Revista Estudios Psicosociales Latinoamericanos

ISSN 2619 - 6077



Revista Estudios Psicosociales Latinoamericanos -RELP
repl@usco.edu.co

DOI: / Vol. 4, 2021 / pp. 97- 115 / ISSN 2619-6077



Abusos de la memoria por el Gobierno salvadoreño y las prácticas de resistencia desde las nuevas generaciones 1

Abuses of memory by the Salvadoran Government and resistance practices from the new generations


Fernando Chacón Serrano. nchacon@uca.edu.sv


Cristian Fabián Rodríguez. cfabian@uca.edu.sv


Jacqueline Escobar Pacheco. 00078116@uca.edu.sv


Daniela Marroquín Salamanca. 00070816@uca.edu.sv


Andrea Aparicio Silis. 00403617@uca.edu.sv


Flavio Menjívar Cartagena. 00123217@uca.edu.sv

Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA)


Recibido: 30-julio-2021
Aceptado: 14-febrero-2022

Resumen


El Salvador atraviesa una crisis sociopolítica significativa, relacionada a una historia reciente marcada por la violencia y el miedo como constantes. A casi 30 años del fin formal del Conflicto Armado que le azotó por doce años, las dinámicas sociales y políticas consecuentes se han ido configurando como contexto posibilitador de prácticas autoritarias por parte del gobierno de turno; uno que pretende imponer una narrativa hegemónica del Conflicto y los Acuerdos de Paz. El presente ensayo pretende reflexionar de qué manera el gobierno actual abusa de la memoria del Conflicto Armado salvadoreño para favorecer sus prácticas autoritarias; cuyo (contra) efecto es la emergencia de prácticas de resistencia desde las nuevas generaciones, usando como caso de reflexión la movilización ciudadano-cibernética “#ProhibidoOlvidarSV”, acontecida en las redes sociales en enero de 2021. La intención es poner sobre la mesa la potencialidad del fenómeno de la memoria como base para la acción política, vista desde una perspectiva intergeneracional, que le haga contrapeso a las iniciativas que atentan contra la poca democracia alcanzada hasta ahora.

Palabras clave: memorias sociales, conflicto armado, autoritarismo, nuevas generaciones, El Salvador


Abstract


El Salvador is going through a significant socio-political crisis, related to a recent history marked by constant violence and fear. Almost 30 years after the formal end of the Armed Conflict that affect it for twelve years, the consequent social and political dynamics have been configured as an enabling context for authoritarian practices by the government in power; one that seeks to impose a hegemonic narrative of the Conflict and the Peace Accords. This essay aims to reflect on how the current government abuses the memory of the Salvadoran Armed Conflict to favor its authoritarian practices; whose (counter) effect is the emergence of resistance practices from the new generations, using as a case of reflection the citizen-cyber mobilization "#ProhibidoOlvidarSV", which took place on social networks in January 2021. The intention is to put on the table the potentiality of the phenomenon of memory as a basis for political action, seen from an intergenerational perspective, that counterbalances the initiatives that threaten the little democracy achieved so far.

Keywords: social memories, armed conflict, authoritarianism, new generations, young people, El Salvador


Cómo citar este artículo: Chacón et al. (2021). Abusos de la memoria por el Gobierno salvadoreño y las prácticas de resistencia desde las nuevas generaciones. Revista de Estudios Psicosociales Latinoamericanos, 4: 97-115


1. Introducción


El Salvador atraviesa una crisis sociopolítica significativa, relacionada a una historia reciente marcada por la violencia y el miedo como constantes. No solo la generación que vivió directamente el Conflicto Armado ha sido víctima de la violencia estructural y de escenarios bélicos promovidos por el Estado. La generación de posguerra ha experimentado de primera mano las secuelas de tal Conflicto, sumadas a las problemáticas propias de la imposición de un régimen neoliberal, en detrimento de la reparación y reconciliación posconflicto.


Las dinámicas sociales y políticas consecuentes se han ido configurando como contexto posibilitador de prácticas autoritarias por parte del gobierno de turno; uno que pretende imponer una narrativa hegemónica del Conflicto y los Acuerdos de Paz; que desacredita los logros obtenidos en el pasado; que deja al margen las necesidades de las víctimas pasadas y presentes; y que se propone y antepone como la única instancia sostenedora de la verdad. En ese sentido, el presente ensayo pretende reflexionar de qué manera el gobierno actual abusa de la memoria del Conflicto Armado salvadoreño para favorecer sus prácticas autoritarias; cuyo (contra) efecto es la emergencia de prácticas de resistencia desde las nuevas generaciones.


Para ello, se hará un abordaje del fenómeno de la memoria social desde los aportes teóricos de Elizabeth Jelin (2012) y Félix Vázquez (2001), acompañados de los planteamientos de Tzvetan Todorov (2000). En un primero momento, se hará un recorrido sobre las dinámicas políticas y sociales acontecidas a lo largo del posconflicto, en las cuales las disputas por la memoria han estado presentes. Posteriormente, se discutirá sobre la instauración de una nueva memoria oficial que se impone en detrimento de las víctimas del pasado, y más bien posibilita el sostenimiento de la impunidad de los victimarios. Por último, se reflexionará sobre la potencialidad del fenómeno de la memoria como base para la acción política, vista desde una perspectiva intergeneracional, usando como caso de reflexión la movilización ciudadano-cibernética “#ProhibidoOlvidarSV”, acontecida en las redes sociales en enero de 2021.


2. El “fin” de la posguerra: el contexto posconflicto armado con sus disputas por la memoria


En la historia reciente de El Salvador, el miedo y la violencia en sus distintas manifestaciones han sido transversales en las formas de relacionarse como sociedad. Tras décadas de dictaduras militares a inicios del siglo pasado, el país desembocó en un conflicto armado (1980-1992) empujado por la ausencia de democracia real, desigualdades sociales significativas, y una constante represión estatal; reflejo de un sistema de explotación sostenido por un grupo dominante, la oligarquía salvadoreña, desde el siglo XIX, en alianza con las fuerzas militares para evitar la implementación de reformas estructurales a beneficio de las mayorías populares (Krämer, 2009).


En la década del setenta se generó una polarización extrema, a consecuencia de los entrampamientos a tales reformas exigidas por la población. Con ello, se fue cerrando la transformación del sistema por la vía pacífica, y se fortalecieron aquellas organizaciones que optaban por la lucha armada. En el ochenta, como uno de los bandos en contienda, emerge el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), fuerza insurgente con ideología de izquierda, quien, mediante el alzamiento en armas buscaba tomarse el poder y generar un cambio al sistema social sostenido por el grupo dominante. Como contraparte, aparece la Fuerza Armada de El Salvador (FAES) en defensa de los intereses del gobierno y de la oligarquía de aquel entonces, con lo que se inicia el Conflicto Armado que se sostiene a lo largo de doce años (Krämer, 2009).


Entre lo posible de cuantificar sobresalen alrededor de 75 mil fallecidos y medio millón de desplazados (Krämer, 2009). Entre los impactos menos medibles están aquellos vinculados a la ruptura del tejido social y la desarticulación de redes de apoyo, la promoción de actitudes de desconfianza al otro, formas violentas de relacionarse y la sobredimensión de los sentimientos de miedo (Gaborit, 2005).


El Conflicto Armado finalizó gracias a los emblemáticos Acuerdos de Paz firmados el 16 de enero de 1992. Con la mediación de Naciones Unidas, las partes en contienda se sentaron para acordar el cese al fuego, y otras medidas de relevancia para el país. Entre los puntos clave se destaca la reestructuración de la FAES con el cambio en su doctrina e injerencia en la vida pública del Estado salvadoreño (Aguilar, 2017); también la incorporación de la guerrilla FMLN a la vida política como partido; y la creación de una Comisión de la Verdad con la finalidad de investigar y hacer pública la verdad de las violaciones a los derechos humanos (DDHH), además de superar la impunidad (Naciones Unidas, 1992).


No obstante, de acuerdo a Krämer (2009), un punto débil fue el tema económico social, ya que no se tocaron las causas principales que originaron el Conflicto en relación a la desigualdad social. Al contrario, el partido de derecha Alianza Republicana Nacionalista (ARENA) para entonces en el gobierno y vinculado a los intereses de la oligarquía, tuvo vía libre para implementar fuertes políticas neoliberales que agravaron la pobreza (Moreno, 2004).


En el plano de los hechos, las víctimas del Conflicto Armado y los procesos de verdad, justicia y reparación no fueron prioridad, y las acciones realizadas no han sido sustanciales hasta ahora. Más bien, los grupos de poder se encargaron de reproducir y oficializar en el imaginario colectivo un discurso de “reconciliación”, cuyo requisito fundamental se basó en el perdón y el olvido; es decir, una evidente amnistía argumentada como “un preámbulo y un paso insoslayable para alcanzar la reconciliación nacional” (Orellana, 2005, p. 187).


Hay quienes ponen en duda dicha reconciliación, y más bien resaltan que, luego de 1992, el Conflicto continuó por otros medios, mucho más evidentes en lo político-ideológico (ArtigaGonzález, 2018b; Dada, 2007). Se sostuvo una disputa por el aparato estatal entre el partido ARENA (bloque conservador y oligárquico), quien gobernó el país por 20 años (1989-2009); y el partido FMLN (otrora guerrilla, con visión de izquierda) con 10 años en el poder (2009-2019) (Turcios, 2015). Todo este tiempo el énfasis estuvo dado, principalmente, en ganar elecciones y mantenerse en el poder, con la poca consideración de las secuelas cargadas por el pasado bélico.


Gutiérrez (2019) considera que las dificultades para cumplir con las obligaciones del Estado en materia de paz y reconciliación han sido posible por la negación de lo ocurrido por varios sectores sociales (sobre todo de los responsables); también por el apoyo electoral a personas que favorecen estas tendencias de desmemoria; y por la influencia militar en los círculos de poder. En términos generales, parece que en el país se ha intentado “diluir las demandas de justicia a través de reparaciones, mientras en las élites pervive el discurso según el cual el mantenimiento de la paz justifica la negación de los derechos de las víctimas” (p. 200).


Tal negación es evidente en lo que respecta a la justicia, ya que, hasta la fecha, no se ha condenado a ningún responsable de cualquiera de los bandos por crímenes durante el Conflicto Armado, aunque se buscara una superación de la impunidad; especialmente del bando de la FAES y demás aliados del Estado, quienes están vinculados al 85% de los crímenes denunciados en la Comisión de la Verdad para El Salvador (1992-1993). Al contrario, en 1993, a solo cinco días de haberse publicado el informe de tal Comisión, se impuso una Ley de Amnistía no negociada en el marco de los Acuerdos de Paz, la cual implicó que los crímenes más graves cometidos durante el Conflicto quedaran impunes (Castellanos, 2005), y no se pudieran abordar de manera legal, sino hasta 2016 cuando finalmente dicha ley fue declarada inconstitucional.


El panorama descrito no deja espacio para la sorpresa, ya que tanto gobiernos de derecha como de izquierda han incurrido en contradicciones respecto a su decir y actuar en materia de reparación a las víctimas. Por ejemplo, los gobiernos de derecha han hasta honrado a perpetradores de crímenes denunciados en la Comisión de la Verdad. En el caso de los gobiernos del FMLN, han tenido iniciativas importantes, como la petición de perdón en nombre del Estado por los crímenes o la creación de la Comisión Nacional de Reparación a las Víctimas. Sin embargo, las organizaciones civiles dejan constancia de las dificultades y falta de resultados finales de los programas impulsados. Peor aún, el segundo gobierno de izquierda, liderado por el expresidente Salvador Sánchez Cerén (excomandante guerrillero y uno de los firmantes de los Acuerdos), desaprobó la declaración de inconstitucionalidad de la Ley de Amnistía, e incluso el propio presidente realizó alianzas con militares cuestionados por proteger a los incriminados en el Caso Jesuitas, reclamados para extradición (Gutiérrez, 2019).


Con todo, debido en gran medida al descontento general de la población hacia las gestiones gubernamentales tanto de ARENA como del FMLN, en 2019, el país vivió otro momento histórico con la llegada a la presidencia de una persona ajena a las dos grandes fuerzas políticas que estuvieron en contienda: Nayib Bukele. El nuevo presidente, joven, sin ninguna participación durante el Conflicto, aseveró que con su triunfo se “pasa la página de la posguerra”; una afirmación provocativa, sin duda, que no fue acompañada de mayor explicación (ver González, 2019). Así también el movimiento de Bukele, Nuevas Ideas (NI), convertido en partido político posteriormente a su triunfo electoral, se afirma a sí mismo como desligado de cualquier corriente ideológica, las cuales denomina como obsoletas (Nuevas Ideas, s. f.), y que además rechaza a los partidos que han materializado estas ideologías en la historia del país.


Bukele se caracteriza por ser el presidente más joven en la historia democrática de El Salvador, a quien constantemente se le denomina como “el presidente Millenial”, entre otras cuestiones, por usar como principal medio de comunicación las redes sociales, en especial Twitter (Ruiz-Alba y Mancinas-Chávez, 2020). Vale mencionar que su origen económico se remonta a ser parte de una familia de empresarios de origen palestino, y su comienzo político se sitúa, de hecho, en el partido FMLN, del cual pretendía ser candidato a elecciones presidenciales, pero fue expulsado (Miranda Baires, 2021).


Tras dos años del nuevo gobierno, la coyuntura actual es compleja. Pese a su discurso de renovación, las prácticas que ejecuta distan de ella, y encienden las alarmas por su tendencia a la militarización y al irrespeto a los DDHH, lo que pone en jaque la incipiente democracia lograda a partir de los Acuerdos de Paz. De acuerdo a Artiga-González (2018a), las dinámicas propias de la sociedad salvadoreña en el posconflicto han sido propicias para la emergencia de un régimen político híbrido, donde los gobernantes han sido elegidos a través de elecciones libres, pero ejercen su gobierno autoritariamente


Ya desde su primer año de gobierno, Bukele protagonizó una serie de situaciones que obligan a un análisis que tenga como base la memoria del Conflicto Armado: el Gobierno obvió conmemorar la firma de los Acuerdos de Paz (ver Alvarenga, 2020); implementó una invasión militar a la Asamblea Legislativa, tratando de usurpar atribuciones que constitucionalmente no le corresponden (ver Valencia, 2020); la Fuerza Armada se ha negado a proporcionar los archivos concernientes a las masacres de El Mozote, cometida en 1981 durante el Conflicto Armado (ver Rauda, 2020); e, irónicamente, en un evento público, dado en el mismo lugar donde acontecieron dichas masacres, el presidente catalogó a la guerra y a los Acuerdos de Paz como “una farsa”, reduciendo tales hechos históricos a una “negociación entre dos cúpulas” (ver Magaña, 2020) en referencia a ARENA y al FMLN.


Siempre con los lentes de la memoria, es importante destacar que la FAES es una institución que ha estado ocupando protagonismo en las múltiples escenas que construye Bukele. Esto es relevante, pues como ya de mencionó, dicha institución fue una de las fuerzas protagonistas del Conflicto Armado, ubicada en medio de los bloques políticos dominantes de la época (Turcios, 2015), y con injerencia no solo en términos de “seguridad nacional”, sino en áreas propias de las seguridad pública-civil


Antes y durante el Conflicto Armado, la FAES, administrada por el Ministerio de Defensa, estaba constituida por las instituciones encargadas propiamente de la soberanía nacional, pero también por los cuerpos de seguridad ciudadana, los cuales tenían como función la seguridad pública. A pesar de que estos estaban encargados de garantizar derechos civiles y reprimir delitos comunes, su accionar era de corte militar; lo que no extraña, si se considera que sus mandos medios y altos eran militares, y la educación e instrucciones dadas seguían esta línea castrense (González, 2013). Aunque los Acuerdos de Paz mermaron de cierta forma la influencia política de la FAES, lo cierto es que esta institución sigue teniendo injerencia en diferentes asuntos políticos a distinto nivel (Gutiérrez, 2019), como se verá más adelante. Todo esto mientras la mayoría de crímenes perpetrados durante el Conflicto Armado por esta institución siguen estando impunes.


El recorrido anterior revela que a lo largo del posconflicto, ninguno de los gobiernos de turno ha puesto en el centro de su política a las víctimas del conflicto armado, junto a la verdad, justicia y reparación. Al contrario, en medio del descontento masivo por las promesas hechas y no cumplidas, se han dado las condiciones para que una tercera fuerza menoscabe los necesarios avances democráticos, e instale un gobierno con tintes de un autoritarismo renovado, propio del siglo XXI (Orellana, 2020). Vale preguntarse, entonces, qué papel juega la memoria del pasado reciente en esta reconfiguración política, y, más en detalle, de qué forma se abusa del recuerdo para beneficios particulares.


3. La guerra como “farsa”: instauración de una nueva memoria oficial favorecedora de un gobierno autoritario


Con la llegada al poder de esta tercera fuerza, ajena a los bandos en contienda del Conflicto Armado y posconflicto, podría pensarse que la disputa por la memoria del pasado reciente de El Salvador desaparecería. Todo lo contrario. En este momento histórico, dicha pugna se complejiza a consecuencia de la intervención de nuevos actores sociales, quienes, desde sus posiciones de poder, buscan imponer una narrativa del pasado reciente que favorezca el mantenimiento de tal poder.


Si hacemos revisión de las implicaciones de la memoria como fenómeno, nos daremos cuenta de su injerencia en los procesos sociales y políticos de las sociedades posconflicto. Para Vázquez (2001), la memoria es tanto proceso como producto histórico, social y contextual, que construye narrativamente un acontecimiento pasado, con la intención de darle sentido en el presente. A partir del orden social vigente con sus normas, valores, creencias, ofrece condiciones de posibilidad en un contexto histórico determinado para la emergencia de ciertas memorias y la eliminación o negación de otras. A su vez, la misma memoria y su olvido, también condicionan y contribuyen a la configuración y reconfiguración de un terminado orden social. Así, la memoria estaría inmiscuida en relaciones de poder que buscan la legitimidad o no de las narrativas del pasado (Jelin, 2012), con las intenciones de mantener o cambiar el estado de las cosas.


Por lo mismo, con la finalidad de favorecer sus prácticas autoritarias, acumular poder y sostener el control social, el gobierno ha recurrido al abuso de la memoria del Conflicto Armado, con lo que pretende imponer una lectura distinta del pasado reciente, que le beneficie. Un ejemplo de tales acciones ha sido la aseveración pública del presidente Bukele, en diciembre de 2020, que “la guerra fue una farsa como los Acuerdos de Paz (…) una negociación entre dos cúpulas” (ver Magaña, 2020), sin las consideraciones de los factores sociales, políticos y económicos que desencadenaron el Conflicto, y aquellos que impulsaron su finalización formal mediante los Acuerdos de Paz.


Tal narrativa representa las intenciones del actual gobierno en términos de política de memoria; aquella que promueva obviar el pasado antes del triunfo electoral en 2019 de Bukele; o, en su defecto, homogenizar dicho pasado para hacerlo ver totalmente caótico antes de su “llegada salvífica” a la escena política. Este proceder no es nuevo: ya nos advertía Todorov (2000) sobre los abusos de la memoria desde regímenes totalitarios, en los cuales las marcas “de lo que ha existido son o bien suprimidas, o bien maquilladas y transformadas; las mentiras y las invenciones ocupan el lugar de la realidad; se prohíbe la búsqueda y difusión de la verdad” (p. 12).


Lo peculiar acá son, a nuestro parecer, las pretensiones de instaurar una nueva memoria oficial, que por primera vez trascienda el antiguo binarismo entre el partido ARENA y el partido FMLN, y coloque uno nuevo: las “nuevas ideas” y todo lo aliado a la figura de Bukele; y “los mismos de siempre”, todos aquellos que estén en su contra, como representantes del supuesto terrible pasado al que no quieren volver. Se puede suponer que, a partir del poder que esta nueva fuerza política acumula con todo el aparataje estatal bajo su control, le permitirá ir configurando una nueva memoria dominante que acompañe la consecución de un nuevo orden social. Para 2021, ha estado sobre la mesa la propuesta de reformas constitucionales que posiblemente contemplen la reelección presidencial; la imposición de una moneda digital con serias críticas; la aprobación de una ley de aguas inconsulta con la ciudadanía, entre otras acciones que aceleran cambios a favor de un determinado grupo de poder (Universidad Centroamericana José Simeón Cañas [UCA], 2021).


Una de las estrategias para consolidar una nueva memoria oficial, acorde con Salazar (2002), es difundir una nueva periodización del tiempo histórico. En otras palabras, consiste en marcar un antes y un después en la historia, donde el tiempo histórico al que se le dará valor y que se difundirá como cualitativamente superior es el presente, por representar un tiempo de valores: “pues el tiempo pasado no fue mejor, sino peor; ni fue progreso, sino estancamiento o retroceso; ni fue ‘orden’, sino caos o ‘anarquía’” (p. 5). Ya hacíamos notar que el pasado de guerra ha sido etiquetado por el gobierno actual como una farsa o negociación entre cúpulas, con lo que se asocia a un tiempo de anti-valores


Al referirse al pasado, Bukele genera, precisamente, una ruptura histórica que tiene como parteaguas el momento en que tomó el poder del Ejecutivo. Esto se explicita en su discurso de rendición de cuentas del segundo año de gobierno, el 1 de junio de 2021, donde menciona que su objetivo es “nunca más” regresar a las condiciones sociopolíticas que, según él, hundieron al país en la delincuencia, la desigualdad y la pobreza. Además, se regodea al aseverar que su llegada al poder se dio “sin derramar ni una sola bala, sin derramar una sola gota de sangre”, en clara referencia a las dos fuerzas que participaron en el Conflicto Armado (ver Alemán, 2021). Incluso va más allá, y aprovecha la ocasión del bicentenario de independencia del país en 2021 para aseverar que, luego de 200 años, al fin se está en camino hacia un “feliz porvenir” (UCA, 2021).


Salazar (2002) destaca que el proceso de instauración de una nueva memoria oficial implica, a su vez, el establecimiento de una memoria de ruptura y negación, más que de continuidad con el pasado. Por lo mismo, Bukele enfatiza que su triunfo significa el fin de la posguerra, un hito histórico que “corte el proceso de la memoria, que fije una frontera rígida, más acá de la cual debe construirse la memoria oficial, más allá de la cual debe verterse la noche del olvido” (p. 5). Así, Bukele alude a que no se volverá al pasado y que la mirada se pondrá en el futuro, en referencia a los cambios que realizó su partido NI en su primer día de legislación (destitución de magistrados y fiscal general), y que fueron duramente criticados incluso por organismos internacionales, por obviar los debidos procesos establecidos en la Constitución del país (ver Alemán, 2021).


Lo llamativo de esta nueva forma de elaborar el pasado reciente es que sigue sosteniendo una lógica de guerra, similar a la mantenida desde el Conflicto. Esto consiste en el despliegue de una narrativa dicotómica de violencia, la cual se define a un enemigo (adversario político-ideológico) como el causante de todos los males, con quien se debe mantener un constante combate. Se puede interpretar, entonces, que la manipulación de la memoria por estas instancias de poder busca la creación de “verdades políticas”, centradas en atacar y difamar a un supuesto enemigo, quien es construido a conveniencia, a partir de la manipulación de datos, imágenes y audios (Lomeli, 2009).


Lo anterior se evidencia en los discursos de Bukele y sus aliados, quienes reiteran constantemente la presencia de estos adversarios a los cuales les arrebataron el poder en 2019, pero que siguen amenazantes y, por lo cual habrá que “defender” a la población de ellos. Lo particular de esta nueva dicotomía es que la categoría del enemigo ahora es tan amplia y difusa, que cabe en ella todo aquel individuo, colectivo, institución u organismo que esté en contra de su gobierno. En esa línea, en el marco de la celebración del Día del Soldado en 2021, el presidente agradeció a la FAES por proteger al país de “enemigos externos o internos”, pero sin caracterizar a quién hacía referencia (ver France 24, 2021), lo que refuerza esta lógica de guerra o conflicto inacabable. Precisamente, como se abordará más adelante, la narrativa presidencial enfatiza que la finalidad de la FAES es bondadosa e independiente de los hechos y la historia, intentando para ello re-historizar el imaginario de la población: la “nueva FAES” como institución encargada de la defensa de la patria.


¿En qué momento terminará el conflicto, entonces, si las narrativas oficiales y hegemónicas del pasado en relación a la “refundación del Estado” se estructuran a partir de esquemas bélicos, y simplifican o banalizan los acontecimientos históricos del pasado reciente? Justamente, Kohan (2014) señala que, al tener a la guerra como fundamento de la nación, habrá una disposición a cierto tipo de gobierno que se base más en fuerza militar, que en justicia y derecho.


Toda esta dinámica sociopolítica en El Salvador lleva a interpretar que los abusos de memoria del gobierno se corresponden con la implementación de políticas del miedo, propias de un régimen neoliberal; y a su vez, dicho régimen sostiene y alienta tales abusos de memoria a fin de perpetuar un proyecto político con racionalidad económico-empresarial, a partir del despliegue de prácticas autoritarias y control social.


El modelo neoliberal impuesto como base para la reconstrucción del país luego del conflicto armado se ha mantenido inmune a los cambios gubernamentales antes descritos. Siguiendo a Calveiro (2017), dicho modelo da como resultado la configuración de subjetividades “aisladas, anestesiadas y temerosas” (p. 137), con lo cual podría pensarse que tal situación favorece una dinámica presentista en la población salvadoreña, consistente en no tener un sentido crítico hacia las temporalidades distintas al hoy; y en concreto, que no permita identificar a través de las memorias, la relación entre violencias pasadas y presentes que favorecen a grupos dominantes. Además, instaura una lógica binaria de buenos y malos, donde el otro es tachado de sospechoso o anómalo, despojado de politicidad y, por lo mismo, sin su condición de sujeto de derechos. Es una lógica que se corresponde muy bien con la narrativa bélica del gobierno actual, quien se mantiene en combate con todo aquello, tanto pasado como presente, que le contradiga.


De acuerdo a Calveiro (2017), la instauración hegemónica neoliberal recurre al uso de dos violencias para hacer efectivo sus intereses. Por un lado, se crean escenarios bélicos que justifican una fuerza excesiva desde el Estado, como ocurre en El Salvador, con el aumento de la militarización bajo la excusa de la existencia de enemigos externos e internos. En este caso, quedaría en segundo plano el recuerdo histórico de qué ha ocurrido cuando la FAES ha acumulado protagonismo en los asuntos sociales y políticos del país; además de obviar las acusaciones hacia esta institución por crímenes del pasado.


Por otro lado, se profundizan diferentes violencias estructurales, también experimentadas en el país, con el acelerado endeudamiento público con mayor impacto en las personas más pobres (Castaneda, 2021), por poner un ejemplo. De nuevo se liga a las memorias del conflicto armado, pues el mal manejo de los asuntos económicos en la actualidad, hace pensar que se están obviando las causas estructurales que llevaron al conflicto armado, relativas a la marcada desigualdad social experimentada en aquel entonces, y poco mejorada ahora. A esto se debe añadir los otros factores, como la constante represión social, y la ausencia de democracia real (Krämer, 2009), los cuales podrían convertirse otra vez en realidad en un futuro cercano.


Pese al cambio en la narrativa de memoria oficial, en el horizonte no se identifica un cambio sustancial a favor de las víctimas del pasado de guerra; ni tampoco previene la configuración de nuevas víctimas, producto del régimen político presente. En realidad, lo reprochable y peligroso es que dichos abusos de la memoria siguen perpetuando la situación de impunidad, y la ausencia de reparación y reconciliación social. Lo que se ofrece son narrativas y acciones ambiguas en la lógica de la manipulación, que poco benefician a las verdaderas víctimas, y que perpetúan la impunidad de los victimarios, como se abordará a continuación


3.1. El uso de las víctimas para cuotas políticas como forma de hipocresía estatal


Con la llegada al poder del actual gobierno, se tuvo esperanzas de mejora respecto al abordaje de las víctimas del Conflicto Armado en general, y las de las masacres de El Mozote en particular. Por ejemplo, la primera acción que hizo Bukele como mandatario fue ordenar que se quitara el nombre del comandante del batallón que ejecutó dichas masacres, a uno de los cuarteles de la FAES. Lo que fue recibido con grata sorpresa por colectivos de DDHH y familiares de las víctimas (Sonja, 2021). Asimismo, el presidente Bukele visitó por primera vez El Mozote, en diciembre de 2020; aunque, de acuerdo a Rauda (2020), fue más una iniciativa proselitista de cara a las elecciones de febrero de 2021, que un verdadero acto a favor de las víctimas.


Estas y otras iniciativas no se han traducido en beneficios concretos. El defensor de DDHH David Morales señala que, con el caso de El Mozote, se ha tenido paralizado por meses el proceso de reparación a estas víctimas por parte del Estado, y se han debilitado significativamente las comisiones de búsqueda de desaparecidos (Goodfriend, 2020).


Poniendo la atención en la forma en que el gobierno ha gestionado el caso de El Mozote, es posible identificar la forma manipuladora en que se pretende sacar provecho a la situación, haciendo uso de las memorias. Por ejemplo, en su visita al lugar, Bukele apeló recurrentemente al desencanto hacia los partidos políticos ARENA y FMLN como causantes de todo lo malo del presente. Con ello sigue una lógica discursiva de deslegitimar al adversario (Sabucedo et al., 2005): en este caso, argumentar que los anteriores gobiernos son los responsables de que no exista información para el caso de El Mozote, y legitimar la “bondad” propia, al entregar la “poca información que los otros dejaron”; reforzando a su vez la noción de un pasado corrupto y un presente bondadoso.


Los adversarios no solo incluyen a los partidos políticos pasados, sino a defensores de DDHH, a quienes acusa de lucrarse del caso, pues los fondos donados por organismos internacionales no se vieron reflejados en la reivindicación de las víctimas (ver CPTV ContraPunto, 2020). Así, el accionar de Bukele, en torno a cualquier acto que implique el Conflicto Armado, se intenta connotar desde el objetivo “bondadoso” de llevar esperanza luego de la “mentira” respecto a los intentos —farsas, según él— reivindicativos de los gobiernos anteriores.


Se puede interpretar, a su vez, que las pretensiones a la base consisten en reformar su liderazgo político con características de “salvador”, a partir de la reinterpretación o reformulación del descontento por las malas gestiones pasadas. Es decir, ofrecer una narrativa del pasado a la comunidad afectada que sea fácilmente comprensible, y que les lleve a la conclusión de que su liderazgo es necesario para enfrentar los problemas (D’Adamo y Beaudoux, 2010). Esta reinterpretación de los acontecimientos dota de identidad al movimiento político y a sus seguidores; en este caso, parece vender la versión de que “todos somos víctimas” del pasado, exceptuando a sus rivales políticos.


Siempre en la lógica de la manipulación, el gobierno de Bukele va tejiendo un discurso adulador, que asocia el actuar gubernamental con consecuencias agradables para ganar la voluntad de sus receptores (Palacios Gálvez, 2005). Para el caso del discurso durante la visita a El Mozote, el presidente enlista todos los cambios que ha realizado y quiere realizar en el sitio histórico en materia de infraestructura, reparación vial, sistema educativo, entre otros (en la línea de una racionalidad económico-empresarial en el marco de un modelo neoliberal); pero se queda corto en exponer medidas concretas respecto a la verdad, justicia y reparación (ver Rauda, 2020).


Su discurso es explícito al afirmar que el pasado se debe retomar para la no repetición, e incluso apela a los conceptos de justicia restaurativa y justicia penal aplicada a quienes cometieron los crímenes; aunque, curiosamente, se cuida de mencionar a la FAES como institución responsable del crimen (ver Rauda, 2020). En esa línea, el presidente ha argumentado que no tiene ninguna razón para ocultar los archivos militares de las masacres de El Mozote; tampoco la FAES misma, pues quienes la lideran no habían nacido cuando ocurrieron los hechos (ver CPTV ContraPunto, 2020). No obstante, se contradice con el hecho de que dos meses antes se negara a darle acceso a los archivos militares al juez del caso, bajo el argumento de que se comprometían los planes militares de su administración (Sonja, 2021); argumento último que la Sala de lo Constitucional y la Corte Suprema de Justicia declararon como improcedente (ver Deutsche Welle, 2020).


En términos generales, aunque el gobierno actual se presente como el único que de verdad está velando por los intereses de reparación integral de las víctimas del Conflicto Armado, en especial las de El Mozote, dista de volver realidad tal pretensión con algo tan sustancial como la negativa a brindar la información de lo que pasó. Mejorar la infraestructura o la red vial del lugar será insuficiente, si a la base hay un encubrimiento del pasado y un respaldo indirecto a la institución responsable del crimen. Al respecto, Todorov (2000) destaca que el restablecimiento integral del pasado es algo imposible, por nuestra tendencia humana a la selección de ciertos rasgos del pasado, y la inmediata o progresiva marginación de otros. Sin embargo, esto no justifica la imposición, por parte de grupos de poder, sobre qué información recibir y que no. En palabras del autor: “Lo que reprochamos a los verdugos hitlerianos y estalinistas no es que retengan ciertos elementos del pasado antes que otros (…), sino que se arroguen el derecho de controlar la selección de elementos que deben ser conservados” (p. 16-17).


En una sociedad democrática ninguna institución estatal (para el caso, la FAES, comandada por el Ejecutivo) debiera tener la facultad de suprimir el derecho a la búsqueda de verdad de los hechos, ni mucho menos castigar a aquellos que no acepten la versión oficial del pasado. Paradójicamente, la FAES, institución acusada de haber perpetrado la mayoría de los crímenes de guerra, es una de las que más respaldo y protagonismo tiene en el gobierno actual. Dicho gobierno ha implementado estrategias comunicacionales con las que busca construir una buena imagen de la FAES para favorecer procesos de militarización en la sociedad; estrategias identificadas en otros contextos dentro y fuera de Latinoamérica (Kirk, 2008; Verdes-Montenegro, 2019). De esto se discutirá en lo que sigue.


3.2. La Fuerza Armada como institución intocable


La firma de los Acuerdos de Paz tuvo como punto clave la reestructuración de la FAES, y el cambio en su doctrina e injerencia en la vida pública del Estado salvadoreño. Estas reformas tenían como finalidad desvanecer la hegemonía militar históricamente establecida, y darle paso a un nuevo régimen político, en el cual el poder militar estuviese supeditado al poder civil, y se garantizara el respeto del Estado de derecho (Aguilar, 2017). Si bien se han establecidos cambios importantes desde entonces, se debe alertar por una vuelta a la militarización dada en los últimos años en la región. Verdes-Montenegro y Rodríguez-Pinzón (2020) analizan el caso salvadoreño, a propósito del accionar del actual presidente, quien, a diferencia de casos anteriores, es una autoridad civil que recurre a los cuerpos castrenses como sus aliados políticos. Con ello, ha promovido una “intensificación de la militarización de la esfera pública” (p. 224), con riesgos de erosión a la cultura democrática en el país.


Poner la mirada sobre la FAES es importante respecto a las dinámicas de memoria en la actualidad. Vale recordar que, de acuerdo a la investigación de la Comisión de la Verdad (1992- 1993), la mayor parte de acusaciones sobre violaciones a los DDHH provenía de esta institución, y no se ha incriminado a ningún militar por crímenes cometidos durante el Conflicto Armado. Actualmente se mantiene el proceso judicial contra militares por el caso de las masacres de El Mozote, y, como ya se ha mencionado, el gobierno de turno ha tendido a obstaculizar el proceso, negándose a brindar información, similar a los gobiernos anteriores.


En realidad, a lo largo de la posguerra, los distintos gobiernos han mostrado favorecimiento a la FAES, con lo cual ha incrementado su participación en la vida pública progresivamente, sobre todo en tareas de seguridad. No extraña, entonces, que el gasto militar haya ido en aumento en los años de posguerra, con lo que se contradice el espíritu de los Acuerdos de Paz. Considerando que el partido FMLN denunciaba el uso del Ejército en tareas de la Policía Nacional Civil, fue en sus gobiernos donde se dio el más alto incremento de presupuesto destinado para el papel militar en tareas de seguridad, despliegue de operativos, creación de guarniciones militares, y su mantenimiento (Aguilar, 2017).


Una de las razones por las que en Latinoamérica se hace uso de las fuerzas militares en el ámbito de la seguridad civil ha sido el crimen organizado. Esto empuja a países como México, Honduras, Guatemala y El Salvador a utilizar las fuerzas armadas no solo contra amenazas externas, sino para labores internas que originalmente les corresponden a cuerpos policiales civiles. Las fuerzas militares incluso son usadas como grupos de respuesta a desastres naturales, con lo que ganan protagonismo y una imagen comparada con los bomberos y protección civil, normalizando su presencia durante crisis sociales (Kirk, 2008; Verdes-Montenegro, 2019).


En esa línea, en octubre de 2020, el presidente de la República ordenó militarizar la zona fronteriza de comunidades del departamento de Chalatenango, como Arcatao, Nueva Trinidad y San Fernando, con la alusión de que se traficaba droga en complicidad con los gobiernos locales. Lo que llama la atención de este suceso es que tales comunidades están conformadas por sobrevivientes del Conflicto Armado, quienes sufrieron las embestidas de operativos militares que les llevaron a desplazarse de manera forzada. Dichas comunidades se han caracterizado por mantener procesos de memoria del pasado bélico; sus gobiernos locales históricamente han favorecido al FMLN y muestran cierta crítica al proceder del gobierno actual (ver Pineda, 2020). Lo anterior se corresponde con las políticas del miedo del régimen neoliberal, que llevan a la construcción de nuevos enemigos hacia los cuales se justifica la aplicación de la fuerza del Estado. La militarización de estos territorios tiene un componente simbólico contundente: tanto en el pasado como en el presente, la FAES sigue teniendo poder de invasión.


A consecuencia del pasado manchado de la FAES, se ha buscado construir una nueva imagen que transmite promesas de seguridad y honestidad a la población, con el aparejamiento de su actuación en tareas civiles en situaciones de crisis, y el uso de los medios de comunicación para propagar este mensaje. El gobierno de Bukele acrecienta la legitimación de los procesos de militarización en el país a través de la creación, en el imaginario colectivo, de un enemigo público que hay que combatir. La excusa es, entonces, que su rol de defender la patria debe entrar en acción. En realidad, a lo que le temen los gobernantes actuales no es a un golpe de Estado, sino a no contar con el apoyo militar para sus planes (Verdes-Montenegro, 2019).


Así, si desde el Estado se están empleando mecanismos que facilitan la aprobación de la FAES en el imaginario civil, y, si este imaginario continúa interactuando con una estructura estatal que sigue reproduciendo situaciones de impunidad del pasado, cabe preguntarse cómo se sitúan los procesos de verdad, justicia y reparación respecto a las violaciones de DDHH cometidas por esta institución durante el Conflicto Armado. Queda abierta la interrogante para pensar su lugar en el imaginario de la población, tanto aquella que vivió el conflicto armado, como la que nació después, ya que esta última también tiene una participación significativa en las dinámicas sociales y políticas tanto del presente como del pasado.


4. Las nuevas generaciones: entre la alienación y las prácticas de resistencia


Como se ha descrito anteriormente, la narrativa que acompaña las prácticas políticas del actual gobierno gira en torno a la renovación, a las “nuevas ideas”, al carácter joven del presidente y su condición de “millenial”, entre otros elementos que nos remiten a pensar en la población joven del país. Si bien hay pretensiones de obviar o simplificar el pasado, lo cierto es que aquellas personas que nacieron después del fin formal del Conflicto Armado tienen una relación con el mismo, entre otras cuestiones, por la experiencia directa de sus secuelas.


Las juventudes del posconflicto se caracterizan por haberse socializado en el proceso de reconstrucción del país, y de instauración del modelo neoliberal. Viven problemáticas particulares, y dependiendo de sus condiciones y posiciones sociales, tienen formas distintas de hacer memoria. No han estado exentas, entonces, de las políticas del miedo propias de este régimen, que transversaliza la violencia mediante la creación de escenarios bélicos y la profundización de violencias estructurales (Calveiro, 2017).


Por ejemplo, los escenarios bélicos han tenido relación con la violencia social, producto del fenómeno de maras y pandillas; grupos conformados principalmente por jóvenes en situación de pobreza, de familias desintegradas, con bajo nivel educativo y sin la posibilidad de incursionar en un trabajo digno (Rodríguez, 2004). Durante el posconflicto, las acciones provenientes de los distintos gobiernos de turno han sido de represión, principalmente, sin un abordaje de las razones estructurales para la emergencia de este fenómeno.


Asimismo, la violencia estructural de la sociedad salvadoreña arremete significativamente contra sus juventudes. Solo para dar un ejemplo, un cuarto de la población joven entre 15 y 29 años no estudia ni trabaja, especialmente aquella que habita las zonas rurales (Dirección General de Estadística y Censos [DIGESTYC], 2019). En ese marco, el régimen neoliberal pone en tensión dos visiones sobre la juventud, siendo, por un lado, victimarios, al ser transgresores del orden social con acciones violentas (pandillas); y, por otro lado, vistos como héroes, al ser considerados ciudadanos, siempre y cuando produzcan capital (Chacón Serrano, 2015).


Este es el contexto de socialización de la generación de posguerra, uno propio de la “gubernamentalidad neoliberal”, la cual, como ya se ha mencionado, “propicia individualidades aisladas, anestesiadas y temerosas” (Calveiro, 2017, p. 137). Para el caso salvadoreño, se ha identificado que las personas jóvenes tienen menos participación política electoral, así como menor confianza en los partidos políticos, además de tener menos participación en la resolución de problemas en su comunidad. Lo anterior se traduce en que la juventud muestra un rechazo a las formas tradicionales de hacer política, pero no necesariamente un desinterés a los problemas sociales (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo [PNUD], 2019). Lo que enciende las alarmas es que, pese a que la juventud salvadoreña tenga una mejor apreciación de los Acuerdos de Paz considerados como un pacto bueno o muy bueno, es esta misma población la que tiene un menor nivel de apoyo a la democracia. Y, lo que es peor, presenta un mayor nivel de apoyo a golpes militares, en comparación con la población de más edad (Córdova et al., 2017).


Lo anterior pone sobre la mesa el fenómeno de las memorias del pasado reciente en las juventudes salvadoreñas, con sus valoraciones sobre el Conflicto Armado, los Acuerdos de Paz, y el proceso de democratización iniciado desde los noventa. Su manera de interpretar el pasado podría estar en consonancia con el discurso oficial y autoritario del Gobierno, lo cual favorecería el deterioro a la democracia; o, por el contrario, sus memorias potenciarían prácticas de resistencia desde memorias subversivas. Esto último implicaría un uso ejemplar de la memoria (Todorov, 2000), consistente en recordar el pasado en aras de comprender el presente, en un proceso potencialmente liberador.


Según Jelin (2012), las generaciones jóvenes dan nuevos sentidos del pasado desde su lugar histórico; además, interrogan y reavivan memorias que han tratado de obviarse. Por ende, habrá en ellas diferentes formas de recordar el Conflicto Armado, dependiendo de las posiciones sociales desde donde se han socializado. Así lo evidencian algunos estudios como el de Flores (2012) con jóvenes pertenecientes y no pertenecientes a organizaciones juveniles; González et al. (2019) con jóvenes de una comunidad rural (hijos e hijas excombatientes de la guerrilla) y jóvenes procedentes de una colonia urbana (sin este vínculo familiar), entre otros.


Chacón Serrano (2020), a través del estudio de descendientes de exguerrilleros y ex refugiados, identifica que sus memorias les sirven para reflexionar sobre las implicaciones del Conflicto Armado en el pasado, presente y futuro del país. De ahí que “su apropiación y gestión tendrán cabida en los condicionamientos de la participación ciudadana y política, en la reconciliación nacional, y la justicia” (p. 92). En una línea similar, Alas (2021) evidencia que las memorias de estos jóvenes tienen la potencia de romper con la lógica de disputa binaria acarreada desde el Conflicto y reavivada por el gobierno actual. Precisamente, estas nuevas generaciones tienen posturas tolerantes en espacios inclusivos con jóvenes que tienen preferencias políticas variadas.


Las memorias de las nuevas generaciones salvadoreñas tienen un potencial político significativo, que parece ir tomando fuerza con forme se profundizan las acciones de dominación del gobierno actual. Una muestra de ello fue una movilización ciudadana nacida en redes sociales a través del hashtag #ProhibidoOlvidarSV, a propósito de la imposición de una narrativa del pasado de guerra por parte del presidente, cuando catalogó a la guerra y a los Acuerdos de Paz como “una farsa”. A inicios de enero de 2021, en vísperas del 29 aniversario de los Acuerdos de Paz, jóvenes que no vivieron directamente el Conflicto Armado compartieron sus memorias familiares de dicho pasado en redes sociales, lo que se volvió tendencia. La intención a la base era narrar las violencias experimentadas por familiares y allegados durante tal periodo, con la finalidad de desmentir los calificativos del pasado de guerra como “farsa”. Fuera de las redes sociales, la movilización se tradujo en concentraciones en distintos lugares de memoria, donde varios colectivos, la mayoría de jóvenes, conmemoraron el cese del Conflicto. Durante el posconflicto, quizá ha sido el aniversario donde más realce y significado político ha tenido tal fecha2.


Similar a la observación de Vannini (2019) para el caso de Nicaragua y su estudio de los “nietos de la revolución”, la crisis democrática en El Salvador ha venido activando memorias silenciadas. A pesar de la imposición del discurso dominante de “perdón y olvido” durante el posconflicto, no se ha detenido el proceso de trasmisión de memorias entre generaciones, con la particularidad que dicho proceso se ha facilitado, quizá, en espacios mayormente privados.


Aquí se evidencia las particularidades del fenómeno de la memoria, y toda la potencialidad que tiene para propiciar prácticas de resistencia ante la violencia y el miedo propio de gobiernos neoliberales y autoritarios. Ante la configuración de sujetos aislados, anestesiados y temerosos, la memoria se vuelve condición de posibilidad para su ruptura, evidenciado a partir de la movilización antes expuesta. Las nuevas generaciones se apropiaron de las memorias del Conflicto Armado, se articularon de forma colectiva para conmemorar la firma de los Acuerdos de Paz, se tomaron los espacios virtuales y físicos para este ejercicio, y le perdieron el miedo a contrariar al discurso oficial (ver Rauda, 2021). En ese sentido, se está sembrando la semilla de nuevas formas de lucha, pero con la inspiración de memoria de luchas anteriores, tal como lo observa Vannini (2019) en Nicaragua.


Vale mencionar que la acción de recordar no es en sí misma una forma de resistencia, siguiendo el señalamiento de Piper-Shafir et al. (2013). No se trata de estipular, por lo tanto, que las nuevas generaciones “deben” hacer memoria del Conflicto Armado como solución a los problemas del presente. En realidad, se debe prestar atención a los contextos sociales y políticos, y las relaciones de dominación imperantes. Precisamente, el carácter transformador de la memoria “depende de la capacidad de sus prácticas de tensionar las versiones hegemónicas imperantes en un determinado orden social” (p. 20). Esto fue lo que pasó en enero de 2021, cuando la población, y sobre todo los más jóvenes, se pronunciaron a través del hashtag #ProhibidoOlvidarSV, ante las imposiciones narrativas del Gobierno respecto al pasado como una farsa. Frente a la imposición de una única verdad del pasado por parte del gobierno de turno, las memorias silenciadas, subalternas, ocultas, salieron a la luz para contrariar al poder.


Si traemos a cuenta que las políticas de miedo se vuelven exitosas en la medida que producen desidentificación, con la borradura de un yo situado, en la lógica binaria de cuerpos buenos y malos, donde el otro se despoja de politicidad (Reguillo, 2007), la contradicción de esa tendencia fue la que le dio vida al movimiento #ProhibidoOlvidarSV. En otras palabras, las nuevas generaciones establecieron un proceso de restitución de politicidad de los cuerpos de la guerra que habían estado anónimos. Su identificación como padre, hermana, tíos, a través de las narraciones compartidas en redes sociales, posibilitó una ruptura con el otro como “anómalo” y sospechoso. Se le puso nombre a las víctimas y a las violencias, en un intento de situar, historizar y territorializar (Calveiro, 2017). En el fondo, la semilla de la resistencia se instauró al darse un reconocimiento mutuo de las afectaciones de la violencia pasada y presente; en un reconocer (se) víctimas de relaciones de dominación (de la guerra y la posguerra), fruto de sistemas que se instauran en detrimento del bienestar de los muchos.


5. Conclusiones


La actual crisis sociopolítica que vive El Salvador, que pone en tela de juicio la poca democracia lograda luego del fin del Conflicto Armado, está emparejada con la implementación de una nueva memoria oficial que sigue sosteniendo una narrativa bélica, poco propicia a la reconciliación social. Al contrario, los abusos de memoria del gobierno de turno se corresponden con la implementación de políticas del miedo, propias de regímenes neoliberales. En el horizonte no se identifica un cambio sustancial a favor de las víctimas del pasado de guerra; ni tampoco previene la configuración de nuevas víctimas, producto del mismo régimen. En realidad, lo reprochable y peligroso es que dichos abusos de la memoria siguen perpetuando la situación de impunidad, y la ausencia de reparación y reconciliación social. Lo que se ofrece son narrativas y acciones ambiguas en la lógica de la manipulación, que poco benefician a las víctimas, y que perpetúan la impunidad de los victimarios.


Pese a todo, la memoria de dicho pasado también puede posibilitar la acción política contra las prácticas autoritarias del Gobierno en turno. Ha sido la apropiación del recuerdo del Conflicto Armado, por parte de las nuevas generaciones, la que ha puesto en evidencia todo lo anterior. A partir del movimiento en redes sociales #ProhibidoOlvidarSV, la narrativa de experiencias de violencia política pasada permitió una conexión intergeneracional entre aquellos que vivieron la guerra y los que no; un reconocimiento de las víctimas pasadas y presentes; y un aprendizaje del pasado y sus errores, con la inspiración de las resistencias ya antes implementadas. Lo acontecido en enero de 2021 fue un ensayo valioso de actuación política contra las prácticas de dominación desde el Estado, una preparación necesaria para los tiempos complicados que se vienen. Para entonces, la memoria posibilitará el reconocimiento intergeneracional de ser víctimas tanto de las violencias pasadas como presentes.


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1 Este artículo ha sido elaborado en el marco de la investigación “Construcción de memorias del conflicto armado salvadoreño en jóvenes descendientes de militares”, financiada por los Fondos UCA 2021, Vicerrectoría de Investigación e Innovación, Universidad Centroamericana (UCA).


2 Para conocer algunas expresiones realizadas en la red social Twitter, haciendo uso del hashtag mencionado, ver los siguientes enlaces:
https://twitter.com/AnaVictoriaBR87/status/1349750650427609089;
https://twitter.com/JVioletaRoca/status/1351051193024454662;
https://twitter.com/cecibelr/status/1349735980668895235