Editorial
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La Universidad actual no ha podido prescindir de la moda histórica, de la costumbre burguesa de convertirlo todo en mercancía. Ha rebajado la educación al estatus de comercio, se ha transformado en un almacén donde se expende el conocimiento, donde llegan algunos inversionistas para asegurar el futuro económico.
Como toda mercancía, el conocimiento es un objeto que se usa, se utiliza para mejorar la imagen personal, mandamiento capital de la sociedad moderna. Garantiza un prestigio individual, colocando al universitario por encima de la multitud iletrada y al profesional en las cimas del edificio social. Se va a la universidad para ascender en el escalafón del mercado, para posicionarse mejor en el tejido de la oferta y la demanda. Posee en consecuencia, la fascinante doble función: mejorar la economía y arreglar el estatus social.
El conocimiento ha sido cercenado, reducido al desprestigio, al servicio de acicalar imagen, de formar ilustrados con almas anémicas y afiebradas. Perdió su función original, su sentido de auscultar la realidad, de iluminar la conciencia tan distorsionada por la avalancha de tantos fantasmas sociales. Renunció a abrir camino entre las sombras, a liberar al hombre de tantas bagatelas mentales y proclamar la vida como sustancia de cada día. Se redujo a acumular informaciones, a la preparación mecánica, a la formación de profesionales, titulados que se han convertido en un inminente peligro para la sociedad y para la condición humana.