las Tres culturas. El movimiento estudiantil que se desarrollaba desde fines de junio iba en ascenso; la respuesta de parte de las autoridades era cada vez de más violencia. La violencia del Estado ascendía, la protesta se incrementaba. Los estudiantes, organizados alrededor del CNH, se dieron a la tarea de darle forma a lo que se denominó pliego petitorio, seis puntos, nada desproporcionado, pues en el terreno de los derechos democráticos se encontraban estas demandas. Para solucionar el pliego, demandaron un diálogo público, lejos de las prácticas cerradas en que tradicionalmente se resolvían los diferendos en México, la denominada “cultura de lo oscurito”.


Para el 2 de octubre acordaron realizar un mitin pacífico en la Plaza de las Tres Culturas, Tlatelolco. El acto estaba iniciando, y el ejército ya rodeaba la plaza; en uno de los edificios habitacionales estaba apostado un grupo de personas vestidos de civil, que portaban un guante blanco, era el Batallón Olimpia, grupo paramilitar que dispararía contra la multitud que se concentraba en la plaza (González, 1971; 2016). Por su parte, el ejército disparando contra el edificio donde se encontraban los oradores del mitin y los del guante blanco; en medio, la multitud: gente cayendo ante las balas; innumerables fueron los muertos. Quienes narran la tragedia, recuerdan el papel del gobierno y del grupo paramilitar, actores que aplastaron a una multitud que cuestionaba la forma autoritaria en que se erigía el poder en México, que ante una manifestación de descontento o protesta no dudaba en hacer uso de la policía, el cuerpo de granaderos o el ejército; innumerables movimientos sociales de campesinos, médicos, ferrocarrileros y, por supuesto, estudiantiles, fueron así acallados (Guevara, 2004; Montemayor, 2010).


La memoria colectiva no es una evocación individual de algo que ya no está, se trata más bien de una rememoración con los otros, con los demás, porque son los otros quienes nos inscriben en esos códigos de lo que resultará importante para nosotros: la vida, la muerte, la tragedia, la celebración; en este caso, como estudiantes, lo ocurrido a un grupo de pares medio siglo atrás. Por eso hay continuidad entre el primer y segundo relato, a pesar de pertenecer a dos generaciones a distancia en el tiempo. La memoria es una especie de puente entre lo que se recuerda que ocurrió a uno de los participantes y lo que ahora narra quien no estuvo en esos sucesos, pero le han comunicado lo sucedido. De ahí que pueda advertirse una especie de encadenamiento entre ambos segmentos de las entrevistas. Por eso es que siguiendo a Halbwachs, Richard Sennett (1998, p. 20) expresa que la memoria tiene forma relacional y se desdobla por actos de habla: “el recuerdo permanecerá activo sólo si hay narración”. La memoria es un acto de persistencia, de narración, y para recordar requerimos de los otros, de sus relatos (Ricoeur, 2004).


En este caso, Tlatelolco es un lugar de recuerdos social; un sitio de significación; un cuadro social de la memoria, como gustaba decir a Halbwachs (1925), pues es ahí desde donde se evoca y reconstruye la tragedia estudiantil, en tanto que los facetos se encuentran depositados en ese punto, donde las balas cegaron vidas de jóvenes, mujeres, niños. Gaston Bachelard (1957) habla de espacios de posesión y defendidos, que tienen un valor humano. Eso es Tlatelolco para algunos grupos de estudiantes que año con año marchan el 2 de octubre para conmemorar a sus “caídos”, como gustan gritar durante la manifestación. Varias de las entrevistas que sustentan este trabajo, se realizaron en esa emblemática plaza y durante esa marcha, justo para que el recuerdo emerja, flote, que esa atmósfera vivida envuelva al relato; como algo poseído y significado.



Nota[Fotografia]Cartel difundido por redes sociales para
convocar a la marcha del 2 de octubre en Tlatelolco.


Lo mismo pasa con el tiempo, otro marco social: el 2 de octubre se ha convertido en una fecha emblemática para estudiantes que en sus centros educativos demandan mejoras en las condiciones de estudio, que son solidarios con alguna causa social o que conmemoran tragedias de sus antecesores. Ellos asisten a la movilización de ese día, y van gritando: “2 de octubre, no se olvida, es de lucha combativa”. El pensamiento de las personas se ubica esos puntos de apoyo y participa, de esa manera, de una memoria común, y es eso lo que se recordará: la memoria de la gente se inscribe en marcos sociales, se encuentra estructurada por la sociedad; la memoria de las personas es el sitio de confluencia, interacción y coexistencia de distintas memorias colectivas: la gente es una sociedad (Halbwachs, 1925).



Nota[Fotografia]Previo, al inicio de la marcha del 2 de octubre de 2017.
Plaza de las Tres Culturas, Tlatelolco. Foto: Amilcar Carpio



Nota[Fotografia]2 de octubre de 2017. Estudiantes y trabajadores
marchan sobre Avenida Eje Central. Foto: Amilcar Carpi


10 de junio, Casco de Santo Tomás- metro Normal: la reconstrucción


10 de junio, es una fecha especialmente cargada de significado, en especial para los estudiantes del IPN. En ella se contiene una fuerte carga de dolencia; una carga simbólica, por el devoto día en que ocurrió la masacre. El Jueves de Corpus es una fiesta religiosa de la Iglesia Católica que celebra la Eucaristía, para aumentar la fe de los creyentes. Ese jueves se realiza una marcha estudiantil en solidaridad con el movimiento universitario de Nuevo León, y son abatidos por un grupo denominado Los Halcones. Quien narra era estudiante en el momento de la represión, reconstruye:


“pues es la manifestación, el mitin que se estaba realizando aquí en el Casco [de Santo Tomás] y que lamentablemente fue masacrada por grupos de choque que eran Los Halcones. Los Halcones eran un grupo paramilitar, pues, auspiciado por el gobierno de Luis Echeverría, en ese entonces” (Alfredo, comunicación personal, 10 de junio de 2018).


En este caso, el protagonista no fue el grupo de estudiantes marchando en apoyo a los universitarios de Nuevo León; fue el del grupo paramilitar que los emboscó y masacró. La reconstrucción del suceso se va ampliando con los relatos de otros asistentes a las conmemoraciones, en este caso la voz es de quien actualmente es estudiante universitario:


“Jueves de Corpus, estudiantes que realizaban las movilizaciones en solidaridad con otros estudiantes en 1971. Había apoyo de parte del rectorado, de don Pablo González Casanova [en ese entonces rector de la UNAM]. Una parte del gobierno federal da una respuesta de contención ante el descontento que seguía dentro de las universidades. Lamentablemente el gobierno de los sesentas y setentas realizó una matanza, nuevamente, pero ahora el 10 de junio de 1971” (Marco Solís, comunicación personal, 10 de junio de 2018).


El conflicto en la Universidad de Nuevo León continuaba. Los universitarios norteños se fueron en brigadas a expandir la voz de su protesta; los estudiantes en Ciudad de México estaban reorganizándose después de la masacre de Tlatelolco. Los Comités Coordinadores (Coco) se alistaban al asalto de la calle: seguía proscrito marchar en la vía pública. En ese contexto, acuerdan la realización de una marcha y así expresar la solidaridad al movimiento universitario del norte y, al mismo tiempo, mostrar que el movimiento en la capital del país estaba de vuelta.


A poco de salir la manifestación, jefes de la policía les increpan que no pueden continuar su recorrido, que tienen órdenes de no permitir su paso: “¡Jóvenes! Disuelvan esta manifestación, porque no está autorizada” (Ortiz, 2014, p.19), espetaba mediante un megáfono un comandante uniformado. El Zócalo, el centro de la ciudad, estaba prácticamente prohibido, no se podía realizar una concentración ahí, a menos que fuera una congregación de apoyo al gobierno. Por tanto, la manifestación se dirigía al Monumento a la Revolución


Después de las advertencias intimidatorias, los estudiantes continúan su recorrido: “la columna manifestante recibió un primer ataque con palos, sin que lograran detenerla, por lo que los agresores se armaron con pistolas y rifles. Desde varios puntos los francotiradores dispararon sobre la pacífica marcha” (Ávila et al., 2011, p. 70). Los Halcones en plena acción, gritando: “Viva Che Guevara”, tratando de crear confusión, se lanzaron contra los manifestantes (Ortiz, 2014, p. 19). El poder, de corte totalitario, se mostraba ante una expresión de descontento y solidaridad, contra una marcha pacífica. Desde años atrás, las manifestaciones de oposición eran acalladas, castigadas, entraban en escena la policía, el ejército o algún grupo paramilitar (Guevara, 2018, p. 11).


Los Halcones golpean, violentan y matan a manifestantes, acto seguido “persiguieron a los que huían. Asaltaron la Escuela Nacional de Maestros, donde se habían refugiado centenares de personas” y “usaron las ambulancias de la Cruz Roja para recoger a los lesionados, a quienes ultimaban a tiros; ocuparon el hospital Rubén Leñero, donde se apoderaban de los heridos para trasladarlos con rumbo desconocido” (Ávila et al., 2011, p. 70). Lo que ocurrió en el 68, nuevamente se ponía en práctica: “casi al oscurecer, vehículos del entonces Departamento del Distrito Federal, recogieron al grupo paramilitar, sustituyéndolo con soldados hasta el día siguiente” (Ávila et al., 2011, p. 70).


El Jueves de Corpus se tiñe de sangre, de dolor, de acto fúnebre, se convierte en un suceso especialmente significativo para la comunidad del IPN, que se encuentra a unos metros de la matanza: esa masacre la conmemoran año con año quienes asisten a la marcha: saben que la memoria posibilita que el pasado y el presente estén hilados, mezclados, no separados, sino que sea una continuidad en el tiempo, y así se recuerda (Mead, 1929). Claridad que parecen tener algunos sobrevivientes de la matanza, y ese ha sido su propósito cada que salen a recordar y manifestarse:


“porque todos los que éramos jóvenes en aquellos años, 68-71, tenemos que platicar con las nuevas generaciones, para que no repitan los mismo errores, para que no repitan las mismas malas experiencias, para que se organicen mejor, y para que el gobierno sepa que la sociedad transmite los conocimientos de boca en boca, en libros, en conferencias, y eso es un freno para la autoritarismo, porque saben que estamos al pendiente, y aunque ya estemos mayores, pero seguimos firmes” (Manuel, Comunicación personal, 10 de junio de 2018).



Nota[Fotografia]Carteles virtuales
difundidos en Facebook para convocar a la marcha del 10 de junio de 2016.


“Recordar es volver a vivir”, reza la frase de la vida cotidiana que se niega a olvidar y que quiere que algo permanezca en la mente de una sociedad, por punzante, cruento y fatídico que eso sea. Es parte del pasado de una colectividad, aunque quiera omitirse, pues ahí está la memoria de diversos grupos que a su paso por las calles van gritando que no hay que olvidar, en una especie de diálogo con la sociedad; a lo cual se le denomina trabajo de memoria (Jelin, 2002).


Espacio y tiempo, sitios y fechas, van trazando la memoria colectiva de nuestro país, de lo acontecido, de lo que debe permanecer porque nos recuerda de dónde provenimos; esos puntos de apoyo se vuelven necesario revisitarlos. Halbwachs (1925) enunció a los marcos sociales como los medios en que se enclavan el origen de las prácticas y ritos de conmemoración, y que difunden y reviven las memorias organizadas: Las otras voces, los demás, estimulan el recuerdo, generan más narrativa, “descentrando la memoria del propio sujeto” (Sennett, 1998, p. 20).


La relevancia de estos marcos también la acentúa Mead (1929, p. 377) cuando advierte que “un recuerdo puede reconocerse como tal por un método de exclusión, ya que no tiene la forma de la fantasía, porque de otro modo no podemos explicarlo. La certidumbre que le asignamos a un acontecimiento recordado proviene de las estructuras con las que se corresponde”. Eso es la práctica de las marchas de cada 10 de junio y 2 de octubre en Ciudad de México. Recordamos con la condición de encontrar en los marcos sociales el lugar de los sucesos que nos interesa (Halbwachs, 1925).


Nota[Fotografia]La marcha del 10 de junio de 2016, saliendo
de las instalaciones del Casco de Santo Tomás. Foto: Amilcar Carpio


Nota[Fotografia]La organización de la marcha del junio 2017.
Metro Normal,avenida México-Tacuba. Foto: Amilcar Carpio


Las dos matanzas: memoria narrada


En un breve tiempo, se efectúan dos matanzas, perpetradas contra estudiantes, en movilizaciones pacíficas; en ambos casos los agresores son grupos paramilitares: en Tlatelolco, el Batallón Olimpia; en el Casco de Santo Tomás, Los Halcones. Dos grupos cuya existencia oficialmente se negó. Pero que actuaron y dejaron sangre a su paso. Un apéndice del gobierno mexicano para realizar parte del trabajo sucio y cruento.


El mismo grupo en el poder efectuó ambas matanzas, del mismo partido político, donde los personajes sólo cambiaban de posiciones en el gobierno, ocupando secretarías o presidencias. Varios de ellos, Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría Álvarez, Fernando Gutiérrez Barrios (quien fuera director de la Dirección Federal de Seguridad), fueron informantes de la Central de Inteligencia Americana (CIA), eran conocidos como Litempo, fueron ojos y oídos del organismo que alimentaba la campaña contra las disidencias gubernamentales, acusando de “comunistas” a quien cuestionaban a su gobierno local en el continente americano; México formaba parte de este mapa político (Montemayor, 2010); de esta suerte, los estudiantes que cuestionaban el autoritarismo del régimen mexicano eran, invariablemente, acusados de ser “comunistas”, de tratar de imponer ideas “extranjerizantes” en México (Guevara, 2018). La protesta estudiantil que se intentó acallar el 2 de octubre en Tlatelolco fue blanco de esa campaña ideologizante; los estudiantes abatidos el 10 de junio de 1971 también sufrieron esta embestida del poder, los medios y los grupos de derecha (Medina, 1972).


Quien reconstruye pasajes de la represión de ese jueves en la capital del país, fue participante de la marcha, sobrevivió y narra:


“porque en esos momentos los estudiantes estábamos en un movimiento efervescente de la democracia, el gobierno nos golpeó tremendamente; y entonces, no se truncó el movimiento, simplemente se aplazó; pero esto continúa y va continuar la organización, de alguna forma, porque la represión, la antidemocracia, las mentiras aún continúan” (Tania, comunicación personal, 10 de junio de 2018).


Efectivamente, el poder actuó de una forma letal ante estas dos protestas de los jóvenes: 1968 y 1971 constituyeron un momento clave en las movilizaciones y rutas a seguir por parte de distintos actores para con el cambio en el país. Los mensajes eran claros: se estaban clausurando, en los hechos y con sangre, las rutas pacíficas de lucha social (Montemayor, 2010). Luis González de Alba, exdirigente estudiantil, reflexionaría años más tarde: la represión del 2 de octubre de 1968 fue tan brutal que “sembraron la guerrilla de los años setenta a ochenta, la convicción de que los caminos democráticos estaban cerrados y eran un espejismo burgués” (2016, p. 39). Se alimentó el camino de las armas en algunas ciudades y en las montañas del Sur del país (Escamilla, en prensa).


En la memoria, asimismo, quedará Tlatelolco, como la gran masacre estudiantil en el México moderno. Estudiantes pacíficos que se atrevieron a levantar la voz, nada más, y con ello desafiar al poder, demandando diálogo público, fueron masacrados. La plaza se tiñó de rojo, como antes ya se había manchado; es una plaza llena de memoria, evocativa. Para este trabajo, cuando las entrevistas se realizan en ese sitio, la memoria emerge, viva, dolorosa, envolvente y se va reconstruyendo lo ahí vivido:


“En realidad nosotros no escogimos a Tlatelolco, Tlatelolco nos escoge; escogió aquí situar al colegio de Tlatelolco en la época prehispánica y todo lo que eso implicó. Escogió aquí estos recintos para que se hiciera el Códice Florentino, que es la única memoria de un pueblo que se iba; aquí se escogió para que la arquitectura más moderna del siglo XX se instalara, y aquí se escogió para que nuestras memorias sobre las libertades democráticas y sus luchas renacieran… y en ese sentido somos veladores, cuidadores de esa memoria. Me equivoco al decir esa memoria, porque en singular no es lo más correcto; en este caso, lo que tenemos son memorias, en realidad, memorias muy dolorosas algunas, otras heroicas y, algunas, diría alguno de los líderes, memorias lúdicas” (Raphael, 2018, p. 1).


Esto expresó el director del Centro Cultural Universitario Tlatelolco (CCUT) de la UNAM, Ricardo Raphael, al momento de presentar al Colectivo Memoria en Movimiento, del IPN, el 7 de mayo de 2018.


Y es que, en efecto, Tlatelolco es el lugar de las tragedias, de la conquista y el sometimiento; de la masacre estudiantil; del temblor de 1985 y sus muertos. Los danzantes que asisten a la plaza, a realizar ceremonias, evocan el dolor que en la plancha se respira; anuncian que el sufrimiento continuará. Al dar cuenta de lo que ahí ha transcurrido, dicen que la tragedia es prácticamente continua:


“aquí se han perpetrado tres masacres, históricamente; la de después que cae Tenochtitlan vienen aquí a quitar a los guerreros de aquí, salen las mujeres también con arco y flecha y también se las echan los españoles; en la época de Juárez, también hubo una masacre aquí; entonces, está la del 2 de octubre, fue la tercera, ya Tlatelolco tanto históricamente, digo, tanto arqueológicamente como históricamente ya se han perpetrado tres masacres” (Jaime, comunicación personal, 2 de octubre de 2017).


Esta última masacre, se hila “naturalmente” con la del 10 de junio de 1971: son como dos sucesos de una misma trama: la represión a los estudiantes. Y son, precisamente, estudiantes, quienes casi medio siglo después, la reconstruyen, desde su postura y participación. Qué significa el 10 de junio y su correspondencia con el 2 de octubre, lo expresa de la siguiente manera un estudiante normalista:


“un grupo conocido como Los Halcones, eh, pues vinieron a atacar a los que vienen siendo los diferentes estudiantes que se encontraban, pues, ahí en ese lugar pues manifestándose [señala afuera del metro Normal]. Es una fecha muy importante, en la cual nosotros como normalistas pues recordamos, y en este día estamos en apoyo del 10 de junio, pues, para recordar y conmemorar… [Sobre el 2 de octubre de 1968, narra]: fue un evento, de igual manera, pero, con mayor, qué se podría decir, mayor desastre, mayor destrucción de lo que viene siendo a los estudiantes; fue una matanza y una fecha que no se puede olvidar, en la cual afectaron a lo que viene siendo el normalismo rural: fue en ese entonces cuando se cerraron, lo que viene siendo, pues, la mitad de las Normales Rurales del país. Es, pues, un evento, que es inolvidable, y pues como cada año, a posteriores, lo que viene siendo el 2 de octubre se hace lo que es la marcha conmemorativa como Federación de Estudiantes Campesinos Socialista de México… [Hay que marchar] porque es de vital importancia, ya que es recordarle a lo que viene siendo el mismo pueblo, a la sociedad y a nosotros, y a los que vienen siendo sus hijos” (Alfredo, comunicación personal, 10 de junio de 2018).


Los años 68 y 71 configuran un capítulo de la historia de la represión en México; al relatarlos, hay ahí una continuidad de la memoria, como ya se ha señalado páginas atrás. Cuando el gobierno se enteró de la manifestación, en un acto soberbio el presidente amenazó: “quieren calar a mi gobierno, pero los vamos a escarmentar… la izquierda me está toreando, quieren que muestre debilidad y entonces se me subirán a las barbas. Los meteremos al orden”, habría dicho Luis Echeverría a Alfonso Martínez Domínguez, quien estaba al frente de la capital del país en ese entonces (Montemayor, 2010, p. 127). La misma actitud que Gustavo Díaz Ordaz manifestara el 1 de agosto de 1968 frente a un grupo de industriales, al también, amenazar: “una mano está tendida; los mexicanos dirán si esa mano se queda tendida en el aire”, y acusa al movimiento estudiantil de “algaradas sin importancia” (Gómez, 1988, p. 1). Los estudiantes, creativos y audaces como han sido, respondieron con carteles: “a la mano tendida, la prueba de parafina”. De parte del gobierno no hubo voluntad de resolver el conflicto que se iba desarrollando; lo reprimió permanentemente durante el 68; y en el 71, en la ahora ciudad de México, lo contuvo desde el inicio; lo escarmentó, como anuncio que lo haría.


Esa apuesta gubernamental queda clara en la memoria de los participantes de los dos movimientos; esa idea se relata a las nuevas generaciones: la no disposición al diálogo de parte del poder: el Estado mexicano formó “grupos de choque a partir del proceso de contención y represión del movimiento estudiantil” (Montemayor, 2010, p. 95).


Quienes relatan lo sucedido, ponen en el centro al Batallón Olimpia y a Los Halcones, actores de la represión, aunque se sabe patrocinados desde dónde, desde el gobierno. Por ello, se anuncia que debe continuarse enunciando, hablando, narrando lo acontecido, porque se sigue reprimiendo, y eso debe acotarse, pararse.


De ahí el deber de narrar la memoria de la tragedia, no sólo porque no se encuentra en los libros de texto de historia con la que se forma a los jóvenes, sino porque debe sacarse de los márgenes lo que aconteció a las sociedad mexicana décadas atrás, con sus jóvenes, con sus estudiantes; esos recuerdos colectivos deben permanecer en la colectividad, y son sus grupos, los que participaron en ese 68 y ese 71, quienes portan el testimonio, porque experimentaron y vivieron sus consecuencias, por ello desean dar cuenta de lo que ha pasado y las implicaciones que esos hechos tienen en el presente: la memoria guarda una serie de eventos que un grupo significa y desea comunicar para que al pensamiento social presente no se le generen vacíos, que se sepa de dónde se proviene, en términos de sucesos políticos; ese grupo que recuerda induce a la sociedad a recordar, para comprender el presente. Los acontecimientos se nos imponen cuando son reconocidos por el grupo (Halbwachs, 1950). El pensamiento social es, básicamente, una cuestión de memoria. La sociedad, para saber quién es y de dónde vine, debe tener memoria.



Nota[Fotografia]El Comité 68 ProLibertades Democráticas, arribando al
Zócalo de la Ciudad de México, el 2 de octubre de 2018. Foto: Amilcar Carpio.


Conclusiones: entre el recuerdo y el olvido


Recordar es volver a estar en el evento que se evoca. Olvidar es desconocer lo ocurrido, sentirse ajeno a lo sucedido. Una sociedad que desconoce una parte de su pasado no sabe de dónde viene ni puede explicarse su presente. El presente es una derivación del pasado omitido o silenciado, pero también del pasado reconstruido a fuerza de narraciones.


Una sociedad tiene diferentes narraciones pretéritas, a algunas de ellas las vuelven marginales, a otras se les recluye en el ámbito privado para sobrevivir, algunas más son abolidas: “el problema no es la diversidad, sino la anulación de unas por otras, y la agresividad con la que esto suele darse” (Uccelli, Agüero, Pease y Portugal, 2017, p. 25). Hay casos en que una historia anula a las diversas memorias. Toda sociedad tiene en su devenir una serie de conflictos, mismos que en algún momento contienen varios relatos conviviendo, pues provienen de grupos distintos y disímiles. Para el caso de México, puede indicarse el movimiento estudiantil de 1968, están las versiones del Ejército, la oficial y la del propio movimiento, esto es, al menos tres. Pero la del movimiento no es una interpretación que se revise en la educación básica, donde se enseña historia de México, en tal caso hay una memoria relegada o marginal. En el caso del 10 de junio de 1971, no hay versión pública al respecto; hay una marginal que es la de los sobrevivientes y algunos escasos libros sobre el tema. El halconazo o Jueves de Corpus es un tema poco explorado por las ciencias sociales en nuestro país. No se mira como el “acontecimiento parteaguas” como ocurre con el caso del 68; no obstante, sus implicaciones son mayúsculas; a decir de un estudioso de la violencia en México: la matanza del 10 de junio, para muchos jóvenes prácticamente clausuró la vía pacífica y legal por la lucha democrática; y engrosó las filas guerrilleras (Montemayor, 2010). La represión del 10 de junio ha estado opacada.


En México, desde el gobierno se dicta qué se muestra y qué se oculta del pasado de nuestra sociedad. Las grandes hazañas heroicas se enaltecen, las atrocidades se guardan. Sea por incomodidad o por fines de legitimidad, el poder silencia su esfera de reprimenda y atrocidades. La represión a los médicos, a los maestros, a los ferrocarrileros, a los campesinos en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo parecen no formar parte del devenir de nuestra sociedad. Las constantes intervenciones policiacas o militares a los centros educativos cuando los jóvenes protestaban, en los años sesenta y setenta, parecen no haber sucedido. En contrasentido un exdirigente del movimiento de 1968 aseverará: cada vez que los estudiantes universitarios realizaban una manifestación de carácter político “casi siempre eran reprimidos” (Guevara, 2018, p. 17). Un pasado mexicano convulsivo y ocultado, silenciado las más de las veces. Pero pasado, al fin, que forma parte de los movimientos sociales en un México que en el presente vivimos; con todo y sus cambios.


El 2 de octubre y el 10 de junio constituyen fechas que forman parte de los episodios negros de la sociedad mexicana; aunque para las generaciones más jóvenes y para la sociedad en general parecería no estar tan presente. Tlatelolco, es más reconocido en ciertos ámbitos oficiales; el Halconazo es uno de los acontecimientos negados, poco estudiados y relegados hacia el olvido. La historia oficial ha seleccionado los acontecimientos que le interesa conmemorar o enseñar, ha creado su versión de la historia de México siguiendo una lógica política e ideológica. Los episodios controvertidos para la legitimidad del Estado, como Tlatelolco y el Halconazo, han sido desterrados de los discursos, conmemoraciones y de la enseñanza oficial. Y lamentablemente, para una parte considerable de mexicanos, las versiones oficiales de la historia son las únicas que tienen a la mano para conocer el pasado de su país


La Matanza de Tlatelolco y el Jueves de Corpus forman parte de las luchas realizadas por diferentes movimientos sociales que durante la segunda mitad del siglo XX buscaron el respeto a sus derechos, la justicia y la apertura democrática; luchas que siguen vigentes hasta nuestros días. Y como en los episodios que enmarcan el 2 de octubre de 1968, los estudiantes universitarios fueron los principales protagonistas del 10 de junio, teniendo como antagonista al gobierno de Luis Echeverría Álvarez y su brazo represor: Los Halcones.


Los acontecimientos ocurridos el 10 de junio de 1971 se deben entender como una continuación de la lucha de los estudiantes del 68. Esta generación es señalada como el parteaguas de los movimientos sociales en México, que provocaron un cambio al cuestionar los excesos y el autoritarismo del Estado, encontrando distintas formas y estrategias para informar, organizarse, manifestarse, resistir. Algunos de los estudiantes que participaron el 2 de octubre de 1968 se involucraron también en los hechos que desembocaron en el Halconazo, y otros más jóvenes fueron formados o inspirados por esa generación


A 50 años de distancia de Tlatelolco y del Jueves de Corpus, se puede concluir que los colectivos estudiantiles en las universidades posibilitan la organización, la politización, la unidad entre escuelas que han permitido la lucha y resistencia en los diversos conflictos en las últimas décadas.


Retomar estos dos pasajes de dolor en la vida de los movimientos estudiantiles en México, reconstruirlos desde la postura de sus protagonistas y aquellos jóvenes a quienes inspiran en el presente, es un acto de memoria, es hacer memoria, es reivindicar sucesos que o se niegan o se les reconoce poco, y que es exigua su difusión en el pensamiento social del presente. La memoria colectiva, en este caso, parece que se pone del otro lado de la historia, al menos de la oficial


Contra el silencio del olvido, del poder que impone vacíos, se edifica el relato, narrar lo sucedido una y otra vez, hasta encontrar un oído receptor, lo cual tienen claro quienes conmemoran las fatídicas fechas que aquí hemos presentado; como también parecen tener claridad algunos grupos de estudiantes en la actualidad, al menos quienes participan en algunas prácticas de conmemoración, como uno de ellos que evoca la memoria


“para poder hablar y recuperar la memoria histórica de 1968 el Consejo Nacional de Huelga agrupó a muchas universidades y las organizó; y muchos participamos en movimientos estudiantiles recuperando esa memoria y algunas formas de organización del movimiento estudiantil de masas, como las comisiones de propaganda. Y en cada fecha del movimiento recuperamos esa experiencia de la memoria de 1968 y de 1971, que es el caso específico de la organización estudiantil en las universidades públicas… Muchos estudiantes fueron masacrados por la idea que tenían del mismo movimiento, entonces sí es importante reivindicar el proceso y no olvidar las masacres que hubo por parte del Estado hacia un sector que siempre ha estado al pendiente de lo que pasa” (Marco Solís, comunicación personal, 10 de junio de 2018).


Las narraciones de estas masacres, a medio siglo de distancia, se vuelven necesarias en virtud del ocultamiento o negación que desde la parte oficial se ha realizado: no hay reconocimiento de que se masacró a luchadores sociales pacíficos que únicamente demandaban derechos sociales y ser considerados, escuchados, demandaban una dosis de democracia. Mientras la parte oficial no reconozca que estos movimientos han contribuido al cambio social y político en nuestro país, a México le seguirá faltando personajes y grupos en el abanico de su devenir, en ese espacio donde se encuentran nombres que han forjado a esta sociedad, que han luchado por sus derechos. Este tipo de relatos poco a poco han ido reconstruyendo estos momentos del pasado mexicano. La lucha entre recordar y olvidar ahí se pone de manifiesto: “la lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido” (Kundera, 1978, p. 10). La tensión permanente.


Peculiarmente, y con todo y que desde la esfera del poder se ha intentado minimizar, relegar o silenciar lo ocurrido el 2 de octubre de 1968 y sobre todo el 10 de junio de 1971, hay grupos de estudiantes que recuerdan lo acontecido, que relatan lo que no vivieron pero que les han comunicado, y sienten que ese pasado debe reivindicarse, mostrase, hablarse, porque hay ahí una enseñanza, una proeza, como lo señala Aurora, una estudiante que durante una marcha de 2018 (13 de septiembre) ante la pregunta de por qué manifestarse sobre lo ocurrido medio siglo atrás, narraba: “hay un México antes y un México después de ese movimiento, y mmm… fue una tragedia; sin embargo, creo que la juventud nunca ha vuelto a luchar como en esa vez” (Comunicación personal, 13 de septiembre de 2018).


Las tragedias se narran, las tragedias nos forman; las tragedias forman parte del pasado y presente de este país. Ocultarlas no ayuda a forjar ciudadanías responsables.


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