En el día del idioma
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Permítanme, antes de intentar decir algo sobre el particular, expresar con el mayor respeto hacia ustedes mis serias reservas sobre la utilidad y provecho de esta clase de celebraciones, al menos tal y como solemos realizarlas en nuestro ambiente académico.
Ya irán entendiendo que el lío al que aludía hace un momento y del que, por ahora, no sé cómo salir, consiste en que tal vez no me quede más remedio que representar el nada grato y no muy airoso papel de aguafiestas.
En mi opinión, ésta del idioma, como casi todas nuestras celebraciones, no suele ir más allá de un ritual vacío de todo significado, incapaz de producir cambios importantes en nuestras actitudes y conducta, de dejar honda huella en nuestro espíritu, proclive con frecuencia a escuchar con más ligereza que reflexión el panegírico de Cervantes, los discursos laudatorios sobre la lengua castellana, la invitación a hablar y a escribir con corrección, y toda la parafernalia verbal que solemos exhibir en ambiente de fanfarria cada 23 de abril, como si todas esas conferencias, charlas y disertaciones no condujeran más que a dejar en nosotros la idea -casi que el mensaje subliminal- de que la mejor manera de honrar nuestro idioma castellano consiste -así a secas-- en hablar mucho y ojalá bien, en escribir con profusión sin importar demasiado cómo y de qué.