Formación de docentes para la educación superior
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Afirmar que el siglo que se abre es el de la racionalidad científica y de la sociedad del conocimiento implica, por una parte, que la «riqueza de las naciones» ya no radica, como en otras épocas, ni en la tenencia de la tierra, ni en los avances industriales y ni siquiera en la acumulación de capital, sino en la información, las comunicaciones y la tecnología, y por otra, que la clave del acceso a ese nuevo universo es la educación. Por ello, entre todos los sectores de la economía de un país, se constituye en el de mayor trascendencia y el que requiere mayores esfuerzos de financiación y de formación de sus actores sociales. Hay en el mundo como una conciencia de que las posibilidades de desarrollo dependen de sus progresos en educación y de que sólo a través de éstos se abrirán alternativas de transformación social tendientes a crear comunidades más humanas, fundamentadas en el conocimiento.
Surgen por ello razonables cuestionamientos, en particular en países con apreciables niveles de atraso, sobre la pertinencia, calidad y equidad de sus sistemas educativos y, aunque no puedan desconocerse iniciativas que apuntan a remediar esas falencias, los rendimientos sociales se desfasan a un ritmo dramático con las necesidades no satisfechas, generando la descomposición del tejido social. Y estamos aludiendo precisamente a la situación de nuestro país, a la incidencia de ese factor de la educación en la coyuntura de violencia, de corrupción y de autismo moral a que nos ha conducido la ausencia de un auténtico proyecto educativo nacional (entre las causas más determinantes), con las consecuencias de convertimos en nación inviable (como se nos ha declarado intemacionalmente) y de agotar nuestras reservas de esperanza, de identidad y de confianza en la construcción de futuro.